Ser wero color de llanta en un país racista

Cultura20 de febrero de 2024 JESÚS MARÍN

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México, pese a ser un país mestizo, con presencia indígena, de más de diez millones de pueblos originales, con gente weros o blanquitos y nosotros los morenos, prietitos, somos una nación racista y clasista, nuestro desprecio hacia una clase que suponemos “interior” por su color de piel, nivel económico, tu vestimenta o tu forma de hablar, es evidente. 

En el mejor de los casos somos condescendientes, el mejor ejemplo es la forma en que tratamos a nuestros indígenas, condenados a la marginalidad y pobreza.

Hacernos de la vista gorda, al  toparlos en una esquina vendiendo sus artesanías, dulces y lo que pueden. Lo que no nos afecta no nos interesa. Si naces prietito y gordito, te chulean, pero siempre con el pero, que bonito niño, pero está muy prieto, mira parece pinacatito, está curiosito el nene. En la escuela, es aquel gordito, el moreno. El wero color de llanta. Tu entorno familiar y amigos, te dicen el negro. Con el tiempo se te resbalaban y lo tomas con sentido del humor, cierta tolerancia y resignación. A mi madre, a mi papá y a mí, nos llamaba sus pinacatitos.

El racismo sí duele y asusta, afecta tus derechos humanos e integridad. Una amiga psicóloga que trabajó en la tienda de Sears, en entrevistas de trabajo tenía la orden de no contratar gente morena, gorda y fea.

En mi caso, he sufrido tres casos de racismo. El primero por el 2006, yendo en bicicleta por la calle Arista, vestido cholamente, camiseta larga de fút gabacho y bermudas anchas, tenis negros Converse.

Dos policletos, igual de prietos changoriles como yo, pero estos en uniforme, me siguen, se emparejan a la bici y me cierran el paso con sus vehículos, hasta arrecholarme: “cabrón, no eres de estos barrios, eres de la Zapata, qué vienes hacer por acá, ¿a robar pendejo, ¿verdad?, tienes toda la pinta”.

Uno pregunta, el otro cuico esculca mi mochila y cangurera, saca mi credencial de prensa, se ríe, “¿a poco eres periodista?”.

Checan por radio mi nombre. Y oh sorpresa, se los confirman. Inmediatamente cambian de gruñido, usted disculpe señor, solo hacemos nuestro trabajo, bla, bla. Me dejan ir con mi dignidad humillada. Bien encabronado. 

La segunda en el 2008, en un encuentro de escritores de Durango, venía yo platicando con la mujer de un poeta, mujer blanca, muy hermosa, maestra de ballet y danza, bajamos por la calle de Analco, la que da a la iglesia. 

Nosotros en la charla amena, aparece una patrulla a velocidad lenta y por medio de su megáfono, le pregunta si todo está bien señorita, ¿el sujeto (o sea yo) la  está molestando?, ¿faltándole al respeto? 

Yo traté de explicarles. Ni madres, me ignoraron, como si fuera invisible. Mi amiga se acerca a la patrulla y sí, ella es escuchada y atendida. Nos fuimos, ya imaginaran que a las madres de esos polis les retumbaron los oídos.

La tercera, en 2010, en el aeropuerto internacional de la ciudad de México. Veníamos un grupo de escritores de un congreso de salas de lectura de cuatro días, en San Cristóbal de las Casas.

Everardo Ramírez, blanco tostado, Manuel Salas, wero de rancho, el Guarus, moreno claro y Rolando Muñoz, coordinador de ICED, y yo prieto oscuro.

Yo vestía en shorts de mezclilla, botas de sardo, tipo subcomandante Marcos, compradas en su tienda de suvenires. Una sudadera con chaqueta, tejida a mano por los indígenas de Chiapas, que costó creo cien varos, barba de varios días. Mi cámara profesional, credenciales y gafete de periodista.

Mis amigos pasaron la garita de seguridad sin contratiempos. A mí, el guardia, un tipo prieto y simiesco, como yo, me detiene: ¿a dónde vas, de dónde vienes, traes pasaporte, de qué parte de Centroamérica eres, estás ilegal? ¿Por qué estas tan feo y prieto? ¿Quieres un plátano? ¿Quién te dejó abierta la jaula? 

Mis amigos cagados de la risa y burlas. Sí, oficial es negro y contrabandista. Huela el tufo a africano que se carga.

En mi mochila traía dos kilos de café chiapaneco, oloroso y retesabroso. Soy de Durango, en mi mejor acento norteño. Ya mis camaradas: sí es de Durango, viene con nosotros. 

De nada valió la tardía defensa. El gorila, guardia de seguridad del aeropuerto, me ordena ponerme de espaldas. Manos sobre la mesa, abre las piernas. Muévete. Y me mete la agasajada de mi vida. No quedó parte de mi otrora virginal cuerpecito sin revisar ni acariciar. Y así en seco, sin invitarme un jaibol ni preguntarme mi nombre. El muy canijo ni su número de celular me da.

Salimos del aeropuerto. Del puro coraje, me invitaron las cheves y la comida. A veces despierto a las tres de la mañana. Y extrañó a mi policía gorilón. Mi corazón se quedó en el Aeropuerto. Dará risa, pero es una chinga nacer prieto, negro, mestizo e indígena en un país como el nuestro.

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