
Una historia de fantasmas, sin fantasmas
Durango, tierra bronca, de valientes
Cultura21 de octubre de 2022 Jesús Marín“Ya todos sabían que era muy valiente, por eso las leyes ni tiempo le dieron el día que a mansalva y cobardemente le dieron la muerte.” —El Corrido de Gerardo González, Ramón Ayala y Sus Bravos del Norte
DURANGO, TIERRA DE PISTOLEROS. Tierra de hombres curtidos en la sierra y de pistola en la cintura, según fama. Hombres alebrestados que no se dejan de nadie. Acá tuvimos nuestros Remingtons. Aquel famoso Remington. Hombres que alquilan su pistola al mejor postor. Hombres convertidos en pistoleros para defender su vida. Para lavar el honor de su mujer. Hombres que por venganza familiar cargan pistola y resabios. Pistoleros profesionales que matan por órdenes de caciques. De gobernadores y ahí p’abajo. Matan por dinero. Matan por encargo. ¿Cuánto vale la vida de un hombre?
Durango, tierra bronca. Durango, tierra de valientes. Y de pistoleros. Unos muy afamados. Otros nomás entre sus muertitos. De hombres con fusca a la cintura p’averiguar cualquier mal entendido. Cualquier agravio o mala cara. Tierra de hombres muy hombres. Pa’ morir nacimos. Tierra de “te estoy pisando, cabroncito”, y el tacón de la bota del bravucón hundido en la punta de la bota del provocado:
—¡No, señor! ¡No me está pisando!
—¿Ah, no? Sí, sí te estoy pisando… Responde, cabrón, ¿o soy tu pinche mentiroso?
Tierra donde las ofensas se cobran a balazos. Durango del honor ofendido o el orgullo. Del machismo y la hombría defendidos a punta de pistola. A la buena o a traición. De frente, cara a cara, o venadeando. “¡Mátalo en caliente!” “¡Cóbraselo caro, m’ijo!” “No dejes que siga vivo, hazlo por el honor de tu sangre.”
Familias enteras se acaban a balazos entre sí, por un mal entendimiento. Por una ofensa en un baile. Por la disputa ancestral de las tierras. Una mala mirada. Un desaire: “¡Rosita, no me desprecies, la gente lo va a notar!” Matarse. Matar. Por una mujer. Por el pleito de los límites de sus propiedades. A veces se han olvidado las ofensas por las que se matan, pero la venganza no. La venganza no tiene caducidad ni olvido. El honor lo es todo. El hombre sin honor no es hombre en estas tierras de Dios. Durango bronco, vivo en nuestros corazones. Canatlán de los balazos. Gómez Balazos. Cada pueblo, cada ciudad de este Norte tiene sus crónicas de pistoleros y de balaceras. De muerte y de sangre. De familias exterminadas. De tumbas en los panteones con infinitas lápidas que comparten apellido y dolor. Soledad y desamparo.
En Durango el peor delito es ser fuereño. Fuereño de otro pueblo. “¡Haz patria, mata un chilango!” Fuereño en un baile. Extranjero en tu propia tierra. De otro pueblo, pues. Te retan a la buena o a la mala. Te sacan la pistola por un “quítame esas pajas”. Durango, Durrancho. Mucho antes del narcotráfico, mucho antes de las masacres que hoy sufrimos, eran los pistoleros. Los muy hombres cargan su pistola a la cintura, nomás por si hay problemas. Pa’ que no los agarren descuidados.
En los años ochenta del siglo pasado, en el pueblo de Francisco I Madero, a menos de una hora de la capital, contada en voz misma por el protagonista, un hombre, hoy ya cincuentón: Antonio de Jesús Hernández. En la Ciudad de Durango por aquellos años las cantinas proliferaban como liendres. Cantinas exclusivas para hombres, pa’ echarse la copa, la cerveza. La platicada. Desaburrirse de ranchos olvidados, en páramos lejos del aliento de Dios.
Cantinas «El Gallo de Oro», «El Tenampa», «Carta Blanca», «La Chiquita», «El Gato Negro», «El Trece Rosa». Cantinas que la modernidad y el tiempo han desaparecido. Para los noventas esas cantinas quedan en el recuerdo. En la memoria de los viejos.
