El día en que me arrancaron el corazón

Cultura 09 de octubre de 2023 JESÚS MARÍN

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Uno recuerda el primer beso. La primera vez que te rompieron el corazón. A mí no me lo rompieron, me lo arrancaron de cuajo y sin anestesia. 

Desde entonces soy un hombre sin corazón. No puedo evitarlo, al escuchar a Camilo Sesto cantando, “vivir así, es morir de amor”. Y el nudo en la garganta me atraganta. El hueco en el pecho me recuerda que soy un hombre sin alma. Un cascarón vacío. Y una tímida furtiva seca lágrima se asoma en las rendijas de la mirada.

Vuelvo a los quince años. A la tartamudez y al sonrojo. A la vez que me desquebrajaron en miles de pedazos mi ilusión de Romeo en ciernes… a la mañana en que me quedé sin corazón.

Viajaba cada mañana a la Secundaria, a la ETI #1. Seis y media, apenitas aleteaban los corrucos y se despedían las luciérnagas. Me trasladaba en un apretujado camión amarillo, ruta Hipódromo, cargado de chamacos y chamacas, de las secundarias, de la 1 y la de los sardos de la secu seis.

En la radio del bus, la voz de Camilo canta en exclusivo para mí. Para mi dolor doloroso, de roto quebrado corazón. Lo confieso, soy Cáncer, el más romántico y cursi del zodiaco, ávido lector de Nervo y Neruda. Eterno candidato al suicidio, por una Julieta que no sabe que existo.

La veo a ella, a la muchachita. A mi suspirante amor y eterna novia, subirse en el mismo camión. Es la asesina indirecta de mi órgano cardíaco. Se llama Clara, niña de pelo largo y ojos de alondra. Flaca como el Espíritu Santo. Bella como la virgen de los gitanos. Inalcanzable para un simple y vulgar mortal como yo, sin sangre de torero ni de conquistador galo.

Estoy enamorado de ella desde el primer año. Y los tres años que duré en la secundaria. Me aprendí los horarios de sus clases, lo que compraba para comer en los puestos de la Sec, a qué horas iba al baño, sus horas de estudio en la biblioteca. Trataba de coincidir a la salida para coger el mismo camión. Todo de lejitos. En ese amor callado de los cobardes y de los suspirantes a morir de amor, discípulo ferviente del Maestro Poe.

Me conformaba con este amor callado y sin esperanza. Este amor de los hombres que como yo, mariquitas sin gallardía, guardan en el fondo de su alma.

Quizá si le hubiera hablado, una palabra, un verso, alguna canción sobre el mar, no sé. Un cielo desplomado. Ese quizá que nos atormentará el resto de nuestra vida.

Olía en la distancia, su shampoo: Vanart de hierbas. Me la encontraba en el patio, en la biblioteca. Trataba de verla pasar donde fuera y como fuera. Ni una sola vez me miró. Ni una sola vez me regaló una sonrisa. Ni un quítate imbécil, déjame pasar. Hasta un insulto de ella, hubiera sido hermoso.

Me resignaba, como miles de hombres en el mundo, con mantener la ilusión, que habría un amanecer diferente. Una tarde de verano en ms inviernos. Una golondrina no hace invierno. Mañana sí me atreveré a desangrarme de palabras ante su frialdad. Ese mañana nunca llegó. Nunca ha llegado.

Una vez, en el camión de regreso, le rocé su mano con mi mano, ¿alguna vez han recibido la descarga de mil rayos, o los han abierto en canal?  Fue la cúspide de mi osadía. Bajé del bus embriagado de amor e ilusiones, ¡la he tocado, por dios, la he tocado!, y es real, ¡oh, viva el amor!, ¡oh, viva Camilo!

La veía de lejos y suspiraba. La veía en mi corazón y suspiraba. La soñaba en mis sueños. Y enloquecía. 

La obsesión mata cuando el objeto de la misma es imposible. Fueron días de árticos y icebergs. Fueron días en el frío tártaro de las gallinas como yo. Noches inertes en la escarcha del páramo.

Una mañana, mi Dulcinea, tras jambarse dos burritos de picadillo rojo y tres gordas de asado, se limpia los labios con una servilleta en la cafetería. Y la deja sobre la mesa. Error craso. Nunca debió hacer eso.

Como león salvaje me apoderé de la sagrada reliquia, donde mi amada posó sus párvulos y castizos labios, donde el amor de mi vida deja saliva y bacterias.

Lo pondría en un altar. Sería lo más cercano que estuviera a sus labios. La atesoré como el esclavo atesora la libertad. Como el marinero al mar. Se convirtió en la más preciada de mis melancolías. Dueño de la santa baba de mi amada en la servilleta. Sus amados microbios y bacilos, para mi solito.

¿Qué si le hable?, nunca. ¿Qué si la besé? Un montón de veces en mi febril imaginación, a mitad de la clase de matemáticas. Yo con ella, caminando por los jardines, hasta que los sarcasmos del profe y las burlas de mis compañeros, me sacan de mis ensoñaciones.

Un viejo walkman, de esos de cassette, feroces consumidores de pilas, que mi viejo me trajo de uno de sus viajes a Tijuana, alentó la tragedia de amor no correspondido. Sirvió como oráculo a los sufrimientos del primer amor.

Varios días pegado en la radiograbadora de mi primo, soportando sus sornas, para grabar las canciones del Camilo Sesto: “el amor de mi vida, siempre me voy a enamorar de quien de mí no se enamora, vivir así es morir de amor, el amor de mi vida...”  Rezando porque la voz del locutor no interrumpiera la canción a mitad de la misma, con una dedicatoria o un comentario pendejo al grabar las canciones.

Me pasaba las horas tirado, panza arriba, ballenato en ciernes, en los jardines de la ETI, atrás de los talleres, escuchando el cassette de Camilo. Definitivamente, Clara, después de Yolanda, fue el segundo gran amor de mi vida.

Una mañana de noviembre. Noviembre donde la tristeza se pasea sin vergüenzas y en descaro pleno. A las siete de la mañana, en las puertas de la escuela, en el sonar de campanas de duelo y oración de difuntos, me arrancaron el corazón. 

Me lo extrajeron, fríamente, sin clemencia ni cloroformo. Eran la siete de la mañana en este pequeño mundo llamado Duranghetto. Eran las siete en punto, cuando muerto en vida, pronuncié su nombre por centésima vez. Y callé para la eternidad.

Me arrancaron el corazón de cuajo. Me dejaron a mitad de la vida, de mi joven vida, desangrado sin sangre, sin lágrimas ni llanto, sin esa gracia de torero y esa valentía espartana, que nunca tuve. Arrasado con ese dolor sordo y mortal.

Ni un beso siquiera le di en su casta frente. Ni cerré a besos sus ojos de golondrina, para arrojarme a las turbias aguas del Sena, donde se hunden los amantes despechados. París a miles de años luz para un chico de trece años.

Mi mejor amigo y confidente en penas amorosas, testigo de mi tragedia, me anuncia la fatal, asesina, pésima, terrible y mala noticia. Mientras en el cielo de esa terrible mañana, los buitres volaban en círculos, ansiosos de despedazar mi ya inminente cadáver.

Así de sopetón, a ráfaga abierta, sin misericordia, me hunde el sable samurái hasta la empuñadura. Tu Clara tiene novio. Es un chavo de prepa. Ayer vino a dejarla y al despedirse, la besó en la boca.

Ante tal noticia, ofrezco mi cabeza para ser decapitado y cumplir el ritual de Harakiri y morir con el honor de un guerrero.

Ahí mismo, sobre la arena de la plaza, quedé tendido en el ruedo, mirando el cielo. Dejé de estar vivo. Dejé de latir para los vivos. Dejé de creer en Dios, y en mi cabeza, sonaba a volumen abierto, las rolas de Camilo Sesto.

Mi corazón se desprendió en trozos como fino cristal de Baviera. Los ruidos del mundo se acallaron. Las sirenas emigraron de mi locura. Dejé la niñez atrás. Solo el amor convierte a los niños en hombres. Y jamás he vuelto a recuperar mi inocencia y fe.

La compasión me abandonó. La tierra me traga. A partir de esa fría mañana de noviembre, mes de la muerte y los santos difuntos, me convertí en el zombi que soy, en este errante vagabundo, buscando a mi Clara en cada mujer. Ya sin corazón, ¿a dónde van las almas de los que mueren de amor y sin amor?

Sí, yo morí una mañana de noviembre. En el patio de la escuela secundaria he enterrado mi corazón. “Siempre me traiciona la razón y me domina el corazón, no sé luchar contra el amor, siempre me voy a enamorar de quien de mí no se enamora, vivir así es morir de amor, por amor tengo el alma herida, por amor no quiero más vida que su vida, ¡melancolía!” Tenías tanta razón, maese Camilo. vivir así, es morir de amor.

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