Crónica cinera y melancólica: Tres películas por un solo boleto

... Y pásenle... tres películas por un sólo boleto... ...silencio se va a filmar... Corten... Acción... Toma uno: Escena 23..

Cultura 06 de noviembre de 2023 JESÚS MARÍN

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Tener siete años en los setentas y vivir en Durango, es presenciar cómo nuestra ciudad, callada y tranquila, fue convirtiéndose en lo que es: un ente moribundo que se aferra a sus tradiciones en lenta agonía. Un centro histórico de cartón y madera.

Sus viejas casonas se desmoronan ante la apatía y el silencio de los alacranes. Su gente, nuestra gente, emigrando a tierras extrañas en busca de dónde refugiarse. De dónde ganarse el sustento.

Nos quedamos con nuestros muertos. Con nuestras piedras mudas y este cielo transparente. Nuestros muertos se quedarán solos, no habrá quien les lleve flores. Jamás desde entonces, he vuelto a mirar a niños jugando fútbol a mitad de la calle, ni vecinos sacando sillas para platicar al cobijo del atardecer. 

Hoy transita la prisa y los automóviles. Pocos te dan los buenos días. Y si quieres echar la cascarita debes ir a un deportivo. Lejos están esos tiempos de inocencia y camaradería. 

Crecer en esa época significaba jugar las tardes en la calle, con los amigos del barrio, después de haber regresado de la escuela. Muy pocos teníamos tele, la gran novedad, en blanco y negro por supuesto, de colores ni soñarlo.

La tarde nos pertenecía por completo, al igual que nuestros sueños que aún no habían sido tocados por la realidad. Realmente fuimos el centro del Universo, nosotros, los niños de siete, ocho años. Jugar a las escondidas. Al pilar de doña Blanca. Echar la cáscara de fútbol. Y por las noches, antes de que el Chavo del Ocho diera la señal de retirada, contar historias de aparecidos. Estremecernos con la historia de La Llorona. Y los que leían mejor, nos deleitaban con el último episodio del Kalimán. ¿Quién no se preocupaba por la suerte del hombre increíble a manos de maloso y pelón de Karma?

La vida no se detiene ante nada ni por nadie. Y los años transcurren, lentos, seguros, devastadores. Contundentes. 

Un buen día despiertas y tu ciudad se respira moribunda. Es Durango donde creciste y que ahora la percibes desde una incurable nostalgia. Desde el sabor amargo del tiempo que no volverá.

Hace unos pocos meses, octubre para ser exactos, del 2003. Retrocedí de golpe, 30 años de mi vida. Un retroceso sumamente doloroso y cruel, ¿el motivo? Ver cómo destruían al último de los verdaderos cines: el Cine Durango, último de la dinastía, que orgulloso defendió hasta lo imposible la tradición del mundo mágico que nos iluminó la niñez. Acto maravilloso de sumergirse en la oscuridad, mientras las imágenes de la pantalla inundaban nuestra imaginación. 

Incontables tardes frente a nuestros sueños y miedos. Los héroes que poblaron el universo de nuestra infancia se desmoronaban ante la indiferencia y apatía. Ante el fin de una época.

Vi la devastación de un mundo. Mi mundo de niñez y ensueños. La finalización de un cúmulo de recuerdos, cuando el Cine Durango dejó de existir. Contemplar el gran espacio, vacío. Sin asientos. Enorme cráter donde estará enterrada una parte de nosotros. Ahora un espacio despoblado, inerte. Lejos de los domingos de matiné. De funciones de tres películas por un sólo boleto. Con una desnuda pared donde antes estuvo ese gran ojo blanco de la imaginación. Ese hoyo del tiempo. De una brujería que nos llenó el espíritu de candor y nos hizo soñar.

Hoy, moribundo, verlo caer a mis pies, como elefante herido, gigante agonizante, último bastión de lo que fuimos. De lo que ya nunca más seremos. Lo cierto es que poco a poco, nos van quitando nuestros sueños. Nos vamos quedando completamente solos. Solos y vencidos.

