
Cuento corto
Tenía tiempo sin verla. Se encontraba en su cama, sentada. Con sus manos usaba una aguja para remendar un viejo calcetín roto. Si… Era esa prenda. La que le obligaba a recordar un solo instante. Mismo que yo veía a través del espejo colgado frente a ella.
- ¡Alonso! ¿Qué estás haciendo? ¡Tus cejas!
- En la escuela me han dicho que tengo una oruga encima de los ojos.
¡No la quiero! Mamá ¡No la quiero!
Mi interior se revolvía angustiado. La remembranza dolía. En esos días, curaba mi ansiedad. Secaba mis lagrimas detrás de una puerta;
suspirando hondo. Esperando el día en que la pequeña oruga renunciara a mi frente.
Mi madre ¡Mi adorada madre! Sus ojeras eternas reflejan el arduo trabajo que le costó llegar hasta aquí. Desplantes, regaños, tiempo invertido en sí. Las grietas de elefante recorrían sus manos y su rostro. Eran un estandarte de lucha; no obstante; su belleza sigue ensombreciendo al descuido y su mirar es tan radiante, como la supernova que brilla perdida en los confines del universo…
Hacía más de una década que comenzó a obsesionarse. Con pequeños montículos que sobresalían en sus pómulos. Todas las noches lloraba. ¿A
caso dolían? Puedo recordar que también ese día, por la mañana, le avisé de mi partida.
Ahora vuelvo más hombre. Mi madre, mi creadora. Reducida. ¿Le siguen doliendo? ¿Qué te hizo tanto daño?
Tenía tiempo sin verle y ahora sigue llorando. Apretando el calcetín. Mirándome por el espejo. Sigue sonriendo. A pesar de todo. Nos seguimos amando.
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