Dime que películas te gustaban y te diré de que cine eras

Cultura 04 de diciembre de 2023 JESÚS MARÍN

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Hubo una época en esta ciudad, en estas calles de Duranghetto, en que no existían antenas parabólicas ni la televisión por cable. Algunos teníamos una enorme y pesada caja, repleta de bulbos y cableríos, que desembocaban en un cinescopio de pantalla verde olivo, cuyas imágenes eran en blanco y negro, con botones manuales al frente.

Épocas terribles para los niños que ni idea teníamos de lo que era una simple calculadora, que nos parecía lo más avanzado en tecnología, pantallita rectangular de números verdes fosforescente con operaciones aritméticas básicas y raíz cuadrada, funcionaban a base de pila. Las solares estaban a años luz.

Ninguno con la imaginación Verniana de predecir esa amarilla y mágica caja llamada computadora. Sí, fuimos pobres niños, indefensos niños, que nos conformábamos con salir por las tardes a jugar a lo que se nos ocurriera, con la palomilla del barrio, con los compas, despuesito de comer y hacer la tarea. Utilizando la imaginación como entretenimiento.

Jugar en las calles a las picas de fútbol, jugar a los encantados y a las cebollitas calientes. Contarnos historias de ánimas y aparecidos, transmitidas a nuestra imaginación por los abuelos. Y ya entrada la noche, desaparecer de la faz del barrio, a pegar oreja al enorme radio de transistores para escuchar la voz de Kalimaaaaaaaaan, el hombre increíble.

Suena espantoso para los escuincles de hoy que con apretar un simple botón tienen a disposición mínimo seis o más canales de tele abierta. Aun así, era posible soñar. Y el lugar idóneo para soñar con los ojos abiertos en Durango se llamaba: cine.

Hubo una época en la cual la gente acudía a divertirse y a soñar otras vidas, otros mundos, acudía religiosamente a los cines. Íbamos en tribus familiares, en bola del barrio.

Durango llegó a contar con una friolera de dieciséis salas dónde exhibir material para los sueños. Tres películas en una tanda y con permanencia voluntaria para quedarse a la segunda tanda, ya con dos películas.

Durango llegó a ser llamada, “la tierra del cine”. Se llegaron a filmar más de cinco películas por año en el límpido cielo azul de estas tierras. En los increíbles paisajes de la sierra, en sus zonas desérticas, en su arquitectura colonial. Éramos el otro western americano, gringo.

El chiste local era que nos llamábamos “la tierra del cine” porque el único lugar a donde ir para divertirse en una ciudad monótona, casi muerta, eran precisamente los cines.

No era raro toparse a grandes actores cinematográficos del Hollywood caminando tranquilamente por las calles de esta ciudad o verlos en la plaza de Armas, boleándose sus zapatos. Desde el emblemático y rígido cowboy norteamericano, John Wayne, cuya cara de palo era toda su gracia, hasta el ya desaparecido y ahora legendario, el llamado hombre violento, el “Emilio Varela” por excelencia, Valentín Trujillo.

¿A dónde se fueron esos dieciséis cines?, que enseñorearon por décadas la vida familiar de la población duranguense.

Los hoy casi sesentones recordamos con nostalgia aquellos tiempos. Aquellos días de cine de tres películas por un solo boleto, con permanencia voluntaria, es decir si querías quedarte a la función nocturna, a la repetición de las dos primeras películas. Las funciones comenzaban a las cuatro de la tarde para terminar allá por la media noche, hora ideal para irse al menudo del Mercadito o allá por los ferrocarriles. O las desmañadas de los domingos para irse a la matiné desde las nueve de la mañana hasta la una de la tarde, saliendo deslumbrados por el sol, directos a la misa de dos de la tarde, también la matiné con tres películas, más aptas para la chiquillada.

En cada ida al cine, podías llevarte al hombro una mochila repleta de víveres para disfrutar tragando y mirando, palomitas caseras, semillas compradas afuera, chocolates maniceros, chicles Totito o Motita, pulpas de tamarindo y polvo picoso Miguelito; tortas de huevo con chorizo, refrescos titán o barrilitos, frutas de temporada. Y ya dentro del cine en los intermedios atracar a la dulcería por malvaviscos, helados de la Holandesa, sándwiches partidos a la mitad, con un pedazo de jamón, untados de mayonesa y chiles serranos en trocitos, sin falta dos o tres duras zanahorias, pastillas salvavidas de colores de carmelo quebramuelas y confites de redondos colores con corazón de chocolate.

