
Una historia de fantasmas, sin fantasmas
Los primeros catorce años los viví en el viejo barrio de Guadalupe, entre Gómez Palacio y Gabino Barreda. Ahora consumado y consumido en mi medio siglo, cercano a la trágica ruquez de la tercera edad, sus recuerdos me sostienen
Cultura13 de febrero de 2023 JESUS MARINRecuerdos de hace cuarenta años, pero pregúntenme qué hice la semana pasada o qué día es hoy. A medida que uno envejece, uno se va pareciendo a sus viejos. Yo de ellos, nomás recibí cariños y esta honestidad que me ha traído algunos disgustos. Todos hablan de decir verdades, muy pocos les gusta escucharlas.
El mejor amigo es traidor, decía mi apá, Don Jesús. Un peso en la bolsa es el mejor amigo. Yo soy como él, solitario, desconfiado, independiente. No invites a nadie a tu casa. Los amigos en la calle, de la puerta de la casa pa’ fuera.
El barrio de Guadalupe, estrecho territorio de una cuadra. En esa cuadra conocí mis mejores años. Grandes amigos y momentos inolvidable, dirían los clásicos lugares comunes. Ya todos nos perdimos en los caminos de la vida, algunos emigraron. Otro pos’ como Rosita Alvirez, dándole cuenta al creador. Pero si los volviera a ver, ahora de viejos, fácilmente los reconocería. Siguen siendo los niños con los que crecí, pese a las arrugas, pelonas, panzas y ruinas.
Vería a esos mocosos, gordos, morenos. Tú eres el Pin, Ahi el ojo de gallina, Adán la calaca flaca, el Nacho, hijo de la mudita ¡Ah!, soy yo el que chillaba cuando me cantaban a ‘don Martín tilín tololón se le murió…’ yo no aguantaba la cancioncita. Martín es mi segundo nombre, por San Martín de Porres que me salvó de la muerte en mi nacimiento, al prometerme mi amá al santito me lo endilga pese a las protestas de mi papá que nomás quería el Jesús. Pero ya saben, donde manda capitán… Quizá por eso soy prieto pinacate. Y por mi Jefe, que wero wero no es, más tirando a color de llanta.
Mi madre si es wera. Blanca apiñonada. Mi Tía Nina me decía Tilín o Cachis. Odiaba eso, escenificaba berrinches espectaculares con revolcadero en la tierra y berrido de borrego en matadero. Aparecía Santa chancla bendita. Y santo silencio.
Barrio de Guadalupe, barrio de familias trabajadores, gente humilde y decente. Gente honrada, sin dobleces. No sé, ustedes, pero de ahí me vienen mis modos. Y de los chanclazos a tiempo de mi amá. Me educaron pa’ ser derecho, aunque soy zurdo, bueno ambidiestro, gracias al amarradero de la zurda en primer año de primaria, pero esa es otra de mis crónicas. Lo hocicón es también por influencia materna. Bien claridoso y digo las cosas sin pelos en la lengua. aunque haya gente que se zurre o de plano no quiera verlas. Ni escucharlas.
Mi madre era peor, les dice sus verdades a más de cuatro. Y a más de cuatro las desgreñó o cacheteó. Gata brava, criada en las vecindades del barrio de Costa. Hasta la boda con mi padre a los 19 años, vivió por esos rumbos.
Mi barrio era gente que daba la mano a quien lo necesitara. Se saludaban con los buenos días, con las buenas tardes. Ay del escuincle que les faltara al respeto o anduviera de lenguón, con cualquier adulto. La queja a nuestra madre y doña chancla, Don Huarache, nos curaba lo grosero y lebrón.
Si la falta es mayor, El Señor Don Cintarazo no dejaba nalga sana. Llegar al correctivo de papá es cosa grave. Mejor afusílame apá. Te juro que no lo vuelvo a ser. Soy tu hijo. Tu heredero. Dos certeros fajillazos a nalga viva bastaban. A veces nomás la sola amenaza de sacarse el cinto, la pura finta nos cisca. No, si el miedo es canijo.
Esos pinches psicólogos modernos que condenan el correctivo del dúo dinámico: nalgada, chancla, cinturón, huarache, ni hijos han de tener. Cuál pinche daño emocional. Cuál vamos a salir traumados y crecen en la violencia. Dañados de por vida. Dañadas mis nalgas por cintarazos bien merecidos. Al educarnos así, a esos niños de hace cuarenta, cincuenta, sesenta años, salimos como somos, gente de paz, gente de ley. Trabajadora y buena. La camada de mi generación y desde antes, crecimos hombres y mujeres, de honor, decentes, respetamos a nuestros viejos, aunque ya vamos pa’ allá, ya somos abuelos y abuelas.
