Cuento / 1a. parte
Toda mi vida he sido un seductor de clóset. Un galán tímido. Insufrible Casanova en la clandestinidad. Don Juan embozado. He amado cientos de mujeres. Cientos sino miles de mujeres han sido mías en mi imaginación. Abandonado otras tantas en mis sueños guajiros. He sido amado por cientos de miles de muchachas hermosas. He llorado sus adioses. He llorado ante la tumba de sus olvidos. Miles de mujeres se han enamorado de mi apostura. Miles han muerto de amor ante mi desdén e indiferencia. Miles de mujeres se han lanzado en acantilados pronunciando mi nombre. Los cementerios están plagados de tumbas de jóvenes suicidas que ha muerto en mi nombre y por mi amor.
El único pequeño inconveniente es que ellas nunca lo supieron. Tuve infinidad de mujeres y novias. A cada una de ellas les dediqué mi amor y mis anhelos. Mis poemas en la oscuridad. Mi quebrar doliente bajo la luna. Solamente yo lo sabía. Solo mi solitario y acongojado corazón lo sufría.
Nunca me atreví a declararme. No de palabra, no en arrebata proeza les robé un beso a sus virginales labios. Yo no soy de esos amantes intrépidos heroicos. Soy un amante hético. Con la mirada les expresé que hubiera muerto por ellas. Por ustedes, mis adoradas julietas hubiera puesto imperios a sus pies. Hubiera conquistados feroces reinos y desconocidos océanos. Morí por su indiferencia. En suspiros lánguidos solitarios les expresé lo ardiente de mi amor y desesperación. Morir de amor. Morir de lamentos por una sola gracia de su mirar.
En descargo alego que fui influenciado por las novelas de Dumas y la muerte de Romeo. Por el amor imposible de Dante por Beatriz. Por los versos de Neruda y Bécquer. Me enamoro de cada dos o tres mujeres por semana, entre ellas, aparece la que juro es la mujer de mi vida. El amor de mi vida, mi ángel inalcanzable. La mujer por quien he de morir pronunciando su hermoso nombre… hasta que aparece el siguiente amor de mi vida.
Ya escuincle, no rayaba los cinco años, me rompen el corazón al enamorarme de una vecinita, medio gordita, la traté de seducir regalándole chocolates que me robaba de la tiendita que mi amá tenía para acabalar el gasto del hogar. Tardé en descubrí que la niña amaba mis chocolates, no a mí.
Esa primera vez, inicia un quebradero del corazón que me ha perseguido de por vida; arrecholadero de pedazos del mismo que llenarían infinitos. Una prima con el cuerpo de tres primas juntas, es la segunda mujer en mi infante corazón. Yo amaba que ella se sentara sobre mis juguetes y los hiciera añicos bajo el poder destructor de su enorme trasero ¿Amores tóxicos precoces? Me abandona al destruir todos mis juguetes. Amores imposibles, eternidad de dos semanas.
En Primaria sufrí desolación de amores. Estudié en una escuela de varones, con maestras cacatúas dinosáuricas. Seis años sin ninguna doncella a quien rescatar. Ninguna Dulcinea a quien dedicar mis hazañas. Seis años de sequía amorosa. Ausencias de ojos hermosos y cristalinas risas.
A tan corta edad comprendía la tragedia del amor. Yo, el más grande los amantes, encerrado en una escuela de niños, sin la inocente gracia femenina. Sin la tibia ternura de Eva.
Las únicas mujeres, mis maestras, arcaicas matronas, cuya belleza existió, si es que alguna hubo, en la prehistoria de sus mocedades. Solitario me refugié en las letras de poetas románticos y decantes. Poe fue y es mi Dios. Rogaba enamorarme de muchachas pálidas y tísicas, alguna me heredara su dentadura. Alguna muriera en mis brazos, entre vómitos de sangre y tuberculosis.
En Secundaria, mi suerte cambio, pulular de piernas encalcetadas en largas faldas, cantos de sirenas, olores a jazmines, carnes púberes y relucientes núbiles. Muchachitas en su despertad primaveral, desparramando pétalos en el patio de la Secu, compartiendo aulas y atmósferas. Olores femeninos.
Me sentía en un campo de trigo recién cortado. En una playa escuchando el chocar de olas. Ante el milagro del amor renacido. Renacieron con mayor ímpetu mis ensoñaciones de amante en las tinieblas.