Ahora ir al cine es un acto solitario. Es un acto casi carcelario. De campo de concentración. Un cine para gente de dinero y sin ganas de pensar. Van por la publicidad que antecede al estreno, por recomendación en las redes.

Son películas para explotar la aburrición de la gente moderna y cuarentona, veinteañeros que no soportan una buena película con argumento y contenido. Prefieren no pensar. Se van por los efectos especiales, la fotografía, el glamour o moda de ciertos directores. Es cine de consumo, no de autor ni de actores. Prefieren ver cintas de acción, zagas insípidas de carros furiosos y rápidos, balazos por doquier, caras bonitas y cuerpos atléticos. Todo es tan frío, tan mecánico, tan globalizadoramente anónimo.

Las salas de cines actuales, pequeñas ratoneras, cuyo boleto es carísimo, te permiten ver una sola película y sin permanencia voluntaria. Te corren inmediatamente, apenas acaban los créditos, llega la guardia pretoriana del cinema con escoba en mano, a pedirte que abandones la sala, porque hay que barrer tus corrucos y chinches.

Te prohíben, so pena de muerte o mínimo fusilamiento, introducir cualquier clase alimento, vivo o muerto, ni un méndigo chiclito. Te esculcan como si fueras talibán en un aeropuerto gringo. Toda la pastura la consumirás de sus dulcerías, a precios de asalto y usura. Comida chatarra para morirte de diabetes o de alto colesterol.

Eso sí, con un sonido de poca madre e imágenes de super nitidez, lo máximo en tecnología visual, en pantallas gigantescas, pero han perdido la magia y el encanto, han perdido esa capacidad de hacernos soñar. Y sobre todo, han perdido ese calor familiar y popular, de pertenencia.

Apenas el sueño termina, se prenden las luces y la pantalla se apaga, somos abruptamente despertados, la permanencia no voluntaria no existe. Si quieres repetir la experiencia debes volver a pagar tu boleto. No hay tandas de tres películas por un boleto. Hoy, es una única y solitaria película. 

Los cines también marcaban la clase de gente que acudía a ellos. Cines para el populacho y para las familias de buen nombre. Cada uno buscaba cierto tipo de películas, sin decirlo ni proponérselo. Cines para todo tipo de gustos. Para el que gustaba del cine clásico, del cine gringo, del cine mexicano o las películas del Santo y del Gastón Santos.

Los domingos eran una fiesta, una verdadera fiesta de los niños. Los cines abarrotados por la escuinclada, pertrechados con lonche en mano, barrilitos de sabores o un refrescante Titán, esperábamos en largas filas, acompañados de la tía quedada, la hermana mayor, sobornada para cuidar a su hermanito, el insoportable. Ver tres películas en la mañana dominguera de la matiné. 

De las nueve hasta la una de la tarde, la ciudad recuperaba su fama de callada y tranquila. Desaparecían los niños, metidos en el cine, con el corazón en la mano, si Tarzán en peligro o con el terror, si el hombre lobo aullaba a la media noche.

Los cines formaban parte de la cultura y la educación de esta ciudad. El cinema Durango, último sobreviviente de aquella dinastía de cines, anunciado en su inauguración con sonido estereofónico, fue destruido para dar lugar a la horrorosa modernidad. Una central de teléfonos ocupa lo que fue el cine Durango.

La forma tradicional de ver cine en Durango, en una pantalla, en la oscuridad iluminada, murió. Sobrevivieron un tiempito el cine Dorado 70, ya convertido en almacén de fayuca china, el cine Insurgentes, convertido en templo cristiano. Estos dos últimos baluartes, sobrevivieron con programación de cine para adultos, cine porno, refugio de solitarios amantes del placer manual.

El cine Durango, el Principal, hoy teatro Ricardo Castro, el Alameda o alambrón, el Imperio, cine Victoria o Vitokes,  hoy teatro Victoria, el Olímpico, Insurgentes, Buñuel, Dorado70, Sala 2001, Cine 2000, Silvestre Revueltas, Dolores del Río, los cines gemelos Gigante, Cine Guadiana, Cine Nueva Vizcaya. 

