Cuento / 1a. parte
Me topé con Luis en un encuentro internacional de escritores, el “Ponchito Reyes”, en la mega Ciudad Regia. Reunión literaria de egos, impotentes poéticos, harto alcohólica, de aspirantes a Bukowski y a Poe.
Siendo honestos, la mayoría no pasamos de párvulos ñoños literatos. La mega Regia, ciudad gringa como un hot-dog, es la Chilangolandia norteña, capital mundial de los chilangos light. Los regios, así se autonombran sus orgullosos habitantes.
Luis, regio, pero muy a toda madre, chico treintañero casi cuarentón, amante de los cómics, con su eterna camisa de Superman (poseía siete, una para cada día) y con calzones del hombre araña (lo supe porque ya al punto ebrios, pisteábamos en calzones al estilo vikingo, decía el Luis), era el chavo regio promedio, medianamente gordito, medianamente delgado, frente amplia y despegada, cabello alborotado, aleonado de modo casual, tipo científico loco de películas de terror en blanco y negro de los años cuarenta, ése que grita: ¡It’s alive!
La melena le otorgaba cierto aire romántico que enloquecía a las gordas regias, despertaba su instinto maternal. Lo veías caminando hecho la madre, imitando a Flash, uno de sus tantos superhéroes, acelerando el paso como si su tiempo se le fuera a terminar.
Desgastando las roídas suelas de sus tenis, chanclas ochenteras, residuo nostálgico de sus tiempos de basquetbolista de barrio suburbano, cuando cada mortal, soñábamos ser el dios Michael Jordan.
Ahorraba los centavos que su mujer le destinaba para camiones; cada monedita atesorada religiosamente, con la famosa tacañería regia. Cada centavito arrancado de las garras del consumismo capitalista, lo destinaba a gustos extravagantes. Comprarse el número reciente de El Hombre Araña o una novedosa figurita de La Guerra de las Galaxias. Vicios de este pequeño superhéroe regio.
Luis a todas luces parecía un poeta: ojos tristones de perro apaleado, sensibilidad vampiresca a la luz. Un tenue olor a lunas de octubre. Un caminar entre las nubes, como si le doliera la vida. Largos suspirantes suspiros a la menor provocación. Una rala barba de días, tenue pelusa, mugre literaria más que otra cosa. Para rematar su aspecto poético: encendidos, humeantes, apasionados ojos, de lujuriosa sensibilidad.
Él renegaba furioso su destino poético, despedazando a mordiscos algún poema de Amado Nervo o Alí Chumacero. El típico poeta obligado a escribir como novelista.
Antes de ocurrir su truculenta tragedia, tragedia que conmocionaría al mundo de las letras y la literatura, Luis contaba con dos amores en la vida: su amor por los cómics y el grandísimo amor por su hija, una huerquilla de escasos diez años, a quien arrastraba a convenciones de literatura, cómics y festivales de películas de terror, disfrazada de diferentes superhéroes. A la niña le fascinaban los villanos. Obedecía a su padre para no enfrascarse en discusiones budistas. Elena, Elenita, la rebelde, como su orgulloso padre la presumía a propios y extraños. A sus diez años, Elenita tenía un clóset, envidia de cualquier miembro de la liga de la justicia. Y de uno que otro travesti.
Su gran sueño, me lo confesó esa tarde melancólica en el viejo cuarto de hotel, sede del encuentro de escritores, atmósfera enrarecida por el ego y la pedantería, infaltables al reunirse más de dos literatos. Se me abrió de capa y corazón, nombrándome su Robin, entre cascos vacíos de caguamas, libros deshojados, bellamente vomitados en las dedicatorias, camaradas desparramados por el piso, en su mayoría poetas. Bien sabido es que los poetas son débiles para la cerveza.
Tras seis o siete caguamas, el regio vate se me pone sentimental, le surgió el Josealfredo de cada mexicano. De Robin a carnalito del alma. La cerveza acelera el mariconerismo, da por abrazarnos a los machos, moquear sin vergüenzas.
