La sangre derramada

Crónica de la nostalgia y la tullidez

Cultura09 de abril de 2024 JESÚS MARÍN

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Ya no hay palabras en este nuestro mundo que se desploma. Se han terminado las frases que nos sostenían. Se han ido los años dorados, las mujeres que nos amaron y que amaste. Queda la tullidez y el desamparo.

Quedan las ruinas de la nostalgia de lo que fue. De lo que fuimos. Y el dolor de lo que ya no será. Queda dormir eternamente y soñar con no despertar. Refugiarse entre los vestigios de lo que un día fuiste. Del recuerdo de esa flaquita que amaste y hoy necesitas más que nunca.

Nostalgia de lo que ya no eres. Sentarse al sol cada mañana para esa primera caricia. Tener cinco años y bailar descalzo bajo la lluvia. Sentir las amorosas manos de tu madre frotándote de vick vaporub el pecho para que no te resfriaras por haberte mojado, pero bien que ella salió contigo a mojarse mientras chapoteaban en los charcos y padre reía ante la inocencia de su mujer y el candor de su hijo. 

Madre siempre fue tu cómplice en tus sueños y travesuras, recuerdas cómo salía a defenderte de la chiquillada del barrio que no quería dejarte jugar futbol con ellos, por ser pequeño, gordo y patizambo, así terminaste de portero por los oficios de tu madre.

O que se aventaba en las piñatas para rescatarte los dulces que ávido y con los ojos llorosos comías a puños, mientras te escondías en su tibio regazo. Cuando ella casi muere por darte a luz en una cesárea cruel y despiadada que le impidió volver a tener hijos y que casi muere desangrada por lo extraño de su sangre, la misma sangre que te marca.

Esa misma mujer que de niña creció en una vecindad, sin juguetes, en una infancia que nunca tuvo, trabajar, apenas aprendió a caminar.

Esa mujer que amó a sus pinacates, a su esposo y a su hijo, la que en una apuesta con una cabaretera, le quitó a su amante, un tal Jesús Marín Montenegro, con el cual se casó toda la vida y ahora toda la muerte.

Esa mujer, tu madre, que no hay día en que no la extrañas, en que al llegar a casa quisieras verla en la cocina, riñéndote, pero feliz de verte, calentándote la comida que le dejaste al mediodía por tener los asuntos más importantes del mundo.

Tarde comprendiste que el amor de mamá es el asunto más importante del mundo. Y que ahora darías cualquier cosa por sentarte en la mesa con tus padres a compartir ese arroz y esas albóndigas milagrosas.

No hay milagro más grande en el mundo que el amor de tus padres. Madre que desde donde está te sigue mandando sus oraciones y te bendice cada noche.

Cómo olvidar esos domingos, en que tempranito te deslizabas a la cama de tu viejo, para leer juntos, más bien que él te leyera la sección de monitos y buscaran a cuál matiné irías esa mañana.

Recuerdas como desde la cocina te llegaba el olor de huevo con chorizo, de frijoles refritos, con lo que madre rellenaba las dos teleras que te ibas a devorar en la oscuridad del cine de tu niñez, mientras asombrado mirabas al mundo inventarse frente a tu inocencia de niño.

Queda abuela en las nostalgias, la duende abuela, la niña abuela, de tez morena, crecida en los campos de Tepehuanes, esa que tenía un agujerito en la frente, porque cuando ella estaba en primaria, una niña mala se lo hizo con la punta de un lápiz.

La abuelita Nati, inocencia de mujer nunca he vuelto a encontrar en la vida; ella que vino desde la Sierra a buscarse un futuro, a dejar su espalda y sus años mozos, en barrer los inmensos patios, los añosos salones, hasta dejar la sangre como intendente en la escuela Guadalupe Victoria.

Abuela Nati, madre de mi madre Cristina y de mi tío Saúl, hijos de un abuelo/retrato llamado Armando González Matuk, artesano en el mercado Gómez Palacio.

Abuela Natividad Silva que vino desde su tierra a los 17 años para no irse nunca, y que te contaba de esos campos plagados de flores, de enormes mariposas y de frutas tan grandes como la luna; de esas enormes bolas de fuego que por las noches saltaban de cerro en cerro, diciéndote que eran brujas que salían por las noches a buscar su alma.

Esa buena señora que te preparaba los mejores frijoles con manteca del mundo y los rociaba con chile de árbol y los comías con tortillas tostadas en el fogón que crujían entre tus pequeños dientecillos de infancia.

Queda esa vez que en la escuela, en tu primer día, te amarraron la mano izquierda porque era cosa de maña escribir con la zurda. Y así te tuvieron casi un año hasta que tu santa madre se enteró y fue a desgreñar a la maestra por meterse con su pollito.

Queda tu primer fallido beso a la prima gorda que nunca falta en la familia, por alguna razón que desconozco, todas las primas gordas de la familia son fuente del primer beso.

Y no recuerdo si fue beso o una transfusión de saliva. Tres días te duró la saliva de tu prima en la cara.

El día cuando murió tu abuela y supiste que la vida era triste, que la gente que amas nunca se va.

A aquella chica, de Tijuana, llamada Rita, de piernas tan largas como el tiempo que se robó tu virginidad a los quince años, apenas soltaste una gota de sangre y un grito de azoro. Ese penalty que paraste en la final de la secundaria que te hizo héroe por un día. Y pasaste tu prepa metido en una biblioteca, donde el señor de los libros era tu mejor amigo.

Ahí escribiste tu primera carta de amor que vendiste por veinte pesos, en una antigua máquina de escribir Olivetti. Y esa noche, en que traicionaste a Lídice Montserrat, tu amada pianista, la que hace veintidós años llevas tatuada en tu pecho.

Tus fantasmas que te pueblan y te moran. La pecosa Anna que no le tenía miedo a nada pero se quebró por descubrir que no era lo que ella creía ser.

Tu amada Flaka que con un beso la entregaste a sus verdugos. A María de la Luz que hacías llorar con el veneno de tus palabras. 

Y finalmente con la que has pagado tus culpas, las reales y las inventadas. La del mero Sinaloa que, sin disparar cuerno de chiva, te ha puesto de rodillas. La que una semana de emborracharte de Chavela Vargas y cahuamas Victoria, tatuaste su rostro en hombro derecho, escribiendo esas palabras de Laura te amo, como si fuera necesario ponerlas por escrito. Tu hermosa muchacha ahora de casi treinta años.

Uno puede huir toda la vida, pero tarde que temprano, la nostalgia te alcanza y te jode limpiamente. Un minuto de silencio por los caídos en el recuerdo. Y salud por los que faltan.

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