La escuela al borde del fin del mundo

Crónica de la infancia escolar

Cultura 21 de mayo de 2024 JESÚS MARÍN

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Yo estudié en la Lorenzo rojas, la once. La escuela al borde del fin del mundo, Una enorme Acequía nos separaba del resto del mundo. Y un sólido puente de piedra, piedras rescatadas del diluvio, nos unía con el resto de la locura citadina, custodiado por dragones imaginarios. 

Mi Escuela era de puros niños. Escuincles latosos e insoportables como debe ser cualquier infante sano, antes de perderse en el infierno de crecer. De mujeres, solamente las maestras, algunas Àngels, otras hadas y otras verdaderas gárgolas.

Los lunes bien uniformaditos, planchados nosotros con todo y uniforme. suéter azul pantalón y camisa blanca. Y corbata azul. Con litros de limón endurecido en el cabello para endurecer el peinado a la Benito Juárez y que la raya permaneciera incólume.

Me aventé siete años en la Escuela Lorenzo. Reprobé el primero año  por ser zurdo y ser siniestro. Me amarraban la mano izquierda por mañoso decía mi maestra ogro, una mezcla de celadora nazi, Godzilla y ogro malvado, hasta que mi santa madre Atila, de dos sonoras y fulminantes cachetadas al mejor estilo de vecindad barriobajera le quitó esa mala costumbre de amarrarme la zurda a la espalda. A la par de dos de sus dientes frontales, Así chimuela la Ogro perdió ferocidad y a nadie asustaba.

Crecí en el barrio Guadalupe, entre Gómez y Gabino. Mi madre me llevaba a la escuela de la mano todos los días hasta la edad de los doce años. 

El último año, ya en sexto ,me dejaba a una cuadraante mi amenaza de dejar de respirar y soltarme cuanto berrinche conocía. Y siendo hijo único, creadme que era un experto.

Mi madre me educó como un tragón profesional. Nunca pasé hambre como ella cuando crecía en la vecindad de costa, y trabajaba apenas tuvo razón y pudo caminar. Nunca faltaron zapatos en mis pies de Frankenstein, no como ella que anduvo descalza hasta los seis años.

 Me abastecía de dos tortas de huevo con chorizo. Una cantimplora de plástico con agua de limón, para el recreo. Una naranja y suficientes veintes centavos para engolosinarme de chamoy y miguelitos, llenarme el hocico de chicles motitas y totitos, a veces con complicidad centavera de mi abuela natividad hasta un manicero me alcanzaba.

  A un lado, la acequia grande. Un puente para cruzar a la colonia Obrera. Una vez, yo y otro compañero, al salir de clases, nos fuimos a explorar. Creímos ser exploradores del ártico o aventureros del Julio Verne, quizá algunos piratas de los tigres de Malasia.

En la tarde, media hora después, al ver que no llegaba, el detector de mi sacro santa madre Atila me localizó y ahí frente a sapos y alimañas del agua pestilente de la acequia grande, mi madre exploró mis nalgas a chanclazo limpio y certero. Luego mi padre, en la única vez que no se sacó el cinto de oquis, con dos buenos fajillazos enderezo mi rumbo. Pregunten si lo volví hacer. 

En la esquina de Gómez y ayuntamiento, la miscelánea de Don Ramoncito, papelería y mercería. El milloncito. A veces estacionaba su carcachita. Una Ford de 1930. 

Ahí comprábamos miguelitos, chile en polvo picoso. Tamarindos y polvos ácidos, amarillos y verdes. Con una ranita dibujada en la bolsa, brinquitos creo se llamaban 

La siguiente parada, eras una tienda, a comprar pan de agua con un chile jalapeño y su juguito  para ir haciendo hambre. 

Me iba caminando solo hasta casa. De ayuntamiento a la de Guadalupe , por toda la de Gómez Palacio. Sorteando los barrios bravos de Costa y Bárcena, me cruza la calle para no pasar por el diabólico billar, nido de marihuanos y ladrones , según me asustaba mi madre. Y yo le creía que los marihuanos se comían a los niños.Y más a los gorditos y prietos como su servidor.

 

II

 

Estando yo en primero de primaria. Por segunda vez. Reprobé la primera porque me amarraron la zurda por mañoso. Y en venganza reprobé el año. Envidiaba yo a los de quinto y sexto. Grandes y libres.

En las juntas de maestros, mandaba dos o tres a cuidarnos. Y cuando llegaba el cinito a la escuela igual. Eran películas en blanco y negro. Cerraban un salón, tapiándolo con cartulinas negras. Te cobraban unos centavos o un peso. Tea visaban un día antes para pedírselos a los jefecitos. 

Una parte para la escuela y otra para los cineros. Yo ya estaba en sexto, cuando me mandan de cuidador. No recuerdo si la escuela era ya  mixta, o era un grupo invitado de niñas de otra escuela. Pero un grupo mixto para presenciar las hazañas de Gastón Santos montado en su caballote blanco, el werito chaparrín apenas si podía subirse a la montura. Era una película de balazos y vaqueros y ánimas en el pantano. Griterío cuando el muchacho Gastón, enanín, flaco y sin chiste, daba paliza a un montón de forajidos. Griterío más escandaloso cuando besa  a la muchacha, alzándose de  puntitas para alcanzarla, que ha salvado. 

Cómo podíamos los controlamos a esa recua de salvajes, de escuincles y escuinclas, que nomás por hacer relajo y escandalera, aullaban y pateaban las bancas.

Chicos y chicas de tercer año en frenético salvajismo. A mitad de la película salimos a tomar aire, los guardianes del orden. Un griterío ensordecedor: Santo Santo Santo... ¿Santo? Achis entramos intrigados. 

En medio de un círculo, una niña encima de otro niño metiéndole una paliza de guantadas, cachetadones guajoleteros y pellizcos, un niña pequeña y feroz, y la multitud de escuincles, niños y niñas, sin parar le gritaba Santo Santo… Apenas pudimos quitársela de encima entre tres de sexto. 

Prendimos las luces. Llegaron las Maestras. Se declaró vencedora en una sola caída a la niña, mezcla de Santo, tarzán y Kaliman todos en una sola inocente e indefensa y dulce nenita. 

Al interrogar al perdedor, entre lágrimas, confiesa que la tranquiza fue porque quiso darle un beso en la mejilla a la niña. Lo dicho, Santo no acepta besos.

Ese fue mi último año en la primaria Lorenzo Rojas, ante de saltar a la ETI# 1 pero esa es otra crónica…

 

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