Bien sensible el Luis, ya en calzoncillos (del Hombre Araña), como marca una buena borrachera, me abrazó, limpiándose la baba con el antebrazo, me susurró sensiblemente, no sin antes mostrarme las fotos de su engendro retoño en su celular.
Mira, Chuy, carnalito (como si no me la hubiera mostrado un millón de veces), ella es la luz de mis ojos. Ella es mi super heroína. Por ella soporto trabajar de vendedor de libros en el Fondo Editorial, yo, con una maestría en letras por la real universidad regia. ¿A poco no es chula, carnal?, es la niña más chula del mundo. Al ver la fotito no supe qué decir, si chulearla o aventarle un plátano.
Yo no quería llamarla Elena, sino Gabriela o Juanita, por mis novelistas, el Gabo y el Rulfo, pero la terca de mi esposa se siente poeta, porque una vez declamó el “Brindis del bohemio” en el día de las madres en la secu.
Mi mujer escribe versitos cada noche. Ya sabes cómo son las poetas. Nunca te enamores de una poeta, son más locas que las mujeres comunes. La Alfonsina, no te rías, así se llama mi chava, se empeñó en llamarla Elena, como homenaje a la esposa del mejor poeta de México. Y ni modo, era ceder o aguantar una sesión de sus poemas, concluyó enjugándose una furtiva lágrima.
A lo lejos, los perros ladraban, el viento soplaba y la noche aún no era estrellada. Ninguna estrella tirita a las cuatro de la tarde. Nada tirita con este regio solazo y calor agobiante.
Como un experto, Luis remojó el gaznate en la agonía de su caguama. Vaya gaznate de mi compa, quizás influyera que el caguameo era de gorra, patrocinado por los organizadores del Encuentro Internacional (internacional por un poeta de la hermana república de Yucatán). Como buen instituto de cultura que se respete, facturaban la cerveza al costo de vino francés, inflando el presupuesto. Y a clavarse el billete.
Luis destapó otra caguama a mordidas. Mi hermano, en los quince años de Elenita se hará lo que yo diga, me lo he ganado. Por amor a mi hija soporto los versos que mi esposa me embarra cada noche, so pena de negarme las nalgas. A mi Elenita en sus quince años, la vestiré de la Mujer Maravilla, en vez del horroroso traje rosa. Los quince chambelanes, engalanados de batmans. Si Luis lo logra, será una misión digna de salvar al universo, pensé en mis adentros, mientras apuraba mi cerveza...
Nunca imaginé la catástrofe que ocurriría en la vida de Luis. Dónde y cómo acabaría este mítico adorador de Superman y Batman, este gótico poeta disfrazado de novelista.
Luis en su infancia regia fue ávido lector de historietas sobre héroes y heroínas, superhéroes con poderes supernaturales, devoradores insaciables de tacos al pastor. Seres invisibles ante los cobradores de Robappel.
Cuentan las leyendas urbanas que Luis a los tres años, hablaba el lenguaje kriptoniano con fluidez y soltura. A los siete recitaba de corrido los siete mil nombres de los héroes de la Marvel.
Luis es mi superhéroe favorito, es rete buena gente pese a ser regio. Mantiene a su familia como vendedor de libros en un territorio norteño donde leer es casi una mentada de madre.
Una ciudad cien por ciento gringa. El deporte favorito regio es ver quién posee el mayor ego. Los regios son famosos por ser los únicos argentinos nacidos en América del Norte. Adoran la cerveza Tecate, esa tan mala que se tiene que beber con sal y limón. El platillo nacional es el cabrito asado. Es la única región gringa sin batos weros ojos azules, la mayoría prietos o weros color de llanta, bigotudos desde la cuna, incluso sus mujeres se rasuran desde escuinclillas.
Nacen con las botas puestas, botas de piel de tuano. Aprenden a decir huerco antes de gatear. Usan la guaripa a medio lado, tejana, ellos así la nombran. Weros quemados por su enorme sol. Un sol pervertido, que le gusta perseguir niños. Si todo ello no lo convierte en un superhéroe, no sé qué lo hará.
Al enterarme de la hecatombe de mi buen amigo, corrí a la ciudad regia. No necesité bati-señal, en tales situaciones no me ando con pendejadas.