Cantina «El Riel», famosa y concurrida en Francisco I Madero, atendida por su propietario don Camilo, un hombrón, alto como las montañas que rodean al pueblo. Como canta el Corrido de Gabino Barrera, don Camilo es ancho de espaldas, muy mal encarado. Nomás de mirarlo da miedo. Empistolado hasta cuando ronca. Pistola en la cintura hasta para cagar. Y sabe cómo usarla. Dicen que varios muertitos lo atestiguan. Uno de esos muertitos, bien asesinado, por lavar su honor, malorear a su mujer. A su santa esposa. Una bala en la frente les quitó lo coscolino.
Don Camilo, de bigote bien cortado y lente oscuro, aun en la oscuridad detrás de la barra, pa’ como dicen en Pedro Navajas, la gente no sepa pa’ dónde mira. Con botas finas de piel de tuano. Sombrero negro, tipo tejana. Un crucifico de oro puro. Atiende tras la barra de su antro «El Riel», ubicado por el estadio, por las vías del tren, frente a la carretera a Torreón.
Don Camilo, maloso y aprovechado, se atiene a su pistola, a su tamaño de gigante egoísta. Acostumbrado a mandar y a ser obedecido. “Aquí se hace lo que yo diga.” “Aquí nomás mis chicharrones truenan.”
Borrachitos, catarrines, le caen muy de mañana a su changarro, a pedirle de fiado, para curarse la cruda. Curarse el demonio de la resaca. “¡Por Dios, don Camilo! Ayúdeme, por vida suya, me estoy muriendo, fíeme un marrito, por su mamacita.”
Don Camilo se atusa el bigote, “sí, hombre, pásate al cuartito”. El teporocho, conmovido por aquella alma caritativa, alma de Dios, apenitas rompe las tinieblas del cuartito que le sirve de bodega a la cantina, apenas se acostumbra a la penumbra, le llueven los fuetazos hasta por debajo del hocico: “¡Cabrón, pa’ que se te quite la maña de pedir fiado, de andar de baquetón, de lángaro, hijodetalporcual!”, y lo cuece a cuerazos. El pobre beodo nomás se tapa la cara y lo que puede. Tras el sermón y la expiación viene la resurrección. Su marrito. Un cuartito de huachicol con su respectivo refresco de toronja Del Valle.
Así de malora es don Camilo. Con ese tamaño de casi dos metros, con esa pistola y ese tonelaje, ni quién replique. Hasta que se topa con el padre de Antonio de Jesús. Al llevarlo al cuartito y alzarle la mano, éste saca su pistola y, pese a que le saca sus veinte centímetros de estatura, don Camilo se doblega. “¡Ándele, don Camilo, al primer fuetazo veremos si le rebotan las balas!” Don Jesús Hernández se va campante sin ser cuereado y con su marro.
UNA TARDE, Antonio de Jesús va a «El Riel» a tratar un negocio. La compra de un arado. Don Camilo es de los ricos del pueblo. Le venden y le empeñan. Presta a réditos muy altos, pero la necesidad es canija. «El Riel» es una cantina con burdel. Taco de ojo pa’ los hambrientos de lujuria. Muchachas p’alegrar la pupila y encender las pasiones, aunque sea nomás las imaginarias. Te tomas tus mezcales en la barra o en alguna de las mesas de latón, pintadas de un blanco tristón. Sillas plegables de un rojo sangre, mesas con logos de la Cerveza «Carta Blanca». Un tablero para jugar a las damas. O si ya son varios, pedir el dominó.
El inconfundible olor de las cantinas del Norte. A orines rancios. A meados de macho. Olor añejo de tabaco y sudor masculino. Miras y admiras el ganado femenino que se pavonea ante la desnudez de tus bolsillos. Entras por sus dos puertas, típicas de salón del Viejo Oeste, de vaivén o Far West, que empujas y se quedan un rato bailando en el aire.
