Cuento / 1a. parte
Rocky Balboa cambió mi vida. Supe que sería el mejor boxeador del mundo. Supe que sería un fajador, libra por libra, golpe a golpe.
El toro salvaje de Duranghetto. Un peleador que nunca se iba a rendir ni aventar la toalla. Moriría en el cuadrilátero antes que bajar la guardia. Antes que rendirme. Los héroes morimos jóvenes.
Nada ni nadie me iba a detener. Empezaría a volar yo también como el corcel italiano. Vi Rocky en estreno en el cine Principal, durante una semana, con permanencia voluntaria.
A mis diecisiete años seré el próximo campeón de peso pesado del mundo. Un tanquecito acorazado. Ya pesaba mis cien kilos de lonja musculosa.
Observé fascinado a Rocky, enfundado en sus pants gris ratón en hilachas, correr majestuosamente por las calles de Filadelfia.
Me vi corriendo por las calles de Duranghetto a lagañosas cinco de la mañana, tirando jabs, golpes al aire, por la avenida Veinte de Noviembre, perseguido por cuicos y trasnochados.
Llegar al Parque Guadiana, subir los escalones del cerro de dos en dos. A un futuro campeón no lo para nadie. El tal Claus sería una vaca gorda comparado con mi velocidad de zurdo natural. Ya en la cima del cerro, gritar, ¡Rocky, Rocky! Cual Dios griego en señal de victoria.
Salí del cine lanzando fregadazos a puño cerrado al viento y rivales imaginarios. Buscando a quien partirle la jeta, buscando a mi Apolo Green. Corriendo hasta mi casa en la colonia Hipódromo, la gente, azorada, me veía como un chivo loco mariguano, esquivando carros y estorbos. Me aventé como mis buenos cinco kilómetros. Mi entrenamiento había iniciado.
Esa misma noche durante la cena les comuniqué la noticia a mi familia, má, pá, abuela, voy a dedicarme al boxeo. Seré el primer mexicano en ser campeón de peso pesado.
Mi vieja, nomás sonrió, conocedora de mis sueños guajiros, como cuando juré que sería el nuevo Jimi Hendrix o aquella otra vez, con mi máscara del Santo, sería luchador profesional.
Si mijo, te creo, cómete tus frijoles, se te van a enfriar. A qué muchacho tan loco, dijo mi padre socarronamente, mientras no despegaba los ojos de su libro sobre los nazis.
A mi padre siempre lo recuerdo con un libro en la mano. De él heredé mi amor por los libros. Deja a un lado el libro, entona los ojos, presagio de que me contará una de sus andanzas de juventud.
Mi viejo fue paracaidista, miembro del cuerpo de élite de la Fuerza Área, antes de ser conquistado y herrado por mi madre. Mi padre sabía de muchas cosas, de tangos y cine. Muy vivido el hombre.
Vi pelear al gran Púas Olivares en la arena México, cuando era chuta en el DF. Aquella noche con mi viejo, fue una velada de box y púgiles.
Para ser como Rocky debía prepararme a conciencia. Lo primero y esencial, conseguirme un pants y sudadera, gris ratón, la sudadera con un agujero en el pecho. Un par de tenis Converse negros All Star.
El primer obstáculo a mis sueños. No poseo ningún tipo de ropa parecido al del gran Rocky. Tengo unos pants rojos chillón, una sudadera naranja con el símbolo de amor y paz, sudadera hippie de la buena suerte, de portero en el fút.
Caray, el destino en contra, pero un campeón no se rinde. Con mis tenis Canadá, amarillo canario, ni soñar en ser campeón.
Adiós al cinturón de la Organización Mundial de Boxeo. Adiós a las muchachonas pechugonas. Adiós a la casa en la playa que le regalaría a mi jefita para que se asoleara. Adiós a mi Ferrari rojo. ¡Oh gran Rocky Balboa ayúdame!
Y sí, el gran semental italiano me escucha. Enseguida mi abuela Nati, madre de mi madre, acude al rescate de su bien amado y consentido nieto.
Le conté mis penas como cuando niño me atormentaban por ser prieto, zambo y gordito.
Mañana tempranito nos vamos al centro a comprar lo necesario para que seas el nuevo campeón. Mi abuela realmente cree que yo puedo ser el nuevo campeón. Lo dice con un cariño entrañable, con amorosa seguridad que yo mismo creo que sí lo seré.
Mi abuela es pensionada. Deja juventud en los patios, corredores y salones de la escuela Guadalupe Victoria, como afanadora. Ella se aventaba el aseo de la escuela después de clases, todos los días y sin faltar un solo, durante 30 años, para sacar adelante a sus cuatro hijos como madre soltera, pecado imperdonable en aquellos años cincuenta.
Al jubilarse le otorgaron un diplomita y una miserable pensión por sus años dejados en barrer y trapear, lloviera o tronara. Y una terrible artritis por la humedad y trapear, lavar los pisos a mano, a rodilla pelona. Se le formaron los huesos de su cuerpo de eterna niñez.
Los dedos de sus manos se le salían, provocándole dolores asesinos, fieras cuchilladas en sus articulaciones. Nunca se quejó. Nunca una palabra de dolor. Siempre bondadosa y de buen talante. Nunca le negó un favor a ninguno de sus hijos y nietos. Ni a nadie que yo sepa.
Al día siguiente vamos a la ropa de segunda. Ropa gabacha y tenis gringos. Por el camino pensando cómo explicarle a mi padre que cambiaría mi nombre por Rocky Marín, el corcel duranguense.
Encontramos una sudadera y pants, unos geniales tenis Converse All Star Chuck Taylor. Si de verdad quieres destacar, estos tenis de lona tipo botín son indispensables.
Ya en casa me pongo mi ropa del próximo súper campeón. Primero combatiría en una Olimpiada, ya me veo en un cuadrilátero envuelto en una bandera de México, con calzoncillos con letras doradas: Durango.
Emocionado con el izamiento a la bandera, cantando el nacional mientras me cuelgan la medalla de oro.
Ya me veo en Durango, en un gran desfile de bienvenida al hijo predilecto por la avenida principal con una multitud coreando mi nombre. Multitud de muchachas arrojando rosas rojas a mi paso.
Mi madre orgullosa junto a mí, en el Ferrari rojo. Ya me veo ganando el campeonato mundial, después de feroz pelea, declarando ante micrófono para el mundo: todo se lo debo a mi abuelita y al gran semental italiano.
Ese domingo, apenas parpadea la mañana, lagañea el sol, me levanto, son las cinco de la mañana, ya con mis galas deportivas, ato las cintas de mis flamantes tenis negros, me enredo las viejas vendas recicladas de mi abuela, en mis manos, a como Dios me dé entender.
Respiro ronco, hago gestos y muecas intimidantes frente al espejo. Tiro algunos golpes al aire. Como Rocky, soy zurdísimo y como Sylvester Stallone soy signo cáncer. El destino es irrefutable. Ensayo varias poses que creo muy rockianas.
Listo, entre pujidos y los soplidos, a conquistar el mundo de las orejas de coliflor, a entrar en los anales de las glorias del box. Escribir mi nombre en el salón de la fama.
Camino de puntitas para no despertar a la familia. A punto de abrir la puerta de la calle, recuerdo que me falta algo importantísimo, clave si quiero ser el Rocky mexicano.
Abro el refrigerador de la cocina. Saco cinco huevos. Uno a uno, voy quebrándolos en el borde del vaso y depositando clara y yema, yema y clara. No es como la película, apenas puedo tragarlos sin vomitar.
Vaya, ser campeón requiere grandes sacrificios. En mi cabeza el tema de Rocky, implotando, lo tatareo.
Salto de la oscuridad al nuevo amanecer en mi vida. Choco los puños en señal de comerse al mundo a zarpazo limpio. Brinco un barandal imaginario como en la película. Al trotar, tuerzo la boca para parecerme a él.
La luz de las farolas, las calles desiertas, la ausencia de gente y ruido, en bella comunión con la soledad.
La tímida despedida a las estrellas, asombradas de mi paso gallardo y trote de torbellino. Me hinchó el pecho de orgullo, muevo mi cabeza de derecha a izquierda, esquivando imaginarios golpes.
Lanzo puñetazos a las pocas luciérnagas que se me acercan. ¡Vamos campeón, vamos Rocky, vamos Rocky! Tendré que buscarme a mi Adrián.
No completó ni un kilómetro, cuando el reguero de vómitos en mi sudadera, revoltijo de huevos crudos, frijoles de anoche y otros elementos no identificables.
No fue Apollo. No fue un gancho contundente a mi mandíbula. No hubo cuenta regresiva. No duré ni un round.
No hay fama ni fracaso. Es la fama y el fracaso al mismo tiempo. Perdí mi primera y única pelea. Vomito mi honor y los sueños de grandeza, sobre mi pecho. Es el peor de los nocauts.
Derrotado regreso a casa. Mi madre me recibe tras mi experiencia vomitiva en el ring de las vergüenzas.
Madre con los guantes puestos me espera en la cocina, convertida en gigantesco coliseo. Ella es la única ley. El único referí, juez y verdugo. Un letal peso pesado, con la pegada más dura del universo.
Una andanada de golpes que sin tocarte duelen más que los reales. Guantadas verbales por salirme de la casa a tan desmañanadas horas. Trompadas de palabrotas por salirme sin el santificado permiso de mi apoderada y manager principal, mi amá Atila.
Yo ni meto los guantes. Nomás agacho la cabeza. Recibo estoicamente los open curts, los ganchos al hígado, los jabs de mi jefita, convertida en madre desastre, en madre demoledora.
El golpe final lo que provoca un fulminante contundente nocaut: te quitas la ropa nueva y la vas a lavar tú mismo a mano en el lavadero.
Escucho la voz de mi madre María Cristina, tendido en la lona, noqueado, sobre la lona de la arena Madison Square Garden, sucursal barrio Mapimí. Levántate, levántate campeón, levántate… estoy noqueado desde el fondo de mi corazón. Estoy noqueado.
No siempre se gana en el debut. Me entrené durante varias semanas, según leí en manuales de boxeo. Veo religiosamente, cada sábado por las noches, las funciones de box en la tele.
Logré que mi abuela me comprara un costal para entrenar y un par de guantes extras. Mi padre me ayuda hacer unas pesas de cemento con botes vacíos de chile jalapeños.
La bronca es que no tengo un sparring. Convenzo a mi prima Pancracia, morenita quinceañera, de un carácter endiablado, en vez de que yo le quitara los juguetes cuando niños, ella me los quitaba.
Un sábado la convencí de irnos al corral a improvisar un cuadrilátero. Nos pusimos los guantes. Obviamente yo de fantoche, tiraba algunas fintas, hacía sombras, golpecitos tiernos.
Mi prima sí se lo tomó en serio y en un descuido de mi guardia, me lanza un derechazo impresionante, caí como tabla, alud de carnes y lonjas, mientras me desplomaba, el mundo giraba, los currucos cantaban, miraba lucecitas en derredor, mis sueños de ser campeón mundial se desplomaban gracias al ponch de mi ñanga prima.
No sé cuanto tiempo permanecí noqueado, lejos del mundo. Lejos de los sueños. Cuando me recuperé ya era de noche. Me cubría el polvo de la derrota. Me levanto, me quito los guantes y los arrochelé bajo la cama. Me fui a dormir escuchando las carcajadas de mi prima.
Sufro una temporada de tristezas y lamentos. No me calentaba ni el sol. Comía de mala gana los frijoles con arroz, las albóndigas de mi madre. Ni los tres bolillos que acostumbro, me consolaban.
En un ataque de furia arranqué los posters de Rocky de la pared. Enterré los guantes en el desván de la memoria. Quería morirme.
La película “Sociedad de los poetas muertos” viene en el rescate del moqueo y piedades. Al terminarla de verla, ya sabía a lo que me iba a dedicar el resto de mi vida. ¡Oh mi capitán, mi capitán…!
Cada vez que escucho el tema de Rocky, siento cosquillitas pillándome en el pecho, un calorcito se extiende dentro de mí. Voy a volar ahora, voy a volar ahora.
Me dan ganas de lanzarme a correr por las calles como semental otoñal, ahh chingaos si Sly hizo secuelas ya ruco, ¿por qué no el regreso de Rocky Marín?
Luego recuerdo que ya soy un cincuentón, camino cinco cuadras resollando de muerte. Recuerdo que soy alérgico a levantarme temprano, para mí el mundo amanece a la 1:00 de la tarde.
En algo sí hermané con Balboa, presumía ser el único de la palmilla del barrio que hacía veinticinco lagartijas a una mano como Rocky. Y ahora ¿quién es el campeón del mundo? ¿Ahora quien está volando?
Nadie me va a quitar esa gloria. Ni el tiempo ni la ruquez. Soy un fajador kilo por kilo, libra por libra, golpe por golpe, que nunca se rendirá. He de morir luchando hasta la última campanada… Rocky, Rocky, Rocky, Rocky, Rocky, gonna fly now.. Gonna fly now.. Gonna fly now.
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