El búngalo maldito

Una historia de fantasmas, sin fantasmas

Cultura26 de julio de 2025 Nuria Metzli Montoya
bungalo web

Entre la bruma de la tarde una mácula color durazno se teñía apenas a lo lejos. Era la pared oriente de la única plataforma de madera en la playa del Golfo de Olbia, un viejo búngalo, pequeño y solitario, quizás romántico, según la idea de una pareja de turistas que se acercaban arrastrando los pies con sus pesadas mochilas.

En el silencioso mar sin olas, una lancha se confundía con un cormorán:

Possibly, he’s the owner of the chalet—, pensaron los americanos. Es el propietario que ya se encamina hasta la costa.

Los jóvenes se sentaron a unos pasos de los tablones, ahora color azul claro como todo el panorama al ocaso. Su piel estaba salada, se veían sucios y hambrientos. Una serenidad inquietante reinaba a esas horas en la playita. Con la noche vecina, demostraban serias intensiones hacia el pescador y su habitación.

Sólo se escuchaban los chillidos de las gaviotas que volaban en círculo sobre las redes del pescador estacionándose ya casi en la ribera.

Ya se azuleaba de ultramar la escena cuando este retiró sus redes y con su índice les hizo la señal de no cruzar el umbral, antes de alejarse a pie lentamente hasta perderse entre las brumas de la tarde que sucumbía. Por supuesto, nadie evitó que los sedientos arrastraran sus mochilas hasta el porche, descubriendo que la puerta estaba entreabierta.

Ambos se preguntaron por un instante si entrar o no, decidiendo inmediatamente hacerlo, como todo buen americano.

—¿Anyone here?

No obstante la falta de contestación, se atrevieron a encender sus linternas y buscar una ducha, un lavadero o algún dispensador de agua.

No one lives here—, dedujeron.

En el puerto se murmuraba que esa casa estaba poseída por el fantasma de un marinero que clamaba en vano a su amada. Porque en una noche tempestuosa, la fiebre lo estaba matando y las ampollas se inflaban en su cuerpo que se retorcía inconsciente. La dama había salido a buscar un médico que fuera a visitarlo pues parecía ser varicela. Jamás regresó; se decía que había escapado esa misma noche con el doctor que le había robado el corazón, protegiéndola de la lluvia y ofreciéndole ropas secas y un amor estable. El marinero, dicen, murió dos noches después, más que por la fiebre, por el remordimiento de no haber querido desposar a la dama, prefiriendo dejarla sola por semanas enteras a cambio de una vida andariega de puerto en puerto. Y así, cada noche se escuchaba la voz de un hombre que pedía perdón chillando de angustia. Dicen.

Después de saciar su sed, los turistas recorrieron el búngalo con la débil linterna LED de su teléfono, pero nada interesante encontraron. Se dispusieron a reposar extendiendo sus propias toallas de mar sobre los sillones de la sala. Hablaban en la oscuridad en su lengua natal expresando la suerte de poder reposar cómoda y dignamente. Lentamente, se abandonaron al cansancio cerrando los ojos y tocándose el uno al otro con las puntas de los pies. Ningún ser de ultratumba osó interrumpirlos.

No se dieron cuenta qué horas fueron, pero aun en la oscuridad, la joven de ojos color cielo se estremeció despertando a su pareja:

–¡Oh my God, oh my God, oh my God!, someone has touched me!–, alguien me ha tocado, gritó y el joven encendió la linterna pero nada vieron.

–Era un toque ligero sobre mis piernas, como el espíritu de un muerto–, según explicó, –como la súplica de un amante–.

La sensación disminuyó poco a poco hasta que se convencieron de que podría haber sido un mal sueño y la alerta terminó por ceder permitiéndoles dormir un poco más, esta vez acercando completamente los sillones y tomándose de la mano.

El ambiente denso y húmedo empezó a denotar las siluetas de algunos muebles a su alrededor; estaba por amanecer. En ese momento, la chica se levantó nuevamente agitada insistiendo en que algo le había rozado esta vez en la mejilla. Entonces, el joven agregó que acababa de sentir lo mismo, levantándose también: algo o alguien había rozado su cuello ligeramente:

¡Ahh, help me! Let's go away!— suplicaba ella.

¿What do you want from me?—, alegaba el joven rubio, –Qué quieres de mí?–

Él jaló a su chica y a sus chanclas hacia afuera, y optaron por recostarse en la ribera esperando el alba para poder alejarse seguros... pero la maldición del búngalo estaba apenas comenzando:

—Oh no, mosquitos!!

En efecto, sintieron las picaduras y la desgracia era tal que hasta los cangrejos se ensañaron con sus pies descalzos.

Ay, oh, uh

Ya naranjeaba el cielo cuando la pareja, con la piel enrojecida, decidió, con mucha cautela, regresar a merodear en la casa, conscientes de que los fantasmas atacan sólo de noche.

Debían llenar sus cantimploras de agua y recoger sus pertenencias. El agua olía a cadáver pero no hicieron caso. Estaba casi todo listo cuando la joven levantó su mochila y vio que debajo había un esqueleto humano descarnado en posición fetal.

Casi cayó hacia atrás de no ser por el novio que la sostuvo. Lo último que hicieron fue escapar de ese lugar hacia rumbo desconocido por la costa dejando huellas en zigzag tras de sí.

Después de más de un kilómetro, cuando la falta de un buen reposo los hizo desfallecer, cayeron exhaustos bajo la tibia luz del amanecer y distinguieron su piel llena de puntos rojos: en las mejillas, en el cuello, hasta en los labios y en los párpados; también en los brazos, las piernas y la espalda.

Realizaron que la picazón en todo el cuerpo se intensificaba. Se rascaron hasta sangrar e infectarse; eran centenares de puntos rojos.

¿Era ésa la maldición del marinero?

Llenos de ronchas y temores, al fin lograron llegar al aeropuerto, donde tuvieron que entrar a escondidas para evitar dar explicaciones sobre lo que pudieran creer, una enfermedad contagiosa, una infección fantasma.

Horas después, al fin en casa, al abrir su mochila, el joven sintió un escalofrío. A sus brazos moteados llegó nuevamente esa sensación como de dedos que lo rozaban: a plena luz del día, observando bien, pudo deducir que peor que el roce de un alma en pena o de una varicela psicosomática... ¡en su mochila había cargado una colonia voraz de pulgas purulentas que saltaban en nubes hasta sus brazos!

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