Su triste caso fue ocho columnas en los periódicos, en la nota roja, en revistas picudas de literatura. Comidilla en cafés de arte y en encuentros de escritores.
Luis, el autor de novelas como “Ser un Superman en un planeta regio” o “Las razones del Hombre Araña para nacer en Monterrey”, asesinó la poesía de Octavio Paz. No podía creerlo. Él, una de las mentes más lúcidas del universo regio. Con Luis he llorado de emoción al leer en voz alta a Pedrito Páramo. Ebrios en calzones, en la azotea del hotel, gritamos: Vine a Ciudad Regia a buscar a un tal cahuamón que dicen que es mi padre.
Mira que terminar de tal forma, por culpa de una asquerosa cucaracha. Una cucaracha voladora. El bicho más nauseabundo y repugnante que una cucaracha voladora, es una cucaracha de a pata.
Algún demonio creó tales aberraciones. Son bichos inmundos, con infinidad de extremidades, casi inmortales. Sobreviven veintiocho días sin cabeza; añádales un par de alas, láncelos a volar. Enloquecerían a cualquiera. Y para hacerlos súper diabólicos, recitando la poesía de Octavio de Paz. El fin del mundo, camaradas. El fin del mundo.
Según la crónica policíaca de aquella fatídica noche, la mega Ciudad Regia dormía plácidamente, no se escuchaba el taconeo de la redova, ni los gritos de los inocentes cabritos al ser sacrificados.
El enorme ego regiomontano en brazos de Morfeo. A las tres de la mañana, la madrugada regia se desgarra por un grito espeluznante. Alarido de una garganta infrahumana, en perfecto francés, eso se supo después, grabado por casualidad por un noctámbulo al grabar el murmullo de las estrellas. Sí, otro de esos “sensibles” poetas.
Un ruidoso zumbido surge del hogar de Luis. Un gemido de terror y angustia. El sistema de alarma de nuestro héroe se activa, su ñora. Un buen chingazo en el lomo por parte de la entubada Alfonsina.
El Luis cae del catre, aterrizando regias jetas en el piso, sin meter las manos; nomás vuela el gorrito de Leono de su cabellera. ¡Levántate, imbécil, la niña sufre otra de sus pesadillas por culpa de ese piyama de Cthulhu que le compraste para dormir, idiota!
Luis que no le tiene miedo a nada, ni a nadie (excepto a su cónyuge, y más si recita sus poemas), se lanza al precipicio de las sombras nocturnas oscuras sin luz, a salvar a la niña de sus ojos.
Enfundado en su mameluco de Leono y espada del augurio en mano (vendían el conjunto completo), ubica el grito de su adorada criatura-engendro-retoño en el baño. Salta intrépidamente, las filas de cómics y revistas apilados por los cuartos, cuidando de no tirar las figuras de su colección, ni dañar pósteres de la legión o de la liga.
En la puerta del baño, Luis enfrenta la boca del miedo, a las puertas del averno, abiertas de par en par. Ningún hombre, por héroe que sea, está preparado para tal horrible visión.
El infierno de Dante es una pendejadita con la aquerrante imagen que presencia. Ni en sus más desquiciadas pesadillas, imaginó un ente tan maligno y satánico, pervirtiendo su realidad, enloqueciendo su mente.
Sus temores ocultos de la niñez convertidos en realidad. Ni el Santo, enmascarado de plata, el mayor héroe mexicano, hubiera podido soportarlo.
El amor de un padre es cabrón, sin medir ni mediar riesgos, en clásica pose samurái, el Luis y su espada del augurio, son una máquina asesina, sedientos de justicia y sangre.
Su bebé, su niña, su chiquilla, su gorilita, su futura mujer maravilla, en peligro de muerte, se le hace machaca el corazón verla acurrucada en un rincón, celular en mano, tomándole fotos (luego se supo que la que pegó el berrido en francés, fue la cucaracha, espantada por los flashes de la nenita). En derredor de Elenita volaba el bicho asqueroso. Ningún cómic lo preparó para estas monstruosidades. Ninguna película de terror terrorífica supera a esta enorme cucaracha, color caca, ojos octavianos, del tamaño de un chihuahueño, pero más horrible, si es posible, con enormes alas zumbadoras.
