Mi corazón se aceleró, mi pecho se hinchó y mi boca prorrumpió con grande
eco en la sala:
-Mi México-.
Estaba representando a mi país.
En mi juventud viví en el extranjero por algunos lustros. Me solicitaban para
presentarme con el traje folklórico, que me hacía sentirme importante. Me
sentía orgullosa de haber crecido con tamales, tacos y enchiladas; de ser dueña
de envidiables playas; de esa fértil tierra húmeda, madre de intensos sabores y
colores; de esa índole ligera y palabra florida. Sus artesanías y arqueología eran mi tarjeta de presentación. Estuve al frente de importantes asociaciones
compatriotas; era invitada especial de grandes eventos donde encontraba
personajes de la cultura que ni en mi propio país habría logrado conocer.
Esa noche, esa noche 8 de marzo expuse mi ponencia que hablaba de las
altísimas cualidades humanas de una mujer de gran rango cultural en mi país,
reconocida internacionalmente, aquella de las dos Fridas, de la dualidad de la
mujer; la que da y la que recibe; el alma y el cuerpo; la sensibilidad y el temple; la que piensa y la que actúa; dicotomía femenil, complemento de la esperanza.
Y cuando llegó el turno de mencionar un rasgo de la política nacional, tomé
aire y continué…
-Por la primera vez en la historia se enfrentan dos rivales que se contienden el
máximo título de servidor del pueblo: la silla presidencial-.
Un suspenso flotaba entre la audiencia que escuchaba con interés mis palabras.
-Dos candidatas, mujeres-.
El público explotó en aplausos que no se detenían, hasta que intervine de nuevo.
-Si, señores, como México, no hay dos-.
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