
Cuento
Mandé construir mi oficina de forma redonda. Al centro instalé mi escritorio hexagonal, era de madera muy lisa pintada de esmalte blanco.
A modo de rayos, desde mi espacio, se posicionaban mis 6 colaboradores, uno al final de cada línea, con su escritorio de frente al mío. Estaban instalados en un cuartito con ventanas y puertas de vidrio que me permitía observar todas sus actividades. Ni al baño podían ir en su turno. Era celosa del dinero que les pagaba. Lo tenían que sudar. Este trabajo exigía mucho contacto virtual con el cliente, así que pasaban el día al teléfono o en reuniones delante de los ordenadores. Esto los incitaba a fingir que trabajaban cuando en realidad, en ocasiones estaban hablando a casa o con su doctor. Esto me llenaba de rabia, por eso decidí de construir así mi despacho. Mi silla con ruedas giraba a trescientos sesenta grados. Para deslizarme de un segmento a otro de mi mesa en forma C.
Mi posición estaba sobre una tarima, también blanca, con un motor que giraba en círculo lentamente todo el día. Sobre mí brillaba un candil de cristal enorme con faros dirigidos a cada una de las oficinas, directo a los ojos del empleado. De este modo, los tenía siempre bajo control. Ellos me odiaban por no permitirles ni un momento de distensión en las 8 horas de trabajo. Observaba sus facciones y gestos cuando estaban al teléfono. Leía los movimientos de sus miradas cuando estaban delante de la computadora; las palabras en sus labios; su nerviosismo. Descubrí todos sus trucos, cuando los hubo. Era suficiente contar las veces que giraban los ojos de un lado a otro; sus sonrisas me revelaban si flirteaban o trabajaban profesionalmente. La posición que adoptaban decía mucho y también el tiempo que duraba la sesión virtual. Si sospechaba de una actividad ilícita, caían inmediatamente, ya que, nerviosos, iban de seguro a buscar mi mirada. Si los miraba, inmediatamente se posicionaban derechitos y su rostro se volvía rojo. Entonces cerraban la comunicación. Aún si fuera un intento de violación, les rebajaba todo el día por haber engañado mi confianza.
Pensé en instalar una red informática que me permitiera ver todos sus movimientos. Pero antes, instalaría una serie de video-cámaras atrás de cada empleado, eso me parecía más seguro e intimidatorio.
Una tarde el pesado candil resplandeciente se despegó del techo y cayó encima de mí.
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