 

Cine Principal

 

El cine Principal, teatro de la ciudad desde 1929, que luego se adaptó como cine, fue durante muchos años, uno de los cines a donde la gente de clase media acudía ver sus películas de estreno, cine europeo y americano en su mayoría. Películas de las figuras de entonces, como Gregory Peck, Sofía Loren, Richard Burton, por nombrar algunos. Ahí se exhibió por vez primera el estreno mundial del Exorcista, -en Durango cualquier estreno es mundial por ser el centro del universo- película que en su tiempo causó furor, desmayos y ataques de histeria provocados por el miedo y Durango no fue la excepción. Cine con dos pisos y laberínticos pasajes y escaleras que alentaban nuestra imaginación, presenciar a Drácula con el inolvidable Bela Lugosi o el Frankenstein de Boris Karloff, hacía que se nos enchilaba la piel, pues uno pensaba que en el alguna parte del cine Principal estarían ellos esperándonos.

Durante años fue el cine favorito, compitiendo ferozmente con el cine Imperio. Actualmente el cine ha recuperado su vocación teatral y es uno de los tesoros arquitectónicos y culturales de la ciudad. Ya no se mira al gordo vendedor de tortas ahogadas en salsa roja, ni al pinocho vendiendo sus cucuruchos de semillas, con el consabido pilón.

Y las largas filas de niños, esperando por su boleto, tempranito por los domingos nunca han de volver. Ubicado en la esquina de Bruno Martínez y Veinte de Noviembre. 

En el cine Principal fue donde vi las primeras películas de corte erótico, cine picaresco mexicano e italiano, causando conmoción y escándalo en algunos sectores. Edwdig Fenech, diosa del erotismo italiano, poseedora de unas glándulas mamarias excepcionales, se convirtió en fantasía de pubertos y sueños húmedos de mayores, al igual, que un poco después lo haría Sasha Montenegro.

 

Cine Imperio

 

El cine Imperio, su nombre lo dice todo, imperio, lugar preferido por la gente bonita de Durango, por las familias pudientes y de sangre azul, que evitaban, eso sí, con un delicioso tufo de snobismo, mezclarse con el pueblo. Se caracterizaba al exhibir películas de estreno.

Era un cine oscuro y frío, permitía disfrutar cómodamente y en la tranquilidad, un cine para cinéfilos de hueso colorado que realmente disfrutaban del espectáculo de la pantalla.

No se daban actos de escándalo y gritería, de gritos como mi cácaro deja la dulcera, muy usuales en el cine Victoria.

Hoy solamente se conserva su fachada, por la calle Constitución, entre Gabino Barreda y Coronado. El tiempo y el olvido lo destruyeron. Memorables para muchos fueron las tardes que se disfrutaron ahí.

La película de estreno que más me asustó y lo sigue siendo, no fue la Exorcista, que vi en estreno, a los trece años en el Principal, pese a mi corta edad. Fue una película mexicana, protagonizada por Marga López y Maricruz Oliver: Hasta el viento tiene miedo. El grito de Claudia en plena tormenta y a la medianoche, sigue poblando mis pesadillas de vez en cuando. Y la vi, a pantalla grande, con mi abuela, en el cine Imperio.

 

Cine Durango

 

El cine Durango surgió como un contrapeso entre el Principal y el Imperio, digamos un lugar neutral, vaya democrático, donde la clase aristocrática y la clase media, asistían sin menoscabarse sus linajes. En su tiempo fue publicitado como el más moderno, con sonido cuadrafónico, constaba de dos secciones, la parte de abajo, convertida hoy en estacionamiento, y la superior, que  en sus últimos años esta fue vetada, ante la poca asistencia en sus últimas estertóreas funciones.

El cine Durango, con cortinas de acero en su acceso, que uno esperaba que se levantaran, dando la impresión de ser las de un puente levadizo de un castillo medieval donde Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, podía emerger.

Había una especie de mamparas donde tras sus cristales se observaban las películas en cartelera  y los próximos estrenos. El cine de moda por un tiempo fue el cine Durango. Con un amplio recibidor, donde lo primero que percibía al entrar era la dulcería y por sus paredes, en lo alto y a sus cotados una galería de retratos de figuras del cine mexicano: Pedrito Infante, Silvia Pinal, Pedro Armendáriz. A los costados de la dulcería en el fondo, derecha, el baño para damas y el de caballeros, a la izquierda.  Para entrar a la sala, dos rampas, ligeramente inclinadas, confortablemente alfombradas.

Ahí se exhibió el estreno mundial del Planeta de los Simios, el regreso al Planeta de los Simios y la Guerra del Planeta de los Simios con Charlton Heston. En la matiné pasaban películas de vaqueros, de pistoleros rapidísimos, que arrepentidos dejan el revólver y se vuelven buenos por causa de una bella y virginal muchacha. De argonautas perdidos en su viaje de regreso a Itaca. Del monstruo Godzilla contra King Kong. 

