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El brutal sacrificio de un inocente
La historia del asesinato de Enrique Vera Lozano a manos de la Fiscalía del Estado
Local05 de diciembre de 2022 Sergio O. Delgado SotoComo chofer del servicio de transporte urbano en esta ciudad, económicamente hablando, digamos que no le iba mal, no obstante ser un trabajo que en absoluto le gustaba y en el que se involucró, para qué es más que la verdad, por la méndiga necesidad. Transitar todos los días por la misma ruta más temprano que tarde lo llevó al hartazgo y a buscar otra manera de ganarse la vida, y esa manera fue el oficio tanto de su padre como de su abuelo, la carpintería, para la cual desde muy joven mostró que tenía facultades. Instalar su taller se le facilitó porque tenía en El Huizache una casa de su propiedad con espacio suficiente. Hacerse de clientela tampoco se le complicó, por lo que desde sus primeros trabajos evidenció: que los entregaba a tiempo, que no abusaba en el cobro y que eran trabajos de calidad.
Este hombre del que estoy hablando, lo conocí desde que era niño porque su papá y su mamá vivían con todo y familia en la casa del abuelo paterno, por la calle de Zarco, entre 5 de Febrero y Pino Suárez, mi barrio de nacimiento. La relación de mi familia con la de él era tan cordial que una de mis hermanas mayores, Bertha (qepd) tuvo el honor de ser su madrina de bautismo, y esto, aquí entre nos, nos convino tanto a ella como a mí, porque cuando el ahijado era chofer, como nosotros carecíamos de vehículo, si abordábamos el camión que él manejaba nos eximía del pago del pasaje. ¡Quién tuviera un ahijado así!
Como buen católico que era, el compa en cuestión ayudaba en todo lo que podía a un sacerdote que en El Huizache se hizo el propósito de construir la iglesia del fraccionamiento y la verdad es que cayendo y levantándose lo logró, sólo que fue tanto el desgaste físico, emocional y mental de este señor cura por todo lo que implicaba semejante objetivo, que poco tiempo después de construido el templo le dijo adiós a la vida. Traigo esto a colación, por lo que decían los católicos de El Huizache del ahijado de mi hermana: que era un hombre de Dios, un alma buena. Y esto le venía de familia, porque su abuelo paterno el día del Señor San José hacía una reliquia y a todos los del barrio nos daba de comer y de cenar riquísimo, y ya en la noche buscando que nos fuéramos a la cama cansadones, con un grupo norteño nos hacía bailar hasta las 2 de la mañana. ¡Qué tiempos aquellos Alejandro “Candón” Guzmán!
Quiso el destino que cuando más le sonreía la vida a Enrique Vera Lozano, nombre de quien es objeto de este comentario, indebidamente se le involucrara en un incidente violento que más parecía un ajuste de cuentas entre políticos que otra cosa, ¡y Enrique no era político! Me explico. Hará cosa de ocho años, por ahí del mediodía y en la calle Cuauhtémoc del primer cuadro de la ciudad, hubo un intento de asesinar al sempiterno líder de la Alianza de Camioneros, Raúl Medina Samaniego, con tan mala fortuna para el agresor, que ni una sola bala dio en el blanco, no obstante lo cual el empistolado tuvo tiempo para alejarse rápidamente del lugar del atentado sin haber sido identificado. Como a este incidente y por el peso político del agredido le dieron los medios impresos y locales una profusa difusión, la entonces Procuraduría se sintió obligada a localizar y aprehender en el menor tiempo posible al delincuente.
Ahora bien, fue precisamente ese afán de la Fiscalía por develar a la mayor brevedad posible las causas de este delito y poner tras las rejas al infractor, lo que, por el simple hecho de haber desertado como chofer de la Alianza, convirtió a Vera Lozano en inmediatamente sospechoso cuando, como lo apunto renglones arriba y como me lo dijeron sus familiares, su deserción no fue producto de diferencias personales con Medina Samaniego, sino del hartazgo con un trabajo que nunca fue de su agrado. Él, para decirlo pronto, era un carpintero de vocación, como lo habían sido su padre y su abuelo que para entonces ya habían pasado a mejor vida. Sin embargo y contra lo que sugería la lógica en este caso, la Fiscalía, seguramente por las presiones de la Alianza, optó por detener a Enrique, cosa que hicieron varios judiciales sacándolo por la fuerza de su casa y llevándolo a una de esas mal llamadas casas de seguridad que tiene la Fiscalía y en donde a base de torturas quisieron obligarlo a confesarse culpable de un delito que no cometió. Lo cierto es que se les pasó la mano y que el detenido falleció.
Lo que dijo la Fiscalía de este crimen fue que Enrique, al que se le enterró clandestinamente en el viejo Panteón de Oriente, ¡se había suicidado!, ruedota de molino que su familia por supuesto no se tragó. Fue entonces cuando una de sus hermanas, Chayo, vino a mi casa para solicitarme que por la vía del que era entonces mi partido, el PRD, gestionara la exhumación del cadáver para hacerle la autopsia y saber exactamente de qué había fallecido su hermano. Como en ese tiempo tenía yo una excelente relación con el Dr. José Ramón Enríquez, fue él quien directamente se encargó de ambas cosas, aunque para la autopsia, de los dos médicos que le dijeron que sí al Doctor, uno de ellos acabó desistiéndose. La verdad es que el sólo hecho de ver el cadáver fue suficiente para saber que Enrique había sido molido a golpes, injusta y brutalmente asesinado y que esto dejó en el desamparo a su esposa y a sus hijos, crimen que hasta la fecha sigue impune, porque no se castigó ni a los torturadores ni a quienes desde la Fiscalía los empujaron a eso. Y de Chayo, su hermana, debo decir, para cerrar este comentario luctuoso, que por el impacto en su salud de la muerte del menor de sus hermanos, un año después de ocurrida esa tragedia falleció.
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