Cuento / 1a. parte
Feliz día de los filósofos Cohelistas. Hoy todos se sienten henchido e hinchados de sabiduría barata, hablan de lo aprendido, de que hay que soltar, amarrar y que seremos maravillosos seres humanos en este año que se inicia nomás por desearlo y apuntarlo como propósito o embutirse doce uvas.
Ponemos mirada de monjes tibetanos, declaramos estar en sincronía con el universo, cumpliremos la misión de salvar al mundo, y todo esto en nuestro sano juicio, sin siquiera motearnos.
¿Somos y seguiremos siendo los mismos viejos lobos de cada año, nuevo o viejos, a quién tratamos de engañar? Lástima que el algoritmo del feis no detecte la hipocresía. Todos seríamos bloqueados de inmediato, mínimo un mes.
A pocas horas de que inicie el maratón más grande de mentiras, propósitos y promesas que nunca se van a cumplir. La famosa lista está encabezada con el siempre anhelado “bajar de peso” seguido de ir al gimnasio. Dejar de beber, leer un libro. Y no cumplirlos. Vivir intensamente.
II
Yo, antes que nada, brindo por mi madre. Por esa mujer que me enseñó que Dios existe. Por mi padre, cuya sombra aún me protege. Por mi perro Saroh, amigo más leal que he tenido.
Brindo también por esas tres mujeres cuyos vientres me iluminaron, Anna la pecosa que no supe amar como se merecía. A mi flakita, toda inocencia, toda ternura. Y a Laura, la satanás de mis infiernos.
Sobre todo, brindo por mí mismo, por ser terco y no dejarme morir. Y claro, brindo por mis amigos, hermanos y mi gran familia. Y por los gatos del mundo y las mujeres tristes.
III
Maldita melancolía. Corazón traidor que tengo. En cada maldita flaka que veo, creo verte a ti. No pasa un día en que no te confunda con otra. Ya por un cabello negro azabache, ya por unos ojos cafés tipo mirada de Dios. Ya por tu tierna risa o por esa mirada que acaricia al mirar, diría el gran Gardel. Te extraño un chingo, flaka. Esto no se puede llamar vida, carajo, pinche Penélope, estás tan presente en mí, y el puto de Dios haciéndome sus putadas.
IV
Todo lo que soy, es resultado del amor de mis padres. De los consejos de la abuela. De aquel libro inolvidable al que vuelvo a revisitarlo de vez en siempre. Y lo descubro maravillosamente fresco.
Soy resultado de la cocina de mi madre y la honradez de mi viejo. Y también de tres mujeres que amé y me dejaron parte de esta nostalgia que me sostiene. No puedo sino agradecer a todos esos perros que crié y me enseñaron la lealtad y el amor incondicionales.
Ahora, siendo ya pellejos y recuerdos, varias décadas de años e infancias recurrentes, soy un poco más cercano a Dios y a la Muerte.
A Dios estoy aprendiendo a rezarle. Y a la Muerte la espero sin miedo y en paz. Que la vida termine cuando deba terminar, por mientras, como para entretenerme, la voy a disfrutar intensamente, minuto a minuto, día con día. Con el orgullo de no haber defraudado jamás a mis viejos.
Al volverlos a ver, les daré un gran abrazo, mirándolos a los ojos, agradecido de volver a ser familia. Nos iremos caminando, por esas albóndigas de mi madre que tanto extraño.
V
Yo no soy un santurrón. Mucho menos un hipócrita. Tampoco soy un cobarde, siempre he asumido mis culpas y pecados. Cada frase, cada verso, cada libro, que he escrito, cada amor y desamor, cada cogida y mamada, lo respaldo con mi firma y de frente.
Las cosas las escribo y las digo sin pelos en la lengua. Si ofendo feminismos o soy perversamente políticamente incorrecto, no me lean. No me hablen. Crucifíquense en su pureza. Siéntase libres de pecado para lanzar las piedras y mierdas que gusten.
He amado y he cogido, con hermosas y tóxicas mujeres. Yo mismo he sido tóxico. Siempre se los he dicho, soy un maldito hijo de perra, egoísta, huilo, pero jamás les he mentido.
He amado y he cogido, desde mi corazón de macho y hombre. Se me podrá acusar de lo que gusten y manden. Siempre les voy a dar la cara. No me escondo de nada, ni de nadie.
También les digo que tengo una magnífica memoria. Y lo que me avienten, se los regresaré multiplicado. Palabra del señor. Alabado sea.
Y sí soy. Fui. Y hasta el último ladrido, seré un perro loco de la calle. Del cual, mi madre y mucho menos mi padre, no tienen nada que avergonzarse. Ni yo. Y vamos por unas cahuamas.
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