Cuento / 1a. parte
Yo me inicié en el fútbol a los cinco años. A los cinco años el futbol conoció a uno de sus más grandes guardametas, quizá solo superado por el gato Marín y Jorge Campos en tiempos recientes. A los cinco años parezco más morro. Más indefenso. Es por los aparatejos que adornan mis regordetas piernas. Aparatos ortopédicos para enderezar mis charras y arqueadas piernas. De no usarlos acabaría como charro sin caballo.
Soy un niño gordito, medio zambito, color pinacatito. Wero color de llanta. Uso zapatos Frankenstein, pos soy pie plano. Dizque aquel calzado me hace arco en el pie. Para mi madre soy su adorada criaturita. ¡Ah, mamita Frankenstein!
Mi primera aparición en los campos del fútbol mundial, ese fútbol que vio nacer a Pelé y al gran Antonio ‘la Tota’ Carbajal, el cinco copas, es en la mítica cancha central del sagrado pasto del barrio de Guadalupe, en mitad de la calle, cancha futbolera para los niños de aquellos años.
La sagrada cancha, escenario de partidos a muerte. Unas veces éramos el odiado América, otras el multicampeón Cruz Azul. Dependía de la suerte al tirar el volado entre los dos capitanes para escoger que equipo seríamos.
En esos partidazos en la calle Guadalupe, las porterías son dos piedras. Las reglas son sencillas: el que meta más goles gana, sin límites de cancha, las paredes de las casas son usadas para auto pases. El partido dura hasta que anochezca o nos llamen para cenar y meternos a la casa, lo que ocurra primero.
Sin árbitro y es fútbol caníbal, solo si brota sangre se cobra como faul. Las discusiones se dan por si fue gol o no, si pasó por encima de la piedra o no.
Yo no elegí qué posición jugar. Fue el destino. El destino de los gorditos. Gordito, prieto y pequeño, más propicio que me aventaran un plátano que vestir la casaca de héroe deportivo.
La palomilla del barrio a regañadientes me hace jugador de la reserva del equipo. Como dueño del único balón decente del barrio, balón con los logos del mejor equipo que haya pisado cancha de fút, la poderosa máquina del Cruz Azul, regalo de mi abuela.
Me reservan a la banca. Eres nuestra reserva, nuestra arma secreta, en caso de que vayamos perdiendo. A los cinco años tienes la inocencia a flor de piel. Crees en lo que te dicen tus mayores como si fueran Dios. Feliz miro como los otros niños se divierten con mi pelota. Yo, alegre de ser la reserva, ni idea de cuál es mi función.
Hubiera envejecido en la banca a no ser por mamá Frankenstein que se asoma a ver a su criaturita. Al notarla, el berrido me surge espontáneo, mi santa madre corre angustiada a socorrer a su criaturita. Se planta a mitad de la cancha, interrumpiendo la final de finales, la copa del mundo mundial. Les quita el balón. No hay negociaciones, ni intervención de la FIFA. Pos juego o les quita mi balón. Sin pelota no hay partido. Ni campeón del mundo mundial.
El único puesto idóneo para mí, donde estorbaría lo menos posible, es la portería. A ver, tú, tilín, vete a parar entre las dos piedras y no dejes pasar el balón. Serás nuestro portero. Mis camaradas confían en sus líneas ofensivas y defensivas, seguros de que no van a permitir ningún disparo a nuestra portería.
Salí bañado en llanto al parar el balón con mis cachetes en vez de mis manos. Me retrataron según la jerga futbolera. Acabé en brazos de la Abuela. Sus abrazos curan cualquier mal del alma. O cachetes inflamados.
Mi vocación de portero es resultado de tres situaciones: por mi deplorable aspecto físico, nula condición atlética, chaparrón, zambo y gordito. Por el arduo entrenamiento como arquero, cortesía de mi madre. Me convertí en una leyenda bajo los arcos, en la araña negra mexicano, gracias al eficaz entrenamiento materno: me tiraba con cuanta cosa tiene a la mano, al colmarle el buche de piedritas, que sucedía muy a menudo.
Pese a mis zambas piernas, mi velocidad es impresionante. Me tira desde el clásico huarache chancla hasta con las macetas con todo y flores, y yo en la esquivadera, en el birle de los objetos y proyectiles, desarrollando una agilidad felina, unos reflejos bárbaros.
La tercera situación que influye en mi oficio de guardameta es la bendita aparición de Miguel Marín, el Supermán Marín, el gato Marín, el mejor portero del futbol mexicano, que defendía los colores del tricampeón Cruz Azul.
Es mi tío, presumía en el barrio. Es tradición familiar, todos los Marín nacemos porteros. Lo traemos en la sangre. Presumía orondo y orgulloso. El gato Marín, argentino, güero, alto, guapo, ojo de color; yo ojo oscuro, piel negro pinacate. Chaparrín y zambo. La genética es sorprendente.
Desde los cinco años soy portero. He jugado en varias ligas amateurs de futbol desde la niñez hasta los años mozos. Primero a mano limpia y a raspones en las rodillas. Ya sofisticado, usé guantes y rodilleras en equipo grande. Del barrio pasé al llano. A las canchas con pasto. A las ligas infantiles y juveniles.
Soy el portero de mi escuela primaria, Lorenzo Rojas. Ganamos el campeonato de la zona. Jugué en la Liga Obrero Estudiantil, en la de la Casa de la Juventud. En estadios al aire libre de pura tierra, en canchas que al llover se forman grandes lagunas en las porterías. Ahí aprendí a nadar y bucear.
Una vez me abrieron una cortada en un ojo de una patada. Otra, una herida en la rodilla que ameritó cinco puntadas. Yo orgulloso las presumía como héroe de guerra, mis heridas y cicatrices, por valor en el combate.