Antonio se toma lentamente un mezcalito para calentar los huesos y hacer grata la espera, mientras don Camilo se decide sobre si venderle o no el arado. Antonio es hombre de paz. Joven de trabajo y de tranquilidades.
Las puertas se abren violentamente, con jactancias, empujadas por las manos de un hombre acostumbrado a matar o cuantimenos hacer su santa voluntad mediante su pistola, un revólver que trae al costado de su cintura a vistas de las indiscreciones. Camina derechito a Antonio, le roza de adrede con el hombro:
—Oiga, señor, ¿lo ‘testerié’?—, pregunta socarronamente, con la burla empañando la voz y ojos.
—No, señor—, responde Antonio con la mirada sin pleito. —No me testerió.
—¡Ah! No se molesta el señoorrrr—, y alarga la erre de señor ya en franca provocación.
—No me molesta, señor—, y mejor se retira Antonio a una de las mesas a ojear a las muchachas.
El valentón se llama Manolo, con fama de pistolero. Es de un poblado cercano, con varias muescas en la cacha de su revólver.
Antonio espera la resolución sobre el arado. Manolo es broncudo. Le encanta madrear gente. A chingazos o balazos, lo que imponga su ley y amerite el rival. Ni muy alto ni muy chaparrón, amarrado de carnes, curtido de sol. Barba y bigote de varios días. Apistolado entre la camisa y el piteado. Botas de vaquero y guaripa pa’ el sol. Cejas pobladas sobre esos ojos de hiena. No deja de buitrear a su ocasionado rival, buscando un pretexto para ir a chingar de nuevo.
—¡Oiga, señooorrrr!— Se planta frentito a Antonio, tapándole el paisaje piernil y de ombligos: —¿Señoor, me está mirando?
—No señor, no lo miro. Miro a las chicas.
—¿Oiga, señoor, no está tomando nada?
—No, ya me tomé un mezcalito.
—¡Ahhh! Entonces, ¿viene por hembra?
—No, señor—, responde Antonio ya nervioso. No deja de fijarse en la cacha de la pistola que le guiña burlonamente su acerada alma. Y las muescas en la misma.
—¡Ahhhh!—, responde Manolo con un largo suspiro: —¡Pos’ te me vas a la chingada! ¡Si no vienes a pistear, ni a coger, pos’ a chingar a tu madre!—, echa mano a su cintura queriendo sacar el cuete. No lo hace. La voz de trueno de don Camilo lo para en seco:
—¡Ya párale, cabrón! ¡Déjalo en paz! ¡Viene conmigo a tratar asuntos que te valen madre!
Manolo es bravucón, pero no pendejo. Se mide con don Camilo y sabe que valdría madre. Se va, no sin antes rociar al piso con un escupitajo de desprecio. Le echa una mirada de pinche marica de mierda a Antonio, y a ladrar su rabia a otra cantina.
Dicen que los pistoleros viven poco tiempo, hasta que encuentra otro más canijo o más traidor que ellos. A sus treinta y cinco años, Manolo: Manuel Rentería, vive de prestado. Demasiadas muertes en la poca conciencia que ha de tener. No llega a festejar su cumpleaños treintaiséis. Ni a presumir su fanfarronería. Lo cazan en un baile en el Auditorio del Pueblo. Lo balacean con saña e ira. “Quien a hierro mata, a hierro muere”.
La tarde del baile llega a la cantina de don Camilo:
—Oiga, don Camilo, traigo harta sed, pero ando corto de billete. Le dejo mi pistola en prenda por dos botellas de su mejor mezcal. Hoy ando alegre con ganas de amores y de emborracharme en el baile.
Pone su famosa “Chata” en la barra. Don Camilo, que tampoco es tonto, le responde:
—Eres hombre de palabra. Con eso tengo. Toma las dos botellas. Y llévate tu pistola.
Manolo la devuelve a su nido. Enfila a las puertas.
—¡Hey!—, le grita el cantinero, —¡pérate, hombre!—, se rasca la frente, se dice quedito nomás pa’ oírlo él y su conciencia: “No me acordaba del encarguito para este amigo”. —Siempre sí, déjame la pistola. Te la guardo para que no te la roben en la borrachera.