Por experiencia nalguil sabemos que un chanclazo a tiempo, una buena nalgada, un coscorrón, nos evitó convertirnos en carne de presidio. Ah, cuidadito de que te vieran fumando o con la cerveza en la mano, fueras ya un lagartón. Delante de mí, tu Padre, no fumas ni tomas, cabrón, Soy tu padre y me respetas. Mientras vivas en mi casa, obedecerás mis reglas. Si no te gustas, pos’ agarras tus chivas y a buscarle.
Agachábamos la cabeza. Si Apá, lo que usted diga. Si el padre es severo, comparado con nuestra madre, es ángel de Dios. Ella sí es el diablo en persona, Doña Atila. Con la Jefa no se negocia ni se alega. Se obedece ciegamente. Yo te cambié los pañales cuando te cagabas. Doce horas de parto, sufriendo, y así me pagas, hijo ingrato. Debí tirarte cuando naciste. Mal agradecido. Yo me quito el pan de la boca para dártelo. Así te cases y tengas tus hijos. Seguiré siendo tu madre. Y si quiero te mato, para eso te parí. A mí no me engañas, cuando tú vienes es porque yo vine y di dos vueltas. Ya cuando me muera me vas a extrañar. A ver qué haces. Bien lo dicen ‘cría cuervos y te sacaran los ojos’. Seguida de una sarta de floridas palabrotas, no exentas de cariño maternal hijo de tal por cual, la menos.
Crecí en ese barrio de Guadalupe, donde todos nos conocemos por nuestros nombres, apodos o sobrenombres. Una sola familia, compuesta de varias familias, hermanos si no de sangre, sí de crianza y valores. De costumbres y amistad. Una tribu. Compartíamos juegos y sueños. Cada madre es nuestra madre, con derecho a corregirnos. A protegernos. A comer en su mesa como otro hijo más.
Compañeros en la escuela Lorenzo Rojas, la número once, entre Ayuntamiento y la Acequia Grande. Irnos desde la casa, a las ocho de la mañana, previamente galvanizados y bañados de cloro, piedras power por todo el cuero. Kilos de crema y de besos. Bien desayunados de avena calientita, un pan con mantequilla y leche fría. Café ni pensarlo. Antes te dan a beber purgante que café, o ese maldito aceite de ricino. O peor, aceite de bacalao.
Al irse a la escuela ya hay vecinas barriendo el frente de sus casas. Los buenos días, el cómo amaneció, entre vecinos y personas en la calle, aunque no sean del barrio.
Cada barrio es una tribu. Cada barrio defiende su honor a como sea. El nuestro es barrio tranquilo. Los de Borrego y Costa son bravos, con fama de no dejarse de nadie ni de nada. De noche mejor ni te asomas. Qué barrio te gritan, entre el mal alumbrado. Y a correr. Más vale que digan ahí quedó que ahí murió.
De niño te asustan con los mariguanos. Son del diablo, le queman las patas al Judas. Se dan las tres (¿?), el que te dijeran mariguano es el insulto más bajo en la escala de los insultos. La ofensa más ofensiva. Mi madre me aconseja, si ves un mariguano por la calle, te cambias de banqueta. Mariguano es todo aquel de greña larga, vago, ocioso, sin ocupación, nomás esquineando viendo a quién fregar. Y no se bañan. Sin oficio ni beneficio. Ser mariguano es ser del diablo.
Caminamos por la de Gómez Palacio hasta Ayuntamiento, a las puertas de la Once. El conserje o alguna maestra nos recibe. El beso de la mamá en el cachete ante nuestra molestia por ser niños grandes, pero a ellas, como toda madre, les vale madre. Gozan con avergonzarnos delante de los compañeros, ocupados en defenderse de sus propias cariñosas madres.
Uno de los divertimentos favoritos de las mamás es poner en ridículo a su amado cachorro. O nunca sufrieron la vergüenza de llevar a la novia a presentarla a la familia, a recibir la venia y aprobación de mamá, tras el escrutinio de rayos equis a la presunta usurpadora del cariño maternal, destrozarla con la mirada, pensando que cualquier mujer es muy poca cosa para su bebé. A mansalva y en automático, la abnegada de nuestra mamita, mamita querida, mamita adorada, saca el álbum de fotos familiar: mira mija -el descaro de llamarla mija- la foto de mi Martincito de bebé, al año, ¿verdad qué es adorable? Un adorable gorilita, ve sus nalguitas, pomposas y prietitas. Yo de nalgas al aire. Le cambiaba los pañales. Todo deseo sexual que nuestra futura mujer sintiera por nosotros se esfuma. Mamá Gallina cumple su labor de destruir cualquier fémina que nos ronde. Mira, se le ve su pajarito, tan chiquito, ah, chiquito mío. Cómeme tierra, trágame infierno. Nuestra prometida nos mira entre la burla y la duda. ¿Seguirá igual? ¡Ah!, en esta lo disfrazamos de abejita en el desfile de primavera. En esta, se cagó en los pantalones el día de su cumpleaños, a los tres años. ¿Te acuerdas mijo? Mijo en la sala en calidad de cadáver. Madre cuervo.
