Cuento / 1a. parte
La primera película porno estrenada oficialmente en Durango, al menos para mis casi 17 años, se llama ‘Las secretarias calientes’.
En una ciudad conservadora como Duranghetto, situada a mil kilómetros de ninguna parte, es un escándalo mayúsculo. Obscenidad descarada en pantalla grande. Aquel que la mirara será excomulgado, predican los curas de las iglesias. Arderán en los infiernos por los siglos de los siglos.
En una época sin internet, ni canales a granel, como hoy en día. Lo más cercano a la pornografía es la revista Hustler, fotografías a todo color, gringas encueradas, mujeres a muslo abierto, descoyuntadas, enseñan las cavernas profundas de sus vaginas, se les distingue hasta las amígdalas desde sus enormes cuevas sonrosadas. Y revistas de fotonovelas de porno en blanco y negro, con globitos de diálogos.
En el cine, las ficheras con los desnudos de Sasha Montenegro, Lin May y ficheras que las acompañan, supimos de la belleza de un desnudo femenino. A todo vello triangular. Pubis le llaman los puristas. Y montonal de tetas, de todos tamaños, colores y formas, libres y hermosas.
Se anuncia este cortometraje de ‘Las secretarias calientes’, de 15 minutos de jadeos y penetraciones, a todo color y gemido, en función de medianoche, en el cine Nueva Vizcaya.
La emoción y morbo en mi corazón de adolescente puñetero, es explosiva. Campanas de júbilo, el Ave María sonando en mi cerebro. Por fin veré acción en vivo y sin censura. Cogedera a plena pantalla. En realidad serían dos cortos, ‘Secretarias calientes’ y ‘Secretarias calientes dos’.
El Cine Nueva Vizcaya, por Gómez Palacio y Cuauhtémoc, pertenecía al sindicato de maestros. Escaparse a la media noche a los 17 años para una función de medianoche, no es cosa sencilla.
Tuve que esperar a que la familia se durmiera para salir furtivamente, como ladrón, sin ruidos. Yo vivía por la Hipódromo. Me aventé el trayecto a golpe de calcetín, a pata. Eran tantas mis ansias de novillero que se me hizo nada.
La avenida Veinte de Noviembre a las once cincuenta de la negra noche, es solitaria, pero hermosa. Durango es una ciudad hermosa, pero sin los duranguenses.
Siempre me ha gustado la soledad. En la ciudad de Duranghetto la vida termina a las ocho de la noche. La única despierta a esas horas de la noche, es Beatriz, la eterna monja, en su solitaria torre de Catedral, esperando el regreso del amor. La ciudad durmiendo el sueño de sus miedos. Apenas uno que otro carro por la avenida principal.
Al llegar al cine, me topo con una fila de pornógrafos y pornógrafas, en su papel de agentes secretos encubiertos, esperando abran las taquillas del cine.
Los caballeros, enfundados en oscuras gabardinas con los cuellos levantados, cubriéndose el rostro, sombrero de fieltro y lentes oscuros. Imagino que para no deslumbrarse con la luna de medianoche. En su mayoría, rucos mayores de treinta años. Dicen que, entre más viejo, más perverso se vuelve uno.
Las pocas mujeres formadas, de abrigo y pañoletas, también con enormes lentes oscuros que casi les abarcan el rostro.
Nos mirábamos de reojo, nerviosos, sintiéndonos sucios y en pecado mortal. Nadie pronuncia media palabra. Tosecitas resecas. Salivas atoradas en el cogote. Nadie sostiene la mirada de nadie. Cada uno quiere pasar desapercibido. Invisible.
En una ciudad tan pequeña como la nuestra, ciudad isla, ciudad muro, ciudad ghetto, la reputación de uno es destruida fácilmente y sin piedad.
Tras angustiosos agónicos minutos, abren las taquillas. Como procesión de culpa y calentura, marchamos a ritmo diabólico rumbo a las tierras malditas de Sodoma y Gomorra. Rumbo al pecado y la lujuria.
En la entrada, el boletero, al cortar nuestro boleto, nos mira desdeñosamente, sintiendo una superioridad moral sobre nosotros, adoradores de la carne y la cachondez. Habitantes de la libido calenturienta. Se perciben olores de azufre y Cloralex. Es una sala pequeña. Acogedora. En tres filas de asientos, alineados entre dos pasillos, Cada uno ocupa su butaca, su círculo en el infierno. Para ser una ciudad temerosa de Dios, apostólica y cristiana, el cine repleto de herejes y pecadores, de onanistas y ninfómanas.
Las luces se apagan. Desde niño me ha fascinado cuando se apagan las luces en el cine, y en la pantalla surge un mundo mágico, una vida en otro universo. Esta vez sería testigo cómo los humanos fornican sin culpa y sí con harto placer. Me sudan las manos, me late el corazón. Las hormonas al máximo.
Quince minutos de sexo explícito. Quince minutos de carnes y jadeos. Quince minutos de humedades y líquidos. Quince minutos de panochas, penes, tetas y culos a tamaño gigante. En tecnicolor, sin censuras ni vetos.
Penetraciones reales, no insinuadas como en las películas mexicanas de ficheras. Coños y panochas. Penes erectos, jadeos fingidos o reales. Humedades y los ¡oh my god, oh my god! Desvirgando la santidad de la medianoche. Rompiendo un silencio de cantera y desidias.
Secretarias ardientes y calientes. En inglés, sin subtítulos, pero carajos, a quién le importa lo que hablen. Secretarias desnudas en sus escritorios masturbándose con las máquinas de escribir. Secretarias tomando el dictado con su boca. Secretarias, atacadas por el frente y por la retaguardia. Jadeos y gritos, dentro y fuera de la pantalla.
Un porno de lo más inocente comparado con los actuales del internet. En aquella época lo más atrevido es el pubis rubio de Angélica Chaín, los albures de Alfonso Zayas.
Ver mi primer porno es excitante y maravilloso, casi huelo los orgasmos y semen. Luego comprendí que son olores reales, dentro de la sala, cortesía manual de algunos espectadores.
Quince minutos para grabarlos en la memoria y recrearlos en la intimidad de mi cuarto, donde se ejercen los placeres prohibidos. Y se da rienda suelta al meneo de la mano. Al amor solitario más socorrido por hombres y mujeres.
Al acabar este primer filme, el ahgggggggg es uno solo, los bufidos paulatinamente van disminuyendo; hondos suspiros flotan en el ambiente. Un espeso olor marino, a pescado, se esparcen en brisa del cine, como sirenas en altamar.
En el intermedio, el acomodador, por uno de los pasillos, armado de aromatizantes de ambiente con fragancia a violetas, uno en cada mano. Por el otro pasillo, el boletero, con atomizador en mano, rocían a diestra y siniestra, por arriba y debajo, entre los asientos, a los lujuriosos pecadores. No dejan espacio sin sanitizar. Rocían la fragancia antiséptica con olor a violetas, a la atmósfera cargada de espesos bálsamos de pescado, olores a sexo y líquidos seminales. A depravación humana, pecaminosa y sucia.
Aproveché el intermedio, alumbrado por las deficientes luces para mirar de reojo a los otros enfermitos sexuales, hermanos en la degeneración e inmoralidad.
Al otro lado del pasillo, a mi izquierda, mi maestro de matemática del CBTIS 89. Un respetado catedrático, el único maestro de saco y corbata, con una decencia intachable. Casado desde tiempos inmemoriales. Nunca lo tuteamos. Nos mira desde su trono en el limbo de la moral.
Nos quedamos mudos. Congelados en los asientos. Paniqueados. Evitamos el contacto visual. Nos hundimos un poco más en el anonimato de la butaca. Por suerte, las luces parpadean. Se apagan e inician los restantes quince minutos de ‘Secretarias calientes dos’.
En una sala de cine, oliendo a violetas, ya no resulta tan impactante como la primera vez. La excitación es fumigada. No funciona la concupiscencia oliendo a violetas.
Salimos a la madrugada del mundo. La sala del cine se vacía con la rapidez del eyaculador precoz. Aquella tribu de pervertidos, parias de la raza humana. Vergüenza para la decencia y la moralidad, inