Cuento / 1a. parte
Pánfilo ‘ojo alegre’, de cantinas y mujeres
Durango de cíclopes y monjas, de mitos y leyendas
Cultura03 de diciembre de 2022 Jesús MarínPánfilo el galán. Pánfilo músico. Pánfilo Don Juan. Pánfilo, conquistador de tamaño compacto. Pánfilo, el enanito. Un norteño de bolsillo. Pánfilo, el maestro del acordeón. Pánfilo, el chaparrito. Muy enamorado. Muy valiente. Toca el acordeón magistralmente en las cantinas en Durango. En la multitud de cantinas que pululan como piojos en la pequeña ciudad de los años setentas.
Decían que había más cantinas que escuelas. Más cantinas que alacranes bajo las piedras. En una ciudad monótona, callada, tranquila, donde nada pasa, las cantinas son el único refugio para la tristeza de envejecer sin esperanzas. Sin otra certeza que la Muerte. Las cantinas son el único oasis en este desierto de cantera y desidia.
Cada cantina es exclusiva para cierta fauna. En la clasista ciudad norteña, no se mezcla el agua con el aceite. La clase alta, la heredera de haciendas y minas se emborracha en sus clubes y sociedades elitistas. Por ello, hay cantina de los burócratas. Cantinas de hombres de negocio. Bares, no cantinas, para los pudientes, los de sangre española y prosapia porfiriana.
Cantinas para la chusma trabajadora. Cantinas de teporochos y borrachines, los descobijados de fortuna y amores. Cantinas de mala muerte. Cantinas para bebedores de fin de semana, bebedores sociales, que disfrazan su afición etílica. Aún el término de enfermedad del alcoholismo no se inventaba.
En las cantinas echas el trago, la copa, la cervecita helada. Cuentas tus historias, tus desplomes y barrancos. Escuchas las de tus hermanos en el dolor y ardides. Tragedias y melodramas, padecimientos y desahogos. La platicada entre machos, en plena libertad para maldecirlas y llorarles. Hablar mal y bien de las mujeres que nos orillaron a la barra de una cantina. A la soledad de un rincón, bebiendo la derrota, mientras te cantan las canciones del mejor poeta de México, un tal Josealfredo.
Cada cantina es un sagrado confesionario, lo oficia su cantinero tras la barra; informal psicólogo, aconseja y escucha tragediones. Mejor que un hipócrita cura para sanar las heridas o, mínimo, ahogarlas con mezcales y cerveza. Hay desparramadas mesas para jugar al dominó. Mesas con los logos de las cervezas, metálicas y desangeladas sillas en derredor. Músicos prestos a tocar la canción que nos hiera el alma, canción de sal y cal, para atizar las cicatrices del recuerdo, la nostalgia del corazón.
La cantina es santuario para hombres. No se admiten viejas.., bueno, damas. No hay baños para ellas, nomás urinarios pa’ mear de pie. Perfumes de orines rancios, sudores añejos de hombre. Atmósfera de nostalgias y desesperanza.
Algunas cantinas abren desde temprano. Cierran nomás aletean los ángeles. Dan botanas y comida. Pides tu cerveza, chica o tamaño cahuama, acompañada de cacahuates, chicharrones, lo que te sirvieran. La cantina es tu hogar hasta que te alcance el dolor y el billete. Ya cerradas, pos’ p’afuera, ‘a dormir la mona’ en alguna banca de la Plaza de Armas, en algún rincón de algún callejón o en el quicio de una casa abandonada. Ya mañana se volverá al vía crucis del alcohol.
Pánfilo, de atuendo norteño. De un blanco impecable, botas de piel y sombrero atejanado. Oiga usted, bota de cuero, de las buenas, de las hechas a mano, a medida de la pezuña. Botas Camacho. En el caso de Pánfilo, botín. Pie chiquito, pero muy andado, muy pata ancha, el hombrecito.
Cinto piteado con tamañota hebilla dorada, casi tan grande como el ego del músico. Chaleco de cuero, trae la tejana de lado. Rojo pañuelo al cuello, amarrado. Se atufa el bigote, bigotillo delgado al estilo Pedrito Infante, se lo atufa al ver hembra que le cuadra. Se relame los bigotes del puro antojo.
A Pánfilo no lo amilana su corta estatura; al contrario, se agiganta, no conoce la palabra imposible. Lo que le falta de tamaño le sobra de hombría. Pánfilo, corazón de condominio, caben muchas. Muy platicador con las féminas de las cantinas, que no lo ven con malos ojos. Bastante noviero, lo que le falta de centímetros le sobra de mujeres.
Muere acribillado en una cantina con el acordeón a un lado, mudo y triste. Se mete con la fulana equivocada, una que trae hombre celoso, de pocas pulgas. Le vacía la carga de la pistola en su pequeña humanidad. Los celos no saben de estaturas. Enmudece el acordeón y el corazón de Pánfilo. No más canciones de Pánfilo. No más Pánfilo el enamorado. Muere por ojo alegre.
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