Pequeña crónica del nacimiento del 17 y muerte del perro loco

Cultura30 de abril de 2024 JESÚS MARÍN

cronica web

Desde hoy, este triste lunes de abril, mes que acaban siempre por robarle a un tal Sabina, entre el boulevard melancolía y los 19 días con sus quinientas noches, a ese pirata loco, con pata de palo y parche en el ojo, mi nombre ya no será el del perro loco. 

Ahora llamadme, el perro tres dedos menos, o el tengo 17 o secamente en son de burla, el 17 uñas como 17 mil tiene la muerte. Como 17 cruces que brillan en la colina del adiós.

¿Quién se ha robado mis tres dedos? ¿Quién ha matado a este perro loco? Ya nadie aullará a esa luna escondida entre tus senos, hermosa flaka tan mía, a tus años mocedades. Como hoy a tus casi cuatro décadas. Te amo, aún sin tres dedos menos.

De los cinco dedos de mi pie izquierdo, el más risueño, era el gordo de la pandilla. Ahora tres se han ido a danzarle a la nostalgia. Tres se han hundido en un largo y sentido toque de trompeta.

Quedaron los otros dos niños, los más pequeños, acurrucados y tristes. Ya nada hacen en la soledad del pie, sin árboles ni risas. Ya son dos faros ciegos y sin mar, en el mar de orfandad de mi pie izquierdo.

Una voraz y centella gusana infección, me los corrompió; llagados del corazón del tártaro, sin bendita sea la virgen de los gitanos. Ni oraciones a ese Dios del Calvario.

Hoy, a las cinco de la mañana, en la capilla de urgencias del enorme santuario 450, del alucinante manicomio de cemento y blancuras, un moreno samurái del bisturí, embutido de vestiduras guindas, me rebanó, de certeros navajazos, dos de mis pequeños e indefensos difuntos dedos.

Escuché el crujir de sus huesos. El llanto de sus carnes. 58 años fueron carne de mis pasos balbucientes, de mi crecimiento incierto. Y de mi gallarda cabalgata adolescente.

Y ahí quedaron, mutilados en carnes, huesos y sangre, de mi legendaria izquierda. Esa única, comparable con la de un tal Maradona.

Con su pequeña katana desamparó a mi izquierda, a mi familia de cinco bastardos, que patearon miles de pelotas y corrían libres por las arenas de mi niñez.

Mi otra familia les rezó en silencio desde la orilla extrema. Silencio de diestros. De los cinco zurdos que sembraron de caminos y veredas, ya nada más me quedan dos. Mancos de tristezas. Tullido de vidas.

Mis angustiados dedos amputados y emputados, mancharon la arena con su agónica despedida a sus siniestros hermanos. Y sin dar vuelta al ruedo y sin toque de arrastre lento, en una larga y negra procesión. Fiesta de amarga sangre y anestesia, de bodas de sangre y lúgubre sonar de campanas,  sucumbieron con honor. Ni un grito uñeril.

Ni una petición de clemencias. Ni indulto ni perdón. Ni iglesia ni sacerdotes. 

Eran cinco muchachos que alegres cada mañana, manchaban de pasos los caminos. Cinco desde infancia en el vientre. Quedaron sepultos en el olvido de un féretro amarillo, cuyo epitafio decía: material biológico contaminado. Exactamente contaminado como su otrora orgulloso dueño. Conminado de desesperanza y hastío.

A las 6 a.m. de esa mañanita de cuchillas y llantos de pus, de las lápidas grises de las despedidas.

El crimen estaba consumado. Mis dedos consumidos y decapitados. Mientras sus hermanos diestros arrojaban rosas decapitadas, a modo del último tango. Y miraban al sol hundirse.

En el miedo de la incertidumbre, con dos dedos menos. Y siete huérfanos en mis paseíllos. Caídos en nombre de la perra diabetes, maldita veleidosa perra, reseca hambre de crucifixión.

De tullido pasé a bastón permanente. A este fantasma, cojo, sin parche en el ojo. Ya ciego de correrías. Ruindad de viento sin torbellino.

Dios me ama, hermanos todos, Aleluya. Imagínate si me odiara. Guardemos un minuto, no, mejor tres minutos de silencio, por tres de mis hijos, carne de mis carnes, huesos de mi esqueleto. Y olé, que el negro luto se lleva en el sudario del silencio...

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