Jugábamos entre nopales y huizaches. Bajo tormentas del fin del mundo, ante volcanes erupcionando. Contra feroces y salvajes apaches. En colonias olvidadas A veces salíamos corriendo, huyendo para salvar nuestras vidas. Luchamos contra perros rabiosos y manadas de lobos hambrientos.
No todo mundo sabe perder. Jugué en el estadio del Cereso, ante la onceava de chicos malos, con un miedo atroz por los insultos del respetable. En secundaria jugué en la selección de la ETI donde el Toño Pesadas me retó a golpes a la salida, en el árbol del campo deportivo, frente a la secundaria, porque en una pica no puede meterme un gol por más que lo intentó. Y le paré el penalty decisivo. Obvio que siendo hombre de paz, no fui por juliancito Bravo.
Ya de veinte años me pagan una feria por debajo del agua para porterear. Yo me adelanté al broder Jorge Campos, decía ser delantero para jugar en el campo, no falta el envidioso que le chismea al entrenador: ese es portero Y me retachan a cubrir los tres postes. Nadie escapa a su destino.
En el Tecno, el güero Parra me invita a jugar en la selección guindi blanca, pero como portero suplente, detrás de la Gringa. Yo no acepté. Un sobrino del Superman Marín nunca será banca. Me fui a jugar futbol americano. Me garantizaron mi titularidad.
Jugué hasta los 33 años. Me retiré por una grave afección cahuamera. Se atravesaron una onceava de gordas Victoria. Sufrí la mayor goleada de mi vida. Por hombría y pundonor deportivo, casta de campeón, decido acabar con cuanta malvada cahuama se me atravesara. Es un trabajo sucio, pero alguien tiene que hacerlo. En esa misión llevo casi treinta años tratando de acabar con las malditas cahuamas.
Colgué los botines una tarde de lluvia en el estadio Maracaná, ante el llanto de cien mil aficionados que coreaban mi nombre. Mi legendario número 23 que porté por más de treinta años, es retirado de la Selección Mexicana.
Desde entonces vivo de las glorias pasadas. Conservo esa foto del periódico cuando volé como ave, libre y poderoso y paré el penalti que nos dio la fama y gloria a los 21 años, al ser los campeones del mundo. De mi mundo.
Ahora cercano a los sesenta, mi deporte favorito es el levantamiento de tarro. Salí muy bueno para ello. Eso sí. pura cerveza profesional. Cambié la Victoria del campo de futbol, por la cahuama Victoria. La Victoria tan nuestra, tan mía.
Y sí, sigo amando al Cruz Azul, con pena y todo. En honor de aquellos guerreros celestes que sí eran hombres. Y sí sabían ganar campeonatos: el gato Marín, Javier el Kalimán Guzmán, Alberto Quintano, Marco Antonio Ramírez, Javier Sánchez Galindo, Juan Manuel Alejandrez, Cesáreo Victorino, Fernando Bustos, Heladio Vera, Héctor Pulido, Octavio Muciño. Comandados por el Wero Cárdenas. Honor a quien honor merece. Azul hasta la muerte. Azul de corazón. Cómo no te voy a querer.
A manera de epílogo:
Sí, fueron 23 años, cinco meses y 23 días, de lágrimas y dolor. De tristeza y guardar el grito de campeones muy dentro del alma. Veintitrés años acumulados de flores muertas y tumbas abandonadas. Veintitrés años, cinco meses y 23 días, donde nunca te perdimos la fe. Ni este amor incondicional. Ni la esperanza.
Veintitrés años, cinco meses con el enorme corazón azul en todo el pecho. Somos azul, orgullosos y creemos en ti. Somos de un equipo, ganes o pierdas. Estamos y estaremos, contigo, azul, azul, azul.
Somos Cruz Azul hasta la muerte. Somos Cruz Azul en las buenas temporadas, en las malas temporadas, en las pésimas temporadas. Somos azul, desde el mítico gato Marín. Desde el tricampeonato de los setenta. Desde que escuché mi latir y el silbido de tu máquina. Vamos Azul.
Soportamos tristezas, humillaciones. Decepciones. Tormentas y naufragios, pero nunca renunciamos a ti. Nunca perdimos la fe en ti. Nunca nos avergonzamos de nuestra bandera y nuestros colores. Nuestra sangre es azul y nuestro corazón es tuyo, Máquina celeste.
Una y otra vez nos tumbaron. Una y otra vez nos levantamos. Una y otra vez perdimos en el último segundo. Salimos con lágrimas en los ojos, lágrimas azules. Salimos jurando volver la otra temporada, fueron casi veinticuatro años de caernos y levantarnos. Cada campeonato nuestra fe en ti, Cruz Azul, y hoy nos demuestras que teníamos razón. Hoy nos das lo que siempre esperábamos de ti, la gloria y la pasión. El campeonato y la inmortalidad. Como no te vamos a querer Cruz Azul. Azul de corazón.
Hoy somos campeones. Hoy callamos la injuria y la burla. Hoy levantamos la copa en nuestro estadio y con nuestra gente. Hoy olvidamos casi 24 años de sequía y devastación.
Hoy olvidamos esos años. Salimos a festejar. Salimos a ondear nuestros colores y gritarle al mundo, a gritarle al universo, somos los campeones del fút mexicano. Y podrán decir lo que quieran, pero hoy no, hoy nadie nos quita el orgullo azul. Hoy nadie nos baja de nuestro cielo azul.
Somos la máquina de hacer goles. Somos los cementeros. Somos el Cruz Azul. Y chingue a su madre el América.
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