Tenemos Serrat, tenemos Sabina

Más de cien motivos para no cortarse de un tajo las venas

Cultura 13 de noviembre de 2023 JESÚS MARÍN

web sabina

...Somos gallos de pelea y no gallos de corral, 

nadie nos pone un bozal ni nos lleva con correa...

... Juntemos mi voz de gajo con tu dulce gorgorito 

para lanzar este grito: ¡Viva Durango, carajo!

Sabina y Serrat, al iniciar el concierto

en la plaza Cuarto Centenario en la ciudad Durango

 

Esa noche todos fuimos calle melancolía. Esa noche cada una era Penélope esperando el regreso del amor. Ese amor, al cual Joaquín Sabina y Joan Manuel Serrat, llevan décadas cantándole, haciendo poesía de la vida, viajando incansablemente por el mundo y por la música. Y por nuestros corazones.

Esa noche, la noche del 25 de octubre, sólo existió Serrat y Sabina: Sabina y Serrat. Quisimos morirnos escuchándolos y matarnos si ya no cantaban. Tuvimos música y poesía, héroes y leyenda.

A Serrat, el rebelde, el poeta, el trovador, el caminante. A Sabina el irreverente, el de la voz rasposa, el que nadie ha podido doblegar, el poeta, el músico. Y los tuvimos juntos en Durango, la noche de gala del Festival Revueltas 2007.

La noche que valió todas las noches del festival. Valió aguantar el frío que se convirtió nada, ante el calor de la gente reunida, ante el calor de la emoción de los que por vez primera íbamos a escucharlos juntos y en vivo, y de los que se volvían a reencontrar con ellos, con ese viejo amor, con esa amante llamada poesía.

Valió la pena, las cuatro horas que los estuvimos esperando. El año en que transcurrió lentamente desde que anunciaron que, en su gira por América, en su gira de “dos pájaros por un tiro” Durango iba a recibirlos. Fue un día y fue una noche, inolvidables, escuchar y gozar a Sabina y a Serrat.

Y sí, ahora supimos que fue un gran día, una única noche, verlos juntos, dos míticas leyendas, dos poetas que, a su modo, cada cual le ha cantado a la libertad, a la poesía. 

Con “un buenas noches”, un gustazo, un placer y un honor volver a esta generosa plaza un año después, saludó Joaquín Sabina a Durango, en pleno centro histórico, en la plaza Cuarto Centenario, donde miles y miles de duranguenses corearon las canciones de estos dos trashumantes españoles. 

Serrat fue más parco, pero no menos emotivo: “Buenas noches, el gusto es mío volver a estas tierras, treinta dos años después”. Y la ovación no se hizo esperar.

Desde las dos de la tarde se cerraron las calles adyacentes al concierto, los preparativos del escenario se ajustaban en sus últimos detalles, la gente poco a poco fue llegando, los niños de la mano de sus abuelas, que con el rostro iluminado como cuando tenían veinte años, por fin iban a escuchar a ese catalán que tuvo que salir huyendo de España, de la furia de un tirano, del dictador Francisco Franco, tan sólo por el delito de cantarle a la libertad.

Grupos de muchachas, algunas con más curiosidad que conocimiento, viejos jóvenes de pelo blanco pero mirada de juventud, esos cuarentones que todavía no olvidan al Che y los sesenteros sobrevivientes de aquella revolución de flores y música.

“La imaginación al poder” parecía escucharse de nuevo, con el corazón hinchado para afirmar que siguen creyendo en Serrat, siguen creyendo en la libertad. 

Poco a poco, las miles de sillas dispuestas alrededor del escenario, del altar dos aquellos dos seres míticos que estremecerían a Durango, fueron llenándose, excepto la zona vips, la zona de privilegiados, porque como en todo, siempre hay un lugar para los jodidos y para los que puede pagar para dejar de serlo, al menos en ese concierto.

Los privilegiados, los más cercanos al escenario, los que casi casi podía tocarlos, podían darse el lujo de llegar cuando quisiera. Los otros, los jodidos, cuatro horas antes para lograr un buen lugar, cosa de la cultura oficialosa y chacalosa.

Por ahí se escuchan “artistas locales” tratando de entretener y hace menos larga la espera, pero esa tarde nadie tenía oídos más que para dos pájaros por un tiro. Un tiro bastante caro por cierto. 

Daba gusto mirar chavitos entre veteranos, sobrevivientes entre soñadores, señoras hermosas de edad avanzada entre sirenas preadolescentes, todos hermanados por el calor de la poesía, por la incertidumbre de la espera.

En esa tarde fría, cuatro horas antes del concierto, enchamarrados, pero con la esperanza y la sonrisa, algunos ya con la bufanda donde se leía: Dos pájaros por un tiro, la gira. Esperábamos ansiosos.

En punto de las ocho de la noche, quizá, unos minutos después, pero cuando se lleva cuatro horas esperándolos y para otros, toda su vida, el tiempo no importa: las luces se iluminaron como un enorme sol que partió en dos al mundo.

