Cuento / 1a. parte
El día de muertos
Yo no voy al panteón el dos de noviembre, día de muertos. Mamá decía que ese día, se confunden los muertos con los vivos. No sabes quién está muerto o vivo, entre el gentío que visita los cementerios.
Cultura06 de noviembre de 2023 JESÚS MARÍNYo no voy al panteón el dos de noviembre, día de muertos. Yo les llevo sus flores y coronas a mis muertos, el cinco de noviembre. La costumbre la heredé de mi madre. Mamá decía que ese día, se confunden los muertos con los vivos. No sabes quién está muerto o vivo, entre el gentío que visita los cementerios.
Y no todas las ánimas son buenas. Hay seres oscuros que aprovechan ese día para manifestarse. Y los vivos, algunos, son peores, llevan sus arreglitos de brujería pa enterrarlos y fregar a gente inocente.
Es día en el panteón no sabes quién es de este mundo y quién pertenece al de las ánimas.
A los veinte años acompañé a la abuela a llevarle flores a una amistad de ella. Entramos por la puerta principal, atestada de gente, cargando flores y coronas, comida, familias enteras, mocosos con baldes y escobas.
Entre el gentío caminaba una mujer, delgadita, vestida de luto, con un velo en la cara. Mas que caminar, flota, la gente no parece notarla. Yo la sigo, se mete en la capilla al final de camino empedrado.
Se arrodilla a rezar, yo a sus espaldas, me intriga su aspecto, su olor a azares muertos. El velo no me permite verle el rostro. Al tocarle el hombro para hablarle, ella se desvanece.
Mi madre sale pálida. Al verla mi abuela se asusta. ¿Ya viste otro de tus muertitos? ¿Verdad? Es un ánima en pena, quién sabe que manda deberá.
Mi mamá tiene ese don desde niña, ver espíritus. Gente aparecida, del más allá, vagando sin encontrar la luz. No le da miedo, siente una devastadora tristeza por esas almas sin descanso. Deja de ir al panteón los días de difuntos. Ella es un imán para este tipo de fenómenos. Para sentir la melancolía de los que ya no pertenecen a este plano de los vivos.
Adoptamos la costumbre de ir después del día de muertos. El cinco llevamos nuestras ofrendas y flores a sus tumbas. A rezarles, a decirles que siguen vivos en nuestros corazones.
En casa, el dos de noviembre es de fiesta. Reunión de familia, los vivos y los que vienen en el recuerdo a visitarnos. Es día de ver las viejas fotografías, leer las cartas. Contar alguna anécdota del que se nos adelantó. Tú no lo conociste al tío Vera, él se murió el mero día que caminaste por vez primera.
Te apareciste, con tus piernitas zambas, trompicando en medio de la rezadera del velorio. Tu tía Nacha se murió de cáncer de pulmón. A la tía Tacha, hermana de la abuela, la recuerdo entubada a una máquina respiratoria a su garganta, y por otra le extraían un espeso humo negro. Fumaba desde los cinco años. Se casó muy joven y al año enviudó.
Del abuelo Armando, padre de mi madre, nadie habla. Ni una foto. Ni un recuerdo. No sabemos si vive o ha muerto. Nunca volvimos a saber de él.
Es día, en que importa la vida de nuestros muertos y no la nuestra. Día de ponerles sus platos favoritos de comida. Jarras de agua en las mesas. Y flores, muchas flores. Jardines de flores. Escuchar la música que les gusta.
Día de nostalgia y remembranzas. De rezos y de una callada tristeza, entre el recuerdo y la risa. Se les reza por las noches, por el alma de los fieles difuntos.
A nuestros muertos les prendemos veladoras. Cirios pascuales para que duren y los visitantes se alumbren con su luz, en el regreso a su mundo. Se queman hierbas aromáticas. Se barre un camino con agua bendita desde la entrada hasta el altar, con el retrato de cada uno de nuestros parientes.
Vasos de agua por la casa. En el retrato de la bisabuela doña María Fragoso, la abuela de mi madre, Señora de piel blanca y sonrosada. Yo la conocí a mis diez años, en el rancho de Villa Unión. Con trenzas hermosas. Dientes que relumbraban de blancura. Y unos ojos azules. Le ponemos granadas, su fruta favorita. Tortillas recién hechas en el comal con un plato de frijoles de la olla.
Platos con cacahuates y naranjas por la casa. Una botellita de mezcal. Por las noches, les rezamos.
En octubre mi madre hace las coronas para llevarlos. Mi padre, del campo santo del oriente, trae coronas viejas, se limpian, adornan con papeles de colores, papel crepe. Se hacen pétalos, se montaban uno a uno, en un alambre hasta darle forma de flor. Ya con un montón se adornan la corona. Se protegen con papel celofán.
El cinco de noviembre llevamos las coronas a nuestros muertos, a los muertos de mi madre y los de mi padre. Barremos las tumbas. Quitamos las malas hierbas, si se requiere retocamos con pintura las letras e imágenes. Los nombres y fechas, de nacimiento y de muerte.
En cada tumba se les ofrenda corona y flores frescas. Y una plegaria. Regamos en derredor agua limpia. Les hablamos. Les platicamos. Les cantamos. Se reza por la paz y su eterno descanso.
Yo, la última vez que fui al panteón, fue en 2014. Y a fuerzas. A mí tampoco me gusta la necrópolis. Fue para despedir a mi viejo, una fría mañana de enero.
Lo enterramos en la cripta de los Marín Montenegro, junto a mi madre, muerta en el 2004. Ahora juntos en la muerte como juntos toda su vida. Como gatos y perros. Peleándose, pero amándose como desde que se conocieron. Cincuenta años juntos. Y ahora la eternidad.
Yo en casa, les enciendo veladoras a mis muertos. En el retrato de bodas de mis padres. Pongo conchas de chocolate que tanto le gustan a mi madre. A mi padre, burritos de deshebrada.
Dos botellitas, una de mezcal para don Jesús, y una de brandy presidente para doña Cristina mi madre, pero de cuartito, pa que no se pongan necios. Y su música, un tango por una de Chente Fernández, alternados para que no haya pleitos. Y me sumerjo en la nostalgia.
Yo soy ya el único sobreviviente de la familia. Yo y mi perro Saroh. Conmigo se acaba nuestra historia. Descansen en paz mis amados viejos. Ya muy pronto los volveré abrazar.
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