Manolo no desconfía. Un gallo tan jugado viene a perder por confianzudo:
—Mi “Chata”, mañana vuelvo por usted—. Le da un beso a su pistola: —No se asuste, m’ija.
Al salir de la cantina, don Camilo recuerda los dichos de su padre. “Nunca andes sin pistola por la calle. Es tu cobijo y tu socorro.” Manuel es un pistolero con un montón de cruces en su rosario. Solito al matadero. “Yo cumpliré con avisar”, y don Camilo levanta el teléfono y marca.
El baile en su apogeo, música en vivo. Banda norteña, levantadera de polvo y taconeo. La muchachada en la pista de baile, con sus mejores trapos y hasta bañados. Manolo en la barra, dándole la espalda al jolgorio. Dándole mate a sus botellas. Dicen que un fulano se le acerca, lo ronda, le echa medidas al pistolero, da la vuelta y vuelve a zorrearlo, comprobando su desamparo. Anda sin su “Chata”. En el segundo giro, le descarga la pistola con el odio incluido. Quién sabe qué deuda se está cobrando. A corta distancia ninguna bala tiene desperdicio. Aquella noche Manolo paga sus culpas con plomo. Ni ruido hace al besar la tierra. Queda tendido a sus treinta cinco años.
OTRO PISTOLERO, con más fama por aquellas tierras de Francisco I Madero, de tiempos recientes, no harán ni treinta años, es “El Chilo”, a quien apodan “El Tocua”, pistolero muy rápido, muy mañoso el canijo. Huele el peligro en el aire. Y no falla el tiro. Se alquila a gente muy poderosa. Bastante cara es su pistola por su fama de asesino infalible. Pistolero de alcurnia, políticos y gobernadores acuden a su certera puntería. P’allanarse el camino. Pa’ apaciguar a sus adversarios. El Tocua. Hombrecito ñango. Flacucho como los suspiros. Muy poquita cosa a la primera ojeada. Certero cual víbora de cascabel. Ni el metro sesenta alcanza. No le importa, con su fusca nivela cualquier desventaja. Su fama de pistolero, ésa sí es muy larga. Hombre de mecha corta, maneja la pistola como el mismo Satanás. Se retuerce en el piso girando pa’ no presentar blanco. Disparando ráfagas al bulto. “El que dispara primero, dispara dos veces”. Tú dispara, luego averiguas.
Encuentra la horma de su zapato con un pistolero traído a propósito de Houston. Contratado por los hermanos Dominguín para vengar el asesinato de su hermano mayor, Jesús, asesinado a mansalva por El Tocua. Del Tocua se dicen tantas cosas. Que él mismo asesinó a su madre porque lo dio en adopción al nacer. Y ya pistolero se venga de ella. Matándola.
En una coleadura, allá por Zaragoza, Jesús Dominguín con la mala suerte que, al estacionar su camioneta, le da un topecito a la troca del Tocua. Éste se baja endiablado a reclamarle. Jesús Dominguín, norteño y ranchero, grande y fuerte, se disculpa:
—No es para tanto, fue sin querer, compa.
—A pedirle disculpas a tu chingada madre—, responde El Tocua y se busca su fusca.
Ni tiempo le da al Tocua de meter las manos. Enfrente de todos, el Jesús le da una tranquiza. Esa tarde El Tocua dejó su pistola en el carro, el coraje lo ciega. Suerte que el Jesús no es un pistolero, menos un asesino. Jesús ve al Tocua chaparrito y flaco, lo levanta del pescuezo. Le mete varias cachetadas y lo avienta como trapo viejo. Deja tirado al Tocua, ensangrentado, más del orgullo que del cuerpo.
Esa noche en el baile, el matón ya armado: —¡Hey, Jesús, vengo por más!— Jesús sonríe, acomedido a cumplir los deseos: —Estos chaparros nomás no entienden—. Se levanta con sus cien kilos. Se encamina a satisfacer antojos de gibado. El Tocua levanta la pistola y le dispara. Jesús es un hombre fuerte y sigue avanzando pese a los varios agujeros en el cuero. El reguero de sangre y de gente. Le vacía la carga antes de que Jesús lo alcance. “Así matan los cobardes cuando los acosa el miedo”, dicen las consejas. El pistolero tranquilamente se va del baile.