Un sol que iluminó como nunca la fría noche de un casi invernal octubre. El sol de medianoche estallando pleno y poderoso en la mitad de la ciudad. Por vez primera Durango, apareció en el mapa del mundo, y desde las gargantas de los duranguenses y desde el corazón mismo de la ciudad, Durango se entregó a estos dos pájaros, a estas dos aves de la poesía: ...Porque te quiero a ti, cerré mi puerta una mañana, y me eché a andar...tu nombre me sabe a hierba.. Sí, era Joan Manuel Serrat, cantándole a Durango, después de treinta dos años de no hacerlo. Treinta dos años que se diluyeron en la nada. 

Joaquín Sabina haciéndole segunda, aquello superó las expectativas, el gorgorito dulce del trovador que una mañana tuvo que salir a caminar los caminos, a descifrar al mundo, a cantarle su verdad. Y la voz de gajo, rasposa de un pirata cojo, con parche en el ojo, de un hombre que nunca se ha rendido más que a sí mismo.

Luces y música, poesía y suspiros contenidos, y las gargantas dejaron el silencio para hacer coros a canciones que venimos cantando desde siempre, a canciones que nos iluminaron los días grises, canciones que nos hicieron soñar, pero esta vez el sueño era real y dejamos que el corazón fuera uno solo y dejamos que Serrat y Sabina nos iluminaran como nunca.

Canción tras canción, Serrat y Sabina, parecían rejuvenecer y de pronto fueron aquellos muchachos, aquellos locos que nos hacen soñar, que nos hacen tener esperanza. Nosotros no podíamos creerlo. Nosotros éramos el centro del mundo, escuchándolos. Y sucedió, algo cambió en el universo, los corazones empezaron a latir de prisa, algo muy dentro nos hizo saber que estamos vivos, que aún podemos salvarnos, que aún seguimos creyendo en el amor, y todos, sin excepción, lo buscamos: “yo no quiero que viajes al pasado, yo no quiero un amor civilizado, yo no quiero catorce de febrero ni cumpleaños feliz, yo no quiero mudarme de planeta, lo que yo quiero corazón cobarde, es que mueras por mi y morir contigo si te matas y matarme contigo si te mueres, porque el amor cuando no muere, mata, porque amores que matan nunca mueren”.

Las dos horas de Serrat y Sabina no fueron suficientes, hubiéramos pasado diecinueve días y quinientas noches, escuchándolos. Fue un viaje sin retorno, disfrutamos de sus canciones, de su humor muy ibérico que a veces no entendíamos, pero fue parte del espectáculo, de sus recuerdos.

Compartimos esa noche, la nostalgia y el reencuentro, compartimos un mundo común, que los jóvenes de sesenta años reunidos esa noche en la plaza no son tan diferente de los jóvenes de veinte años de hoy, que corearon las canciones y entrelazaron sus manos sin notar diferencia alguna. Y somos comunes a Serrat y a Sabina. Y somos todos poetas y desesperados. Tristes y esperanzados. Poetas al fin.

Pese a que el frío arreciaba, nadie quería que aquel concierto llegase a su fin. Los gritos de “otra otra”, se dejaban escuchar en cuanto se notaba la mínima señal de despedida. Y pese a los flashazos, a los empujones, a que un grupo de despistados, cual manada borreguil, pedía por una cultura para todos y con letreros donde la ortografía era asesinada sin piedad, pedían quitar las vallas de la zona vip, que la cultura era para todos.

Después del concierto, esas cartulinas fueron abandonados en la plaza como rosas marchitas, cual olvidados cadáveres. El concierto llegaba a su fin, y en los corazones, la luz aún brillaba. Aún brilla.

No podía faltar Penélope esa noche, la Penélope que se quedó esperando al amor en una banca. En la voz de Serrat, cada mujer en la plaza, sintió que cantaba especialmente para ella: “dicen en el pueblo que un caminante paró su reloj una tarde de primavera... amor mío no llores, volveré, piensa en mí”.

Caminamos por el boulevard de los sueños rotos y ojalá que el fin del mundo nos pille así: cantando con ellos, y que cada noche sea noche de bodas y que todas las lunas sean lunas de miel. Pero vuelve el pobre a su pobreza y el rico a su riqueza. Y nosotros tuvimos que afrontar que aquel mítico concierto tenía que terminarse, que la noche no puede ser eterna, pero dentro de nuestro corazón, la poesía seguirá viva: “pasará haciendo camino, camino sobre la mar, caminante no hay camino, se hace camino al andar y al andar se hace camino”.

Todos los caminos llevan a Durango. Ojalá que los volvamos a tener otra vez. Y nos den las diez, las once, las doce, la una, las dos, la tres, escuchándolos. Tenemos Serrat y tenemos Sabina. Nos sobran motivos para no cortarnos de un tajo las venas. 

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