Aquel famoso Yoyo

…Por la esquina del viejo barrio lo vi pasar Con el tumbao que tienen los guapos al caminar Las manos siempre en los bolsillos de su gabán Pa' que no sepan en cuál de ellas lleva el puñal… Pedro Navajas, de Rubén Blades Bellido De Luna

Cultura 07 de febrero de 2023 Jesús Marín

yoyo web

Conocí al Yoyo cuando era el amo y señor de la privada Dolores del Río. El matón de matones. Un Don juan de sangre y corazón. Casanova y galán, rompecorazones de altos vuelos, en kilómetros a la redonda y colonias circunvecinas.

De felina figura, soberbia y musculosa. Un tipazo, ágil, esbelto, penetrantes ojos verdes, hipnóticos y embrujantes. Caminaba elegante, con ese señorío de los de sangre azul. Un patricio en toda la extensión de la palabra. Actitud de perdonavidas y sicaria mirada. Un espectáculo el vaivén de su tigresa musculatura, en cada paso sincronizado que daba, nomás arrancaba suspiros en las hembras del barrio. 

El Yoyo, todo un gran señor. Vivía a lujos de gran Duque, se levantaba ya tarde, o si el hambre lo atosigaba, exigente ordenaba ser atendido lo más rápido posible, reclamaba de inmediato se le sirviera su comida o nos ateníamos a las consecuencias. A su furia leonina la realeza es impaciente, no sabe de esperas.

El Pekas y la Chispa, vivían atemorizados por este tipo, como todos nosotros, una mezcla de respeto y cierto temor a sus zarpazos. Hagan de cuenta que el Yoyo era nuestro Pedro Navajas, con ese tumbao de los guapos al caminar, pero con más estilo y personalidad. Pasabas a su lado y te tiraba el zarpazo, nomás para hacerte saber quién mandaba aquí. Cabroncito, el fulano.

Al pobre Pekas lo azorillaba gacho. Lo guantoneaba por puro gusto. El Pekas hablaba pestes a espaldas del Yoyo, pero de frente al matón, se le doblaban las corvas. Su mujer, la Chispa, se burlaba del pobre Pekas. El Pekas, un alma de Dios, humilde y buen corazón, de esos con los que cahuameas en la banqueta y no hay bronca. Raza pues, de los chairos del barrio, pa’ que me entiendan.

Uf, el Yoyo, todo lo contrario, altivo, fino y snob, aristocrático hasta el horror, apenas nos miraba, y siempre por debajo del hombro. Te hacía caso cuando le daba su rechingada gana, que era nunca. Con eso de que su madre era descendiente de algún antepasado Siamés, se creía muy chingón. 

El Yoyo, a sus veinte años humanos, un año gatuno a lo sumo. Un felino espléndido, hermoso como pantera en su máximo poderío, más negro que blanco, manchado pues. Sus ojos hipnóticos, mágicos, mirada de antiguos sacerdotes egipcios y esotéricos que te hacían voltear a otro lado. No le sostenías la mirada, y él, sarcástico, sonreía. 

El Yoyo rara vez se dejaba acariciar, como todo gato que se respete, nosotros éramos sus humanos, sus sirvientes y esclavos, él, el Amo, nuestro patrón. El jefe de jefes. 

Hasta que llegó Ella, una hermosa y joven gata, en plenitud de sus buenos bigotes y curverías felinas, enloquecedoras. N’hombre, lo hizo pedazos. Hizo paté del Yoyo, le tumbó orgullos y pretensiones. Acabó con su fama y galanura. De sus aires de matón perdonavidas no quedó ni pizca.

Desde ese día, el Yoyo maullaba por los rincones, cantándole en lengua gatuna, poemas de amor a su bella gata. Se nos escapaba para verla, nomás abríamos la puerta y centella de gato, ni el polvo le veíamos. La susodicha vivía al lado. No lo sacábamos ni con amenazas. Menos suplicándole. El amor nos hace sordos. Nomás la urgencia de la tripa lo hacía volver con la cola entre las patas.

Regresaba, más por hambre que por otra razón. Luego luego, nos dimos cuenta que le rompieron el corazón, no se lo rompieron, se lo destrozaron. Se la pasaba dolorido y melancólico, en su caja, tiriciento y lánguido. Ya ni madreaba al Pekas.

Volvía con la cabeza gacha, suplicando el amor de su gatuna Julieta. N’hombre, el amor acabó con todo vestigio de aquel soberbio Yoyo, ni sombra de lo que fue. Venía aporreado y con rasguños, en la otrora hermosa cara de galán hollywoodense del Yoyo, revolcado y sin brillos. Del chulo castigador que era, no quedaron ni las cenizas.

Luego supimos que no era el único pretendiente, otros gatos del rumbo le disputaban los amores, se hacían los madrazos, en este caso, los gatazos. Pese a lo maldito y vocación de mafioso, a Yoyo no le iba tan bien, le partían su gatuna madre, regresaba muy jodido, revolcado, caminando lento, sin garbo, herido en el orgullo y alma. No, pos’ el amor duele.

Retornaba con harta hambre, se comía lo que le dábamos y a veces, las croquetas del Pekas y la Chispa, un viejo matrimonio de perritos frenchs. Se acurrucaba en una silla, en una de sus cajas, en la oscuridad para llorar y nadie lo viera, él y su mal de amores, él y su tristeza gatuna. Se tiraba a dormir todo el día. Agotado de melancolías y dolores, a recuperar energías y calenturas.

Ya en la tardecita, se le renovaba las querencias, se le alborotaban las hormonas y el amor resurgía, de nuevo a la batalla por su dama

El Yoyo, nuestro gato, paseaba por los pasillos de la casa, gimiendo sus penas, sus sangrados de decepciones, hablándonos, que si nosotros nunca nos habíamos enamorados, que lo comprendiéramos, pidiendo paro.

De aquel famoso Yoyo, ni recuerdos quedaron, ya ni el Pekas lo respetaba, no, está canijo si una hembra te da toloache, hasta el más bragado se arrodilla. Si no pregúntenle al Yoyo. Bueno, al pellejo de mínimo se convirtió. No, si las hembras son el diablo, y más cuando tienen siete vidas.

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