En el cine Durango presencié la ahora mítica y sagrada película The Wall, una tarde donde la mayoría éramos estudiantes que nos echamos la pinta de la secu, y entramos más que por echar relajo que por otra cosa. Quedamos impresionados, subyugados con la música y escenas de film, protagonizado por el grupo Pink Floyd. Esta película, a muchos de nosotros nos cambió la vida.

La película era la segunda en turno, fue una apoteosis, en la escena donde los estudiantes, todos de caras iguales, van marchando en fila  para caer a un molino de carne y se escucha el himno de “No necesitamos "la no educación", No necesitamos "la falta de control mental". No al sarcasmo oscuro en la clase, profesores dejad a los niños en paz… ¡Hey! ¡Profesores! ¡Dejad a los niños en paz! A fin de cuentas, es sólo otro ladrillo en la pared.”

El cine, con esa canción, se convirtió en un manicomio, la gritería se hizo incontenible y cuando en la pantalla los estudiantes quemaban mesabancos y rompían cristales, nosotros, los enloquecidos preadolescentes en su mayoría, golpeábamos con los pies el respaldo del de adelante, hasta que el administrador llamó a la fuerza pública y las luces se prendieron y algunos escapamos por las puertas ante de que se restableciera el orden.

 

El cine Victoria

 

El llamado cine de las multitudes, de las barriadas, vaya de la gente común y sencilla, sin pretensiones rancias de linajes y de clases. Cine que exhibía toda clase de películas, pero a precios inferiores que los del Durango, Imperio y Principal. Acudía la palomilla en tropel y las familias numerosas. Conocido entre la raza, como el Vitokes, conservaba la distribución interior clásica de un teatro europeo, de hoy en día, que lo ha convertido en uno de los teatros más hermosos del norte del país, pero que en aquel entonces las butacas eran de madera apolillada, pintadas de azul tristón.

Una aventura acudir al cine Vitokes, no había necesidad de que en la entrada hubiera un letrero: entre bajo su propio riesgo”, uno ya sabía a lo que se arriesgaba al ir, pero aun así, el cine registraba llenos cada tarde.

El Victoria fue uno de los últimos cines en retirar la promoción de tres películas por un boleto. La tanda que más duró en cartelera, fueron la serie de Nosotros los pobres, ustedes los ricos y Pepe el Toro, con el ídolo de México, del ayer y del hoy, Pedrito Infante.

Aparte del espectáculo cinematográfico, había una emoción extra: al apagar las luces, la guerra desatada, de los de que ocupaban las gradas, esto es los segundos pisos, terceros y cuartos, contra los de abajo, los de las lunetas. Guerra inmisericorde con cuanto objeto pudiera servir de proyectil, volaban pedazos de cáscaras de naranja, bolsas de palomitas, cacahuates, envolturas de dulces, en una gritería ensordecedora y una algarabía sin ton ni son y a veces, eso sí, tenían la decencia de gritar: aguas con el agua, el corredero de gente hacia las lunetas que tenían el techo como protección, el agua, era agua de riñón.

En ningún cine de Durango, nunca una madre fue tan recordada, como la santa madre del Cácaro. Chiflidos y tiernos recordatorios sobre su progenitora. Las luces se prendían, entraban los acomodadores y el silencio total. Nadie hizo nada, las caritas de angelitos al por mayor. Al apagarse las luces, de nuevo el griterío, doble diversión: en la pantalla y fuera de ella. Los ánimos se exaltaban cuando el muchacho de la película agarraba a golpes a los malosos, y dulces en mano, semilla tras semilla, la emoción y la angustia nos consumía.

El cine Victoria fue destinado a convertirse en un gran teatro, centro cultural de la ciudad, situado en el corazón histórico, por la calle Bruno Martínez, entre Cinco de Febrero y Veinte de Noviembre. Sin duda, cada vez que pasamos por ese cine, recordamos con cariño, diciendo para nuestros adentros, mira el cine Vitokes.

 

El Olímpico

 

Ahora bien, si lo que uno quería era echar relajo de lo lindo y ver las películas del Santo y luchadores anexos, para eso, el cine Olímpico, una sórdida sala de cine, allá por lo que ahora es el boulevard Canelas y hoy es una tienda de autoservicio. En aquel entonces era una cueva oscura, con una enorme pantalla, donde los catorrazos estaban al por mayor dentro y fuera de la pantalla, a veces el grito del Santo, Santo se confundían entre los que se  lanzaban antes las aventuras del enmascarado de plata y los que ahí mismo se suscitaban en los graderíos, entre la raza malora que asistía a las funciones.

En palomillas nos íbamos a las funciones de luchadores y en el intermedio era banda contra banda, a ver cuál era el Blue Demon o el Huracán Ramírez. También pasaban de vaqueros, de enmascarados tipo el águila real. 

Este cine fue de los primeros en desaparecer ante el empuje de la llamada modernidad, se puede decir que fue uno de los últimos cines de barriada, donde los mismo iba el grupo de muchachillos latosos y maloras, que la pareja encaramelada a darle rienda a los besuqueos en lo oscurito.

 

El Alamedas

 

El Alamedas o el Alambrón, como mejor era conocido a nivel popular, se ubicaba precisamente enfrentito de la plazuela Baca Ortiz, por calle Francisco Madero, reunión de la gente que bajaba los domingos de las rancherías del municipio de la capital, lugar de citas y de desencuentros, donde la gente del campo, los rancheros pues, veían a sus héroes favoritos luchar contra los malvados bigotudos por el amor de la muchacha abnegada y pura del pueblo, donde el galán de moda, se ponía disfraz de enmascarado, preferentemente de negro y con coqueto antifaz, para hacer justicia y quitar los dineros a los poderosos hacendados y darlos a los pobres campesinos oprimidos.

El Gastón Santos en su caballote blanco, que el chaparrín se veía como enanito, hijo de uno de ellos, caciques más malvados y asesinos que ha tenido nuestro país, después de la Revolución. Gastón emulaba al Llanero Solitario de los gringos, con su voz pequeñita y estatura chaparra, moliendo a golpes a tamaños gigantones.

El Luis Aguilar, nuestro gallo giro, cantando y enamorando morenas trenzudas. Las serenatas del rey del falsete, Miguel Aceves Mejía que para cantar ni quien se lo discuta, pero ya en plan de galán chaparro y panzón, dejaba mucho que desear.

Era el cine favorito de la gente de campo, que domingo a domingo, llegaban tempranito para chutarse el matiné, previamente agenciado su cucurucho de semillas con su respectivo pilón, su torta de cueritos generosamente regada con salsa roja, de esa que sí pica y vámonos, a subir las empinadas escaleras del Cine Alamedas y a disfrutar con las películas rancheras, recetarse las ultimas de Viruta y Capulina. Ahora que, por la tarde, en la hora de noviar, pos esperar a la querencia de sus amores entre las bancas de la plazuela, tirarle el rollo mareador y ya más convencida por las palabras, tomarle de la mano e irse a meter al cine y entre canción y canción, recetarse de lo lindo con aquellos labios que desde entonces sabían a gloria.

Poco a poco el cine fue dejando de ser atractivo en una ciudad, donde precisamente, lo extraño, no había otro lugar que ir a divertirse. Ahora ya desaparecido, su lugar es ocupado por una tienda de ropa y ni quién se acuerde que ahí estuvo el Alambrón, donde vi, la ahora mítica película de Kung Fu, el maestro borrachón protagonizada por un jovencísimo y desconocido actor, llamado Jackie Chan, heredero las artes y del trono vacío, y que jamás podrá ser ocupado, del inmortal Bruce Lee.

Los que vimos esa película duramos como dos semanas repartiendo patadas al por mayor y grititos de jiaaaar y tratando de mirar con los ojos oblicuos. Algunos nos costaron los moretones y cicatrices que hoy ostentamos como trofeo de guerra más queridos. 

Y olvidaba al pistoleros de pistoleros: Sartana, los westerns italianos, tenían su magia, la moda que impusieron de las gabardinas largas y de cuero llegó hasta imponerse en los films vaqueros gringos, sí, Sartana contra Ringo, “Tú lo matas y yo los cuento”, y “Una larga fila de cruces”, películas que en nuestra niñez se convirtieron en de culto, y la venta de cintos con fundas, con sus respectivas pistolas de plástico dorado, fieles copias de las Colts y Remigtons, que tronaban saltapericos, no se hicieron esperar. Las calles de Durango se convirtieron en escenario de famosos duelos para ver quién era el pistolero más rápido del barrio.

Hoy, con este Cine, al igual que la plaza de toros más grande del país, que estuvo ubicada en esos rumbos también, y que la mocharía y los falsos piadosos hicieron destruir, han pasado al olvido y a formar parte de la leyenda urbana. 