Desfilan en mi mente el Durango, el Imperio, el Insurgentes, el Vitoke, hoy Teatro Victoria, el Principal, conocido actualmente como el Teatro Ricardo Castro, el Olímpico, el Alameda. En aquel tiempo, la única fuente de placer y diversión de aquellos niños de entonces. 

Toda una odisea vestirse los domingos. Untarse la brillantina de papá. Soportar lamida tras lamida de crema que la madre restregaba en el rostro. Sacar la ropa dominguera, la de ocasiones especiales, de bautismos y Navidad. Asistir al cine merecía cualquier sacrifico, incluso levantarse tempranito en Domingo, o el baño de tina, la noche de sábado, para amanecer limpiecito y sin mugre tras las orejas. 

Ir al Cine, es un acontecimiento inolvidable en la niñez. Reunir los centavos del “domingo”, religiosamente recolectados de padres, tíos y toda gente mayor que pudiera ser fuente de ingresos. Con un cosquilleo por la emoción de ver quién podía derrotar a Godzilla o si King Kong de verdad había muerto. 

Toda una semana, con la simulación de portarse bien. De hacer las tareas. Sin andar de retobón, para ganarse el derecho de ir al matiné. Y lo peor de prometer: cumplirlo. Ir a misa saliendo. Del paraíso al infierno sin escalas.

Contar minuciosamente los centavos. Hacer las cuentas, separando lo de las semillas, mazapanes, golosinas de tamarindo. Y para que no remordiera la conciencia, algo para la limosna en la misa.

Esperar pacientemente toda la semana, comentando entre la palomilla, cuáles serían las funciones: el Tarzán, con su ya clásico grito de guerra, las batallas de los romanos. Hércules sin cadenas, el ataque de los feroces apaches y cómo el muchachote rescataba a la indefensa mujercita. Los astronautas secuestrados por alucinantes marcianos. 

Los domingos por la mañana, apenas despertábamos, derechito a la recámara de nuestro apá, a leer, acurrucados junto a él, primero, la sección de los monitos. De que, si Archi por fin se había decidido entre Betti y la pomposa Verónica del Valle o si por fin el Sargento pudo domesticar a Beto, el recluta. Enseguida, lo mejor: escoger las películas. Una generosa gama de ofertas se expandía ante nuestros ojos, casi todos los cines ofrecían función de matiné.

Variaba de cine a cine, con cierta preferencia sobre cada tipo de película; si uno quería ver al Santo luchando contra feroces mujeres vampiro o gritar a pulmón abierto, al enfrentar a los marcianos, el adecuado era el Olímpico, situado por el rumbo de lo que hoy es la avenida Canelas, donde estuvo un centro de baile y hoy es un centro comercial de autoservicio. 

El Olímpico, de butacas incómodas y en el centro una pantalla de tela, opaca y sucia. Entraba uno por un pasillo estrecho y maloliente. 

Se apagaba la luz: ¡oh la magia! La luz surgiendo, ¡oh la luz! Escapar a mil por hora. Convertirnos en héroes. En valientes luchadores de máscara y poderes incorruptibles. Sentir miedo cuando peligraba el Santo. Gritar cuando agarraba a catorrazos a los malos, el coro de Santo, Santo, Santo, brotando avasallador.

El enmascarado de plata, ni nos fijábamos que estaba bien panzón y algo chaparro. El Santo, el invencible, el sagrado defensor del bien. El Santo, ese sí que era fregón, no como el Superman, que luego luego se le notaba el truco cuando volaba. Bendito Santo de nuestra santidad tan olvidada y ahora tan buscada. Perdida entre las hojas de amarillentos calendarios. Hasta me parece volver a verlo, ¿por qué no está él para salvarnos? ¿A dónde se fueron los míticos enmascarados?

Tres benditas películas por un boleto. Tres películas en una sola tanda, material insustituible para soportar una semana de escuela y adultos malhumorados.

La cita para el matiné era a las nueve de la mañana. Y salir a la una, entrecerrando los ojos a causa del vislumbre del sol. Bien valía soportar olores, codazos y uno que otro aventón. 

La oscuridad. El susurro ante el peligro, los ojos cerrados cuando aparecía el hombre lobo. El grito de alivio al mirar que la caballería llegaba a todo galope, tocando diana, precisamente cuando a los muchachotes de la carreta se les estaban acabando las balas y los feroces apaches se aprestaban al descabellado de rubias cabelleras. Tenías que haberlo vivido para entender el hechizo. Tendrías que haber sentido cómo se te erizaban los vellitos del brazo ante la iluminación de la pantalla y ver ese mundo, esos universos, que por unas horas era todo nuestro universo.

Si uno quería ver películas rancheras, del Gastón Santos, en su caballote blanco o el Juan Casanova disfrazado del Águila Negra o el Gallo Giro del Luis Aguilar, cantándole a muchachonas de ojos grandotes, se lanzaba al Alameda, al alambrón, como le decíamos popularmente, donde la mayoría del público provenía de las rancherías circunvecinas. 

Ahí enfrentito de las Alamedas. Subías una escalera que se nos antojaba larguísima, uno se imaginaba penetrando en una enorme nave. Ya arriba, dos pasillos a elegir. Subir una rampa, y se dividía en dos secciones: arriba, estrecha y algo húmeda, y abajo, amplia, desparramada, con amplitud de pasillos donde daba gusto correr entre intermedio y intermedio. O en plena película, cuando no garantizaba una buena dosis de balazos y harta sangre, aunque fuese de utilería. 

El Tejano, encarnado por Rodolfo de Anda, el pistolero más rápido de la frontera, el mexicano que se vengaba de las injusticias de los gringos, nos deleitó gratamente. Más de uno encargaba al Niño Dios, un par de pistolas para emular la mortal rapidez al desenfundar del Tejano. Son varios los westerns de este pistolero mexicano.

Para los “estrenos” de las películas más recientes: desde el bocho del Cupido motorizado hasta el último grito del Tarzán, con los primeros atisbos de sexualidad, al percibir entre el vestido rasgado de la Jane, la blancura de su piel, las formas algo flacuchas- vistas ahora desde la distancia inconmensurable de la nostalgia- de sus piernas, nos despertaba cierto regusto en la garganta.

Nos sonrojábamos si se daban chicos besotes sin censura alguna. Primera curiosidad satisfecha: el beso robado a la prima o la vecinita, que nos supo a guácala de fuchi. Nada del gusto gustoso de lo que se veía en la pantalla: gustosos de ensalivarse sin recato y hasta disfrutarlo.

En los estrenos teníamos varias opciones: El majestuoso Durango, lugar de moda, por ser el más nuevo y el más moderno. Con sonido estereofónico pregonaban. 

El Principal, con sus murales en tonos pasteles. Ahora si uno era más nais, las puertas del Imperio eran las elegidas. El Imperio con fama de que solamente las buenas familias de Durango asistían, gente de bien y de dinero.

El Durango, con sus cortinas de acero, impacientes esperando se abrieran, cual sagrado templo de una religión prohibida. Ahí nos tienen: multitud de niñada, lonche en mano, bien bañaditos, de mano del primo o la tía grande. Entrar después de formarse por el boleto.

En su enorme sala, su foyer, las paredes con retratos de las luminarias del cine mexicano: la María Félix, el Pedrito Infante, Luis Aguilar, entre otros. 

Quizá era el más grande de entonces. Impresionante verlo lleno a reventar de la chiquillada incontenible, que lo mismo abría, azorada la boca, ante la fuerza descomunal del Sansón o callaba ante la muerte del héroe que los nazis habían matado arteramente.

Griterío rebasando los decibeles, aturdiendo. Con los tímpanos al límite del rompimiento. Ello no nos importaba con tal de apoyar la lucha de gigantes. De gritar ante el peligro inminente del león trepado en el rey de los monos. Ubicado en lo que hoy es la esquina de Aquiles Serdán y Victoria. Lo distinguías desde dos cuadrantes de llegar: el Cine Durango, un letrero que encerraba cumplidas promesas de emoción.

Con el Principal, de pasillos secretos, pasillos de laberintos enredados, habitaciones tapiadas, oscuros duendes y animas en pena, aparte de ir a ver las películas, nos parecía que entrábamos al Castillo del Conde Drácula y en cualquier momento el terrible Bela Lugosi haría acto de presencia, listo a darnos tremenda mordida con sus dos puntiagudos colmillos. 

