
Cuento
Anonadado, en el túnel donde la marea se desbordaba, caminaba tranquilo, aguardaba un paso en falso, un paso al precipicio. Un paso a la locura. Ahí estaba, de la nada apareció.
Era fácil seguir remando por ese mar contenido entre paredes aburridas, con vidrio cristalino. Era fácil caer rendido ante el placer de las normas inducidas, aferrarse con ganas a esa balsa de sueños prefabricados y morales que endulzaban el paladar.
Ese paso, ese suicidio implicaba dejar de ser quién aparentemente era.
Todo lo indicaba...
La carta en el suelo, la negrura de las nubes. El árbol partido en dos, siendo uno; era otro. Eran dos, era uno mismo.
No dudé, mi corazón latió, por primera vez latió tan fuerte que la razón escuchó su aullido desesperado debido a tanta mentira cargada entre hombros, entre cejas, entre las patas.
Salté, como pude salté. Me aferré a ese vacío que me llamaba. Abrí los ojos, ahí estabas.
No había negrura en lo absoluto, ese cosmos cálido empapaba mi cuerpo, me abrazaba estando a pique, a punto de caer pensando en morir.
Sí, había muerto. De alguna manera morí.
Ahora que estoy vivo, veo colores nuevos, percibo olores que me erizan la piel, escucho canciones que me duermen entre azucenas, toco algunas flores que cuelgan de las nubes. Ahora te siento, ahora te veo. Penetras suave mi piel, mientras tanto, suspiro y me dejo acariciar por tus manos.
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