 

El Insurgentes

 

Dentro de estos primeros cines no se puede dejar de mencionar al Insurgentes, precisamente situado en el populoso barrio de mismo nombre, aunque algo alejado, en aquel entonces, del primer cuadro de la ciudad, la colonia Insurgentes.

Cine en las alturas de los que alguna vez fuese un cerro. Un barrio cien por ciento familiar, donde la familia no tenía que trasladarse al centro para asistir al espectáculo y vaya que hacerlo en aquellos tiempos no eran fácil como ahora que basta tomar un bus del servicio urbano o para mayor comodidad un ecotaxi y por módicos pesillos estar en el centro. Costaba buen billete y harta incomodidad hacerlo por aquellos tiempos, ahora este barrio ya forma parte del centro de la ciudad, pero en aquel entonces, todo un lujo tener un cine situado a unas calles de la casa y quedarse a ver toda la tanda completas de películas hasta que se acaban, es decir allá por las once de la noche, ahí reestrenaban las películas que pasaban en el Principal y en el Durango, pero algo más baratas y con mayor comodidad de quienes habitaban por esos rumbos de la entonces ciudad tranquila y callada.

Este es de los pocos que cines que siguieron abiertos, aunque su carácter de cine familiar es ya inexistente, al exhibir solamente películas de esas llamadas sólo para adultos, es decir cine porno de pujidos y sudoraciones encueradas.

 

El Buñuel

 

Con este cine, el “otro cine” encontró un medio para verse. Este cine no era el comercial ni el que habitualmente proyectaban en las otros salas; cine de autor o de arte, se empezó a conocer, y para la  aun ciudad pequeña y provinciana resultó un respiro conocer las formas de pensar y hacer otro tipo de cine, ya no el ampuloso Hollywood, el cine convencional mexicano, aunque ganó fama por proyectar las primeras, ya en forma abierta, manifestaciones del erotismo en la pantalla, sexo finamente filtrado por el arte y la cultura, vaya por la modernidad plena, las actrices se encueraban y fornicaban, pero con un motivo artístico que lo justificaba, aunque a los diecisiete años, era lo que menos nos importaba a quienes nos metíamos de contrabando.

Desde su inauguración se le vio como cine prohibido y al que solo las mentes enfermas podían asistir, nunca la gente de buen vivir y mejor decir- que si iban, enfundadas en gabardinas y lentes oscuros- se convirtió en todo un acontecimiento, en un desafío el ir, un desafío contra la moralidad asfixiante y el Jesús en la boca de aquellos años.

Ya fue posible ver actos sexuales, desnudos totales, eso sí todavía bajo estricto control de solo mayores de edad, aunque la mayoría de los que nos colábamos nos faltaban algunos años para ello.

El Buñuel, como su nombre lo indica, en honor de Luis Buñuel, director surrealista por excelencia y de vanguardia, según dicen los conocedores, su perro andaluz aún es in inentendible.

Al no exhibir películas comerciales, el público asistente siempre era un reducido grupo de rebeldes, que sí podían pasar por cultos y conocedores, pero que aportaban poco billete a la taquilla, a los filmes que con el tiempo adquirieron gran fama por su tema o por lo controversial de su contenido. Recuerdo la serie de películas de Gustavo Alastriste: “En la cuerda del hambre”, “México rarara”, cine crudo y real de la situación de aquellos ochentas en México. Cine de denuncia, de la corrupción de los políticos y de la explotación del pueblo, situación que no ha cambiado sino nada más para empeorar. Héctor Suárez protagonizaba estás películas que fueron varias, antes que la censura del gobierno las sacara de circulación. Y cómo olvidar “Aquel famoso Remington” protagonizada por el mismo Gustavo Alatriste, sobre un famoso pistolero de los cincuenta, de Jalisco, el cual el gobierno le encargaba eliminar a sus políticos incómodos. 

El cine, situado en lo alto de la esquina de la avenida Veinte de Noviembre y la Cuauhtémoc, era el auditorio de la Unión Ganadera, acondicionado como cine, pequeño, íntimo y muy acogedor, ideal para este cine de arte, que a muchos nos abrió los ojos a otras realidades y a otras sensibilidades.

Faltan otros cines y otras historias, el cinema 2001, los gemelos del centro comercial Gigante, el cine Vizcaya, el cine Guadiana, la sala Dolores del Río, el cine Silvestre Revueltas, hoy Cineteca Municipal. Pero esas serán otras historias.

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