Los hermanos del muertito no comparten la paz de su difunto. Rubén y Juan planean la venganza. La sangre llama. La sangre derramada pide sangre.
—M’ijos, si van a vengar a su hermano, tengan presente que El Chilo es un asesino. Nunca mata sin ventaja. Y si es a traición, mejor. Es muy canijo con la pistola. Raro que lo agarren descuidado. Huele el peligro. Es un perro rabioso para matar. No lo agarren de frente. Él no falla al disparar. Ya perdí a mi primogénito. Ténganme en consideración.
Por consejo del patriarca, acuden a tierras de pistoleros. A Houston, Texas. Otro pistolero, con igual o más fama que El Tocua, les recomienda a un sayo. Para matar a una víbora, otra víbora. Un pistolero texano. Pistolero pocho. Nacido en Gringolandia pero de sangre mexicana. Ya en este pueblo de Madero, Míster Pistolero se ve normal, de estatura media, piel cobriza. No se le ve la muerte por ningún lado.
En un baile de quinceañera le señalan al interfecto. —Ese cabrón de allá es tu encargo—. El Tocua, muy quitado de la pena, como si no debiera ni el saludo, se recarga en la pared, parece descuidado pero sus ojillos le brillan. Tanteando el ambiente. El salón es pequeño. En la pista del baile, los celebrantes. El baile con sus quince chambelanes. Han contratado a un fotógrafo para que les filmen el recuerdo en video. Solamente una vez en la vida se cumplen quince años. Es como la virginidad, se pierde una vez en la vida. A los pistoleros los separa la pista, repleta de gente. Un muro de carne se interpone entre ellos.
—¡Ve y mátalo! Mátalo como el perro rabioso que es—, le urgen al tejano.
—No. A esta clase de hombres no se les mata así como así. Entre nosotros los pistoleros nos reconocemos. Nos olemos la muerte. Ya por la forma de mirar. Ya por la forma de caminar. Si me le acerco no me dejará llegar. Y se desataría el infierno. La matazón de gente.
—A mí no me importa.
—Pero soy un pistolero, no un carnicero. Desde aquí lo voy a matar—. El tejano echa regla y cálculo. Olfatea el viento y la dirección. Es un lobo a punto de desollar a la presa.
El vals en su clímax. La quinceañera en su cúspide de gloria. La cámara de video. montada en un tripié abarca el escenario. Los padres orgullosos. La quinceañera en rosado vestido de tul cual novia núbil es el centro del universo, vuela entre los brazos de sus chambelanes. Un círculo de invitados y parientes aplaude. En el video se ve una mano alzándose sobre las cabezas. Una pistola de cañón largo. El video capta el preciso momento de un único disparo, una única bala, en pleno pecho, hieren de muerte al Tocua, éste alcanza a sacar la pistola para agujerar el piso: El Tocua va cayendo con la vida huyéndole de los ojos. El veneno esta vez es para él. Cunde el griterío y desbandada. Pese a que la gente está acostumbrada a las balaceras, sale sin orden ni control. La voz del tejano:
—Yo ya cumplí. Lo que siga es cosa de ustedes. Yo me largo—. Tranquilamente abandona el festejo.
A varios metros agoniza aquel famoso pistolero, venadeado en su descuido. Una única vez se ha descuidado. No necesitó otra. Agoniza, con la sangre del pecho escurriéndole. El odio no se acaba ni con la muerte. Los hermanos balean al pistolero caído. Le ayudan a mal morir. Los hermanos Dominguín lo rematan a placer. Dicen que emigraron a las tierras de la Estrella Solitaria. Así matan al famoso Tocua, con su pistola en la mano. Con el veneno sin escupir.
Dicen que todos eran pistoleros. Dicen que eran hombres muy valientes… Pero esas son otras crónicas. Otros pistoleros. Otras balaceras. Los nombres reales fueron cambiados para evitar rencillas y venganzas. El miedo no anda en burro. / ESPACIO LIBRE
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