Cine de pasajes secretos y cuartos misteriosos. De dos pisos, en el superior, podías imaginarte andar perdido en las montañas del rey Salomón o escalando las cumbres del Kilimanjaro. Abajo, las pinturas en la pared, de color rosado, moviéndose en la oscuridad. 

En el Principal, Drácula nos metió varios sustos y el Frankenstein de Boris Karloff con su voz gutural, sus pesados pasos, provocaron el miedo entre la chiquillada como prueba de una inocencia que se ha perdido entre los horrores y errores del tiempo. 

Noches de Transilvania grabadas para siempre en nuestra mente; niebla gris esparciéndose, la luna entre nubes, el cementerio. El espeluznante aullido del Hombre Lobo, erizando la piel, escucharlo en la negrura de la butaca, acurrucados, temblando. Con los pies recogidos, para evitar que “algo” o “alguien” por debajo del asiento, nos los jalaran. Con una mano puesta sobre la cara, dizque tapándonos los ojos, pero viendo entre los dedos. Nomás de acordarme me vuelven los sudores. De verdad aún tengo la sensación de que “algo” se esconde debajo de la cama. Y espera a que nos descuidemos.

Después del miedo, venía el séptimo de caballería a rescatar a los colonos de salvajes apaches o el pistolero Sartana que mataba uno tras otro, mientras Ringo los iba contando. Pistoleros con marcado acento italiano, enfundados en elegantes gabardinas, cabalgando al viento, mientras se escuchaba una mítica canción.

A eso era lo que aspiramos a ser unos héroes que alguna mujer recordase con amor. Y no en lo que nos hemos convertido hoy.

Para cerrar tanda: los argonautas, Ulises contra el Cíclope; Ulises huyendo de Circe con sus compañeros convertidos en marranos, y al arribar a Itaca, acabar con los gorrones que asediaban a Penélope. 

Nomás se oía el siseo del semilleo, de mano a boca, alimentaba automáticamente la turbación. Al terminarse la bolsa de palomitas, el sentido común indicaba aventarla lo más lejos posible, apostando por descalabrar algún incauto.

¡Ah!, olvidaba mencionar la hora del lonche, dependiendo del hambre y del tamaño del gaznate, cada uno iba armado con sus respectivos lonches, grandes panes repletos del riquísimo huevo con chorizo o de frijoles refritos. Les dábamos matarile cuando el hambre o el miedo apremiaban. Obviamente acompañados del Titán o el Hit, refrescos de moda en aquellos tiempos. El Principal es hoy, el Teatro Ricardo Castro, en Veinte de Noviembre, entre Zaragoza y Bruno Martínez.

Ahora bien, si uno tenía ganas de reírse a mandíbula batiente con las ocurrencias del gordo de Capulina o las tonterías del Viruta, lo indicado era lanzarse al Victoria, con el riesgo que ello implicaba, si escogías las butacas de abajo, apostilladas, de madera carcomida y pintadas de un azul tristón, corrías el riego del “bautizo” de los maloras de arriba, al grito de agua, agua, va... dejaban caer cierto líquido amarillo y de olor no muy agradable y la corredera de gente a refugiarse bajo el palco. Y la risa plena, risotada, de los maloras.

EL Cine Victoria, el más popular y socorrido por lo barato del boleto. Permitía la asistencia de toda la familia, desde primos hasta la raza del barrio, que en grupitos se apostaban en lugares estratégicos.

Apenas las luces se extinguían: la guerrita de naranjazos al por mayor, bolsa de restos de lonche. Pedazos de cosas extrañas e infinidad de objetos no identificados. El grito de cácaro, cácaro, al prenderse las luces, tratando de apaciguar el desorden o investigar el autor del último naranjazo. 

Hoy es el Teatro Victoria, cuya belleza rescatada y remodelación, lo convirtió en uno de los Teatros más hermoso del norte del país. Situado en la calle Bruno Martínez, entre Cinco de Febrero y Veinte de Noviembre.