Las fotografías son tomadas por fotógrafos ambulantes, que andaban de casa en casa, ofreciendo sus servicios. O los mandabas llamar. Ignoro cómo es qué me tomaron esa foto de bebé. Nadie con cámara en casa.
Pasamos el billar de la calle Gómez Palacio, lugar prohibido, por sus puertas emanan olores del infierno, se escuchan las carcajadas de Lucifer. El barrio de Costa donde se crió mi madre, la conocen todos, famoso por sus vecindades. Con sus expendios de leña y carbón. Venden petróleo por litros. No todas las casas pueden pagar la electricidad. Se alumbran con quinque. Cocinan con estufas del mismo combustible. Las planchas de la ropa son de hierro, calentadas en el anafre. Con carbón para ahorrar.
En la puerta de la Escuela, la típica recomendación materna, casi amenaza: te portas bien, que si me dan una queja tuya. Una sola. Una solita, así de chiquita y junta el dedo índice con el pulgar, te parto tu madre en la casa. Ya sabes cómo te va.
La hora chida son los recreos, chiroteando por el enorme patio a pleno sol, dueños de media hora de libertad. Otros, como yo, nos acurrucamos en un rincón del patio, a leer ‘Veinte mil leguas de viaje submarino’.
Al ser hijo único y ñoño, acostumbro la soledad, mi condición de gordo nerd, favorito de la maestra, me hace blanco de carrillas y apodos. De burlas y empujones. El oinc oinc, ballena con patas. Globo inflado, elsabelotodo.
Eso sí, a la hora del examen, soy su carnalito del alma, aguantarse como macho. Si chismeas en la casa, te nalguean por dejado. Por no defenderte. Nada de psicólogos ni terapias.
De ocho a una y media de la tarde la rutina escolar. Salimos en bola, cada uno a sus rumbos. Aunque confieso que hasta cuarto de primaria, mi amá me esperaba en la salida.
Antes, una parada en la papelería, “El milloncito” , esquina de Gómez y Ayuntamiento, a comprar el tamarindo o el miguelito de chile piquín, tres o cuatro chicles totitos o motitas. El dueño del negocio tenía una carcacha Ford, modelo T, estacionada por la de Ayuntamiento.
A veces, cuadras más delante, nomás de langucientos por el pan de agua con chile jalapeño para apaciguar la lombriz.
Al arribar a la casa, ir a las tortillas, formarte en la cola. El consabido taco de tortilla calientita, de paso llevar el refresco si no alcanzó para hacer el agua fresca. Cuidadito con perder la feria, mínimo te lo descuentan del domingo si bien te va.
La comida familiar con nuestros padres, abuelos y demás engendros de la familia, en derredor de la mesa, platicar de cómo fue nuestro día. La sopa de arroz, los chilaquiles, las albóndigas caldosas con su jugo de limón. El sabor a cilantro y orégano. Los chiles rellenos que madre prepara con harto queso, escurriendo de grasa, hartos picosos, lambareados de huevo, rellenos de carne molida algunos. Te los comes en taco, escurriéndote el aceite por medio hocico. El agua fresca de horchata. De melón. De la fruta de temporada.
Comparto esa niñez, con los que ahora nos llaman dones, señor, rucos, betabeles o viejos pendejos. Soy de esa camada que lloró cuando México fue goleado por Alemania en Túnez 78. Se enamoró con canciones de Camilo Sesto de muchachas que ni en el mundo nos hacían.
Soy de esa generación que tomó su primera cerveza ya grande, a escondidas. Soy de esos hombres que para ganar el sustento, trabajamos honradamente. No levantamos falsos ni jodemos a los otros. Actuamos de buena voluntad. El recuerdo de nuestros amados viejos, es lo más valioso en nuestra nostalgia. Me gusta respetar y ser respetado.
Miro con indulgencia a los imberbes muchachitos que sienten que serán inmortales. Jóvenes pa’ siempre. Como me ves, te veras algún día.
Soy de esos rucos amargados que cuando veo un berrinche de escuincle espantoso y abominable, a su madre ocupada en el celular, me dan ganas de chanclearlos a los dos, sin piedad y malsano placer ¿Qué no? ¿Qué barrio, ese?
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