¡Qué dios enfermo permite esta criatura! El zumbido alucinante de la gigantesca cucaracha con alas, no es de Dios. A Luis le emerge el Conán que todo padre tiene dentro. Encomendándose a don Eulalio González, el Piporro, se enfrenta a su destino, como el gran hombre regio-norteño-bragado que es.
Su hija Elenita, hipnotizada, sacándole fotos al bicho con su celular, sin comprender el peligro, saboreando subirlas a su face (donde declara 17 años). El zumbido transformándose en profanas invocaciones, en palabras malditas; la cucaracha habla. ¡Dios mío, sálvanos!
Luis reza por su cordura, por la vida de los suyos. Uno se cree a salvo de la maldad del mundo. Cree que el tipo de la máscara de hockey con el hacha ha muerto. Y la música de suspenso cesa. El muy maldito se vuelve a levantar. Y viene lo peor. El parloteo de la cucaracha voladora es una burda imitación de la voz de nuestro único premio Nobel. Entona letras de Octavio Paz:
…entre lo que veo y digo, entre lo que digo y callo, entre lo que callo y sueño, entre lo que sueño y olvido…
Luis enloquece, se lanza en kamikaze ataque como escudo protector esgrime poemas de Jaime Sabines:
…los amorosos es el silencio… Un hombre y una mujer, supongo, te quiero a las tres… te quiero a las diez…
Está dispuesto a ofrendar su existencia por salvar la mente de la futura quinceañera Mujer Maravilla. La batalla es ardua. Es feroz, sin pedir rima ni verso. La batalla es a muerte. No hay batalla tan sangrienta como la de los versos y poetas. Utiliza los trucos aprendidos en sus maratónicas sesiones de películas de Bruce Lee y del Santo.
Saltan trozos de espejos, se despanzurran pastas de dientes, hilos dentales caen heridos de muerte. La bolsa de kotex de su Alfonsina es absorbida por la refriega. El papel de baño, del acolchonadito, gimotea su destrucción.
El patito de hule amarillo de este hombretón se convierte en un daño colateral. ¡Dios mío! Ese patito lo tenía desde mis seis años, piensa desconsolado. ¡Dios!, ¿cómo permites tanta maldad?
Es una masacre. Un holocausto de poemas. Carnicería de rimas, octosílabos heridos de muerte, metáforas descabezadas, imágenes sin imágenes, ritmos enloquecidos. Métricas violadas. Poesía enrareciendo el campo de batalla, versos como hirientes centellas. Hombre y cucaracha se enfrentan a muerte.
Un padre desesperado. Una niña de diez años enloquecida de selfies. Una cucaracha entonando poemas de Octavio Paz. El fin del mundo, el apocalipsis.
La cucaracha octaviana zumba y rezumba, sin dejar de recitar los versos de Paz, sin piedad. Obscenamente, sin pudor poético.
El mundo va a estallar; los versos destruyen cualquier cosa que tocan. El Universo en dualidad. El Bien y el Mal. Sabines contra Paz. Mosaicos convertidos en pedazos. Miles de poetas muriendo en ese instante y tan poca poesía. Se escuchan fragmentos de El Laberinto de la Soledad.
…son intocables e invencibles, ya que no están fuera de nosotros, sino en nosotros mismos.
Luis sin aliento, recurre al todopoderoso dios de Monterrey, Dios de los iluminados regios: “De niño el sol me seguía a casa”, ¡Ponchito Reyes, sálvanos, no nos desampares!
La luz parpadea, los zumbidos en aumento, los flashazos no cesan; el grito histérico de Alfonsina: Que me voy, Luis, a buscar al fondo del mar. La chillona voz de Paz arrasando el Universo. Media taza del escusado convertida en añicos por un espadazo de la espada del augurio.
La cucaracha en trance zen, declama poesía en hindú, el karma la hace poderosa. Si derroté a Monis, soy invencible… soy el único premio Nobel de México.