El Imperio raramente repetía una matiné. Se le consideraba como el cine de clase, a donde la gente decente podía ir, sin peligro de mezclarse con la chusma, en esa doble moral que tanto nos gusta por acá, en Duranghetto, que, sin decirlo directamente, todavía hay clases entre nuestra Sociedad.  Situado por la calle de Constitución, casi esquina con Gabino Barrera. Hoy se conserva únicamente la fachada. Se cerró por sus condiciones insalubres y peligro de derrumbarse.

 Se exhibían los grandes estrenos del cine nacional e internacional. En ese cine fue donde he sentido miedo de verdad con “Hasta el viento tiene miedo”, con Maricruz Oliver y Marga López. Espeluznante e inolvidable el llamado de.. Claudia, Claudia.... Todavía se me enchina la piel nomás de acordarme. Y cada vez que escucho gemir al viento, se me viene el grito de Claudia… Claudia…

Renglón aparte merecen los intermedios. Los cuales aprovechábamos para poner en práctica lo aprendido en la película y las batallas de todos contra todos se sucedían arriba del escenario, hasta que venía ya el boletero o el de aseo a bajarnos, y la desbandada de muchachos, las risas libres y terriblemente inocentes. Nada más se iba el vigilante, de nuevo a treparse, a ensayar el grito de guerra o la llave aprendida al Santo. 

Líbrenos Dios y su santísimo nombre, si se quemaba el rollo a media película, se veía la pantalla toda negra, achicharrada, la reacción no se hacía esperar, el chiflido, volando infinidad de objetos, la gritería en su esplendor, y el muy socorrido cácaro, cácaro, deja a la dulcera...

Asistir al cine entre semana, todo un acontecimiento. Se sentía uno grande, adulto, daba la oportunidad de “desvelarse”, llegar a la casa más allá de las ocho de la noche, toda una hazaña. Ver películas de adultos, presumirles a los amigos en la escuela por la mañana y por la tarde, hacerse el importante entre los del barrio. 

Hay que reconocer que si lo llevaban por la tarde, de seguro era por un estreno de Disney. Azorados ante la pantalla gigante. Llorando por la muerte de Bambi, chocolate en mano y pañuelo moqueado en la otra. Llorar y llorar, pero sin dejar de deglutir el chocolate.

El cine en Durango, de verdad, la única forma de divertirse. Comprar el boleto, formarse a la entrada. Atacar y saquear la dulcería. En aquel tiempo el dinero de los domingos realmente alcanzaba. Podías comprarte copas imperiales de rica nieve, malvaviscos blanditos y esponjosos, bolsas de lunetas, que son chocolates en forma de círculos recubiertos de caramelo de brillantes colores. Emparedados partidos a la mitad. Y por supuesto, una gran bolsa de palomitas. 

Otra de las actividades divertidas dentro del cine, era brincar sobre la butaca o simplemente darle patadas a la de adelante, nomás para fregar, hasta que el manazo de la prima o de la tía, nos apaciguaba. 

Parpadeo de luces. Primero, los cortos de los próximos estrenos y un desfile de dulces muy cotorro y luego... la magia. El sagrado respirar, acompasado de la gente, los ohs, los ahs, un ritual. Una íntima ceremonia entre el cine y nuestra inocencia. Nada que ver con el video de hoy en día, con las multisalas de hoy en día, pulcras, sí, sí, mucho sonido, mucha alta tecnología, pero sin alma, sin sentido de pertenencia. ¿No sienten el desamparo y la absoluta devastación de esos lugares? 

Y lo más importante: permanencia voluntaria, quedarte hasta que te diera la gana. Tres películas y no una. Entrar a las cuatro de la tarde y salir casi a la medianoche, al dobletearte la tanda, directo al menudo, allá por el Mercadito. 

No como ahora, que apenas aparecen los créditos finales y ya te están corriendo. Antes lo que importaba era el cinéfilo, no el boleto. No el dinero, como hoy. Vaya hasta te conocía el boletero y el que te vendía las semillas afuera.