Las miraba desde lejos, atrapaban a estas chicas en corazones pintados con pluma roja, con mis iniciales y las de ellas, en corazón sangrante, atravesado por una flecha.
Apenas si una de ellas me saluda, yo enmudezco de espanto y mi garganta florecida de silencios. Huía despavorido. ¡Nunca han de sabed cuánto os amé, mis dulces chiquillas! Ni de las lágrimas vertidas al amparo del sótano de mi dolor, ¡Oh mi amadas Berenices!
Escucho las canciones de Camilo Sesto, a quien nombré gurú y Caronte, en mi travesía al tártaro. Sus canciones hablan de mí, cada canción contaba fragmentos de mis desamores y melancolías: “Siempre me voy a enamorar de quien de mí no se enamora, vivir así es morir de amor. Algo de mí se está muriendo, quiero vivir. El amor de mi vida eres tú”.
En el segundo año de Secundaria, con más desolación, más hundido en el abismo y más cerca del suicidio amoroso, les escribía largas y atormentadas cartas, misivas sangrantes a cántaros, la desesperación amorosa por gracia, gentileza y pureza; cartas de amores y pasiones. Cartas a tinta roja, quemadas en los bordes. Firmando como “tu enamorado secreto”. Perfumadas con loción de Siete Machos de mi padre.
Sabido es que no hay mujer ni iceberg femenino que resista el embate de una carta de amor, carta de entregas del corazón y alma. Cartas sin ahorrarme verso y tinta. Misma carta para todas mis futuras amantes, cambiándoles nombre y monerías, a la chica en cuestión.
No sé cuántas misivas envié, gracias a la caridad de amigos, camaradas de tragedias o el vulgar soborno monetario a amigas de la afortunada para que las cartas llegarán a la Julieta afortunada.
Descubro no ser el único desolado romántico del mundo. Hay hermanos míos en dolor y soledad. Los lobos se reconocen entre sí. Nos reunimos los tres en el “Club del Clavel sangrante”. Sesiones los viernes en la tarde, al amparo de la biblioteca. Juramos morir de amor. Juramos enamorarnos de mujeres que jamás no corresponderán. Juramos ser fieles a amores imposibles.
Leemos poemas en voz alta. Versos propios y de maestros de la tragedia amorosa. Leemos a Neruda. Al Maestro Poe. Y a un tal Jaime Sabines. Cerrábamos la sesión con la canción “El amor de mi vida” de San Camilo, convertida en nuestro himno de nuestra religión.
Portamos un clavel rojo en la camisa, símbolo de nuestra condición de amantes moribundos. Distinción de almas sensibles y tiernas. Un listón negro cada vez que éramos rechazados.
Al final, en votación unánime, optamos retirar los listones. Nos veíamos bastante ridículos con la camisa alfilereada de listones.
Tres tristes Quijotes. Tres tristes románticos en busca del amor de su vida. Tres tristes hijos de Poe. Herederos de la tristeza del mundo. Del antiguo y del moderno.
El flaco y alto, desgarbado de gracia. Otro, típico ratón de biblioteca, con lentes de doble fondo de botella. Y el bajito, moreno y gordinflón. El Eric, René y yo, respectivamente.
Enamorados los tres de la misma muchachita. Tres locos muriendo por la misma doncella. Por la misma Berenice. Nuestra amada Berenice, compañera de grupo. Compartíamos suspiros y amores por nuestra esquelética Berenice. Llamada en burda realidad: Hortensia. Tenchita, ¿quién en su romántico juicio escribiría: te amo Tenchita? ¡Dios, por Poe, jamás! El amor jamás debe ser vulgar.
Nos negamos a darle tan vulgar nombre. Sencillamente es nuestra Berenice. Ella, muchachita enjuta en carnes, escuálidas y flacas piernas, escasa de curvas y montes, idealmente pálida como la más rigurosa de las tísicas. Ojos de lechuza desmañanada y larga caballera hasta la cintura. Hermosas esqueléticas manos. Y una fascinante dentadura caballar.
A Nosotros, los miembros del club, nos parece la mujer más hermosa y desolada, la más triste y moribunda. La más tísica de las tísicas. La amamos a morir. La adoramos en el silencio del altar de nuestra pasión enfermiza. Es la mujer más hermosa de la Secu 101.
Siendo yo el poeta, por el ridículo que hice en el concurso de declamación, se me encarga escribir la amorosa misiva para nuestra Berenice.
Ardiente declaración de amor a tres opciones. Tres incisos con nuestros nombres para que elija su Romeo. Se la mandamos con la gorda del grupo. Como gorda que se respete, es feíta y romanticona. Se la entrega con la incertidumbre nuestra y bajo el pago de tres gordas y un chesco.
El pacto de caballeros compromete a los perdedores a dejar libre el campo al ganador con Berenice Hortensia, la Tenchita. Felicitaríamos al afortunado y nos suicidaríamos de algún puente entre nieblas, una mañana de noviembre parisino, mínimo la Acequia Grande.
Tras angustiadas horas de incertidumbres, la atroz, despiadada respuesta en la clase de matemática. Hortensia nos traiciona. Tencha nos expone a la fetidez de la realidad. Hortensia cual pérfida mujer, da la carta al maestro. Denuncia públicamente el gran amor que le profesamos. Nos expone al vulgo y burla.
El maestro, que de maestro no tiene nada, ¿acaso él no ha sufrido penas del amor? Es el verdugo de nuestra inocencia. Expone frase a frase, nuestras ardientes palabras de amor. Palabras que, en su tono y sarcasmo, adquieren dimensiones bufescas. Adquieren dimensiones de épica crucifixión.
El estallido y aullido de la manada, de las hordas bárbaras del salón, es cruel. Sin piedad nos lapidan, sin piedad nos descuartizan: aquel libre de culpa... Nosotros, con la humildad de un Cristo, agachamos la cabeza. Ofrecemos nuestras venas abiertas, haced de nosotros lo que os plazca ¡Ya nada importa!
Ella nos ha traicionado. ¡Dadme un puñal! ¡Llevadme al cadalso!! El amor ha muerto para nosotros. ¡Haced de nosotros lo que querráis, malandrines!
Bajamos la cabeza, ya sin corazón. Hundimos el rostro, ya sin esperanza. Ya sin honor. Vencidos por la incomprensión del mundo. Por la artera traición de la Berenice Tencha.
La misiva de amor es leída por el profe en clase: “Amada Berenice, henos aquí…bla bla cursilerías y versos robados a Poe, Bécquer, Neruda, Josealfredo y Camilo; amada Berenice escoged de estos tres caballeros, vuestros fervientes y amorosos hombres, que te aman con pasión y ternura… uno de nosotros será el elegido… en tus gráciles y cadavéricas manos, encomendados nuestras almas, tuyos:” (marca por favor una sola opción).
La afrenta no concluye en la lectura, en la desnudez de nuestra alma, este patán de la matemática, este sanguinario verdugo del álgebra, a viva voz y a grosería pelada, ladra sarcásticos epítetos sobre nuestra fealdad y poca hombría. Nos destroza a placer. Nos apedrea de vergüenzas y mofas.
La traidora-perdida-malvada-pécora, adopta pose de reina en el exilio. Ella es la víctima inocente de la lujuria pervertida de casquivanos hombres, poetas decadentes.
Finaliza el juicio moral del mentor. Tencha, la flaca, Tencha la ex Berenice recibe los pésames como si fuese la viuda de un emperador. Nosotros recogemos las ruinas de nuestras vísceras cardíacas. Nos retiramos lentamente de la masacre, con el rabo entre las tristezas. ¡Ya no la queremos, pero tal vez sí! ¡De otro será de otro!...
Nos convertimos en hazmerreír del salón; el linchamiento es de toda la Secundaria. La tragedia se esparce a velocidad de la luz. Estoicos resistimos. Nos refugiamos en la biblioteca. Y en las tortas de jamón del puesto frente a la Secu.
Nos alimenta la melancolía de la desdicha. ¡Ah qué placer es morir de amor por la amada! Pinche Tencha, pinche flaca lombricienta. Pinche desnutrida. Ya aparecerá nuestra verdadera Berenice. Así lo quiera Poe.
¡Ah la tragedia del amor! Y por triplicado. Un listón negro de luto perene florece muy dentro de nosotros. Un luto que nos acompañara por la eternidad. Ya lo escribió Neruda: es tan corto el amor y tan largo el olvido...
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