Como último desesperado recurso, Luis busca entre sus amados cómics, el número uno de Kalimaaaaaan (el hombre increíble, caballero con…) con el pensamiento de quien domina la mente, domina el cucarachazo, se lanza tras la cucaracha voladora recitadora de versos de Octavio Paz, que vuela por las habitaciones, contaminándolas, riendo y soltando poemas a mansalva y sin piedad:
…Un sauce de cristal, un chopo de agua, un alto surtidor que el viento arquea, un árbol bien plantado mas danzante, un caminar de río que se curva, avanza, retrocede, da un rodeo y llega siempre: un caminar tranquilo de estrella o primavera sin premura…
Alfonsina y Elenita, abrazadas, atemorizadas ¡Santo Jaime Sabines, ten piedad de nosotros, San López Velarde, no nos descobijes! En heroico esfuerzo de un hombre regio-norteño (ya sin lo bragado), que pasaría a los anales de la literatura mexicana como el hombre que salvó al mundo de la poesía de Octavio Paz, le atina un “serenidad y paciencia” marca kalimanazo a la odiosa alimaña, que ni Charles Bukowski hubiera resistido.
El asqueroso insecto se despanzurra, escurriéndole pus verdosa y amarillenta, no sin gritar, con lo que le queda de vida: ¡Tú eras el mejor poeta, José Carlos Becerra!
Cerca de las cinco de la mañana el drama se convierte en cataclismo. En defensa de su honor y hogar, Luis mata de certero kalimanozazo a la única cucaracha voladora que ha leído la obra completa de Octavio Paz e imitaba su voz a la perfección.
El fragor de la batalla, los poemas a viva voz cucarachil de Paz, alertan a los vecinos, quienes llaman a la policía regia. Rudos y prepotentes como buena policía mexicana, arriban en unidades antimotines, no sin antes posar para la selfie de rigor.
Derrumban a regias patadas la puerta. Queman media biblioteca de Luis, nomás por diversión. Hacen un regio desmadre, quebradero de figuras de superhéroes a macanazo limpio. Se clavan la mitad de su colección de cómics. Detienen a su Elenita por el piyama pirata de Cthulhu, de la marca Lovecraft, valiéndoles madre las súplicas de la madre, que jura y perjura con irse al fondo del mar a escribir nuevos poemas.
A Luis no se le acercan. Les da miedo. Luis recitando poemas de Benedetti: Mi táctica es que un día… mi estrategia es más sencilla… A Sor Juana Inés: Cucarachas regias que acusáis… Con los ojos saltones girándole sin cesar, Luis a mitad de la sala, entre escombros y naufragios, cadáveres de poemas y poetas, arrulla amorosamente los restos nauseabundos de la cucaracha voladora. Con una voz tierna y clara, canturrea: Yo prefiero a Rulfo, yo prefiero a Rulfo… Emite estremecedoras carcajadas, tragando pedazo a pedazo aquel poético cadáver volador. Golosamente chupa el líquido amarillento que escurre de sus dedos, le gotea por los labios como mermelada de piña.
Recién visité a Luis en el pabellón psiquiátrico. Envuelto en cómoda bata, con dibujitos de gatos negros. Su habitación tapizada con las hojas del poema de los amorosos.
En una de las bolsas de la bata, varias revistas de Kalimán, como arma defensiva, en caso de una invasión octaviana cucarachil. Nunca se sabe.
En la mesa, la obra completa de Octavio Paz, edición conmemorativa del Fondo Editorial. La mejor forma de vencer y combatir al demonio, es conociendo su naturaleza y maldad.
Trae pantuflas en forma de patito amarillo, en recuerdo de los caídos en combate aquella fatídica noche. Vive recluido en un bonito salón acolchonado, con veladoras (electrónicas) encendidas a San Ponchito Reyes.
Lo vi sano, sin tintes de locura que denunciaron los medios amarillistas de poesía. Es el Luis que conozco y admiro, excepto que, al darme la mano para saludarme, me dice: Me llamo Gregorio. Gregorio Samsa.
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