 

Conforme fue avanzando el tiempo, la llegada de la adolescencia, las preferencias de películas fueron variando. Llegó el Cine Dorado 70, el mejor de Durango, puro lujo, rezaba la propaganda el día del estreno, cortinaje y alfombras, una chulada. Puro cine de primera.

La novedad, el presumir: “¿a poco no has ido al Dorado?” Situado en Progreso y Veinte, en pleno corazón, sitio obligado, si uno quería ser alguien. Películas de primer nivel, pero pasada la novedad fue decayendo en su programación hasta convertirse hoy en día, en refugio de los amantes del porno, dónde van a darle rienda a la lujuria cachonda y sutil arte del tronar de huesitos de chabacano bajo el pantalón.

Luego más arriba, por la de Veinte, subiendo una escalerita, el Buñuel, cine de arte y películas para los muy entendidos. Cine de controversia. Dónde ver los que otros no se atrevían. De esas películas francesas, con atisbos de mujeres encueradas, el escándalo pleno; ir a escondidas o llegar con la luz apagada para evitar ser reconocido, cine chiquito, auditorio acondicionado como sala, con madera en las paredes, bonito, acogedor vaya.

Ahí empecé a incursionar en el cine de crítica, de política, todavía me acuerdo de las películas de Gustavo Alatriste: “En la cuerda del hambre”, con Héctor Suárez en un México corrupto de finales de los setenta, que desgraciadamente en vez de cambiar ahora es mucho peor, ya en el descaro y burla total. Y qué me dicen de “Aquel Famoso Remigton”. Primeros senos al desnudo por completo. Primeras incursiones manuales al centro del placer solitario.

Allá por los ochentas, cuando la hormona despierta, con diecisiete años, la curiosidad. El querer ver mujeres desnudas completitas, y que mejor lugar que el cine. Meterse de contrabando, con la complicidad del boletero, degustarse con la Sasha Montenegro. Envidiar al Alfonso Zayas por agasajarse a nenorras tan buenas, como la güerita de Angélica Chaín. Y luego, las mujeres italianas, la Edwige Fenich o algo parecido, con un par de tetas, magnificas como nunca he vuelto a ver en la vida.

El cine nos inició a la sexualidad a muchos de mi generación. Con esas películas se descubrió el uso prohibido de la mano, del meneo pleno, ya sin complejo, varios de mis cuates lo hacían en plena oscuridad, mientras excitados contemplaban aquellas mujeres en la pantalla. También sirvió de refugio para meter el mezcalito raspador de gargantas, pero bien machos haciendo gestos, sintiéndonos grandes y poderosos. 

En esos años de estudiante, lo primero que uno hacia al llegar, siempre tarde, echándose la pinta: el consabido grito de ya llegué, y la respuesta inmediata: ya vete weeeey. O el gritar el nombre del compañero en la oscuridad, nomás por joder a los que ya estaban sentados, el shhhhhhhhh, que nadie pelaba y las risas maloras.

Tiempo más adelante, ya con más años, el Vizcaya, por la de Negrete, el Guadiana, por el rumbo del Tecnológico de Durango. Estreno de películas de media noche. 

Híjole todo un alboroto. Pura película triple X. “Secretarias Calientes” uno y dos, las primeritas porno sin ocultamientos y al alcance del público perverso y enfermo, de ahí su horario de media noche. Ahora sí, nada de imaginación ni de malicia. Todo mostrado, sin dejar vello por descubrir, pleno el ayuntamiento, el jadeo, y uno paralizado, de las dos formas posibles, en la butaca, asimilando de cómo aquello se podía hacer o respondiéndose gráficamente las preguntas que no te atrevías a pronunciar. Y la otra, paraguas hasta no poder.

En el intermedio, los rostros de culpables por cochinotes e impúdicos. Uno al otro mirándose de reojo, con la sonrisa nerviosa. Pobre de que, si alguna mujer fuera sola, luego luego la multitud de miradas, unas acusadoras, otras con la saliva de la invitación. Por la mitad del pasillo, spray en mano, rociando de aromas desinfectantes, muy ufano, con la cara de moral intachable, el infaltable mil usos, que lo mismo recogía los boletos en la entrada, barría entre intermedios o alumbraba lamparita en mano para buscar asiento o descubrir parejitas en el faje; rociando, gozoso, aroma de ambiente, dizque para disipar los sudores añejados y brisas masturbatorias, refunfuñando por mezclarse con tamaños perversotes.  

Salir calientitos, algunos francamente en pleno incendio, en la madrugada, urgidos de llegar a la cama, para dar rienda suelta a la desazón del deseo. Los más suertudos ya asegurando el entrepiernado. 

Mi mayor susto fue haberme encontrado en una de esas funciones a mi maestro de matemáticas, intachable y severísimo en las clases del CBTIS 89, ninguno hizo el intento de reconocerse el uno al otro, pero desde ese día, las miradas de complicidad por mi parte y de miedo por la de él, se hicieron insustituibles en la clase. Chido descubrir la otra cara de la gente, ¿no?

A finales de los ochenta, llega la modernidad a Durango: cines gemelos, en el Gigante, el centro comercial de moda. La comodidad de dos Cines pegaditos, sin tener que tomar camión, ahí mismo podías salir de uno para meterte al otro. Pura película gringa. De fregadazos y sexo ya sin pudor. De vez en vez grandes estrenos. Que importaba que se confundieran los sonidos de una y otra, mientras veías al canijo del Rambo matando rojos al por mayor, lejanamente escuchabas el jadeo de placer de la función de a lado, porque eso sí, en uno pasaba una función familiar y en otro una de sexo y adulterio. 

Para muchos paterfamilias resultaba la situación muy angustiosa, divertida para la precoz chavalada, que con mirada maliciosa observaban una película dizque familiar mientras escuchaban los lejanos gemidos. También sirvió de refugio de amor a muchas parejas de novios del Tecno, que aprovechaban la penumbra para dar rienda suelta a sus pasiones guindiblancas.

Por la de Gómez Palacio, el Dolores del Río, nombre insigne, la máxima diva del cine mexicano, duranguense de origen, estrella por mandato; inmortalizada por una sala en su honor. Por la de Juárez, el Silvestre Revueltas, que hoy en día alberga la Cineteca, según mandatos de los meros meros de la cultura reinante. Y cómo no mencionar el 2001 por la Victoria. 

Grandes momentos en el cine, películas inolvidables, pero con una agonía que percibías, poco a poco la gente se fue alejando, salas grandes, medio vacías, apenas los aferrados de siempre, los estudiantes desbalagados, o las parejitas en el agasajo pleno. Solitarios que nos resistíamos al video.

Para aquellos que crecimos con el cine, que nos hicimos hombres entre película y película, qué contemplamos las Guerras de las Galaxias o a Don Corleone haciendo una oferta que no podrás resistir, ya sólo la melancolía nos quedaba, el dolor del destierro al perder ese refugio, a esa madre sustituta. Máquina de sueños. 

Gran parte de nuestros años, de nuestros “maravillosos e inolvidables años” estaban muriendo definitivamente y lo que quedaban, simplemente no éramos nosotros. 

La magia se acababa. Cerrado de Cines. Clausura de nuestros sueños. Salas como cajas mortuorias. Uno a uno fueron sucumbiendo. Con ellos se va una parte de nuestra imaginación. De nuestros primeros sueños. De nuestra primera aventura amorosa. Del primer beso. El primer tocamiento de seno. El suspiro compartido.

Con el derrumbe de los Cines de Durango, se va la inocencia. El asombramiento. La ingenuidad. Ya no hay donde refugiarse, donde escapar. Hasta eso nos quitaron.

Ahora todo es de prisa, sin aliento poético: boleto, ver película y te corren. No puedes volver a verla de nuevo, disfrutarla. Incapaz ya de soñar más allá de una película.

Por ello, al ver cómo destruían el Cine Durango, para adecuarlo, seguramente a uno de esos centros comerciales de capital gringo o qué sé yo, fue sentir como te quitaban gran parte de tus recuerdos, y alguna vez cuando le cuentes a alguien de esto, correrás el riego de que te pregunte: ¿Ya salió en DVD?

A eso nos redujeron los sueños:  a 

                                                         un 

                                                             maldito  

                                                                          disco 

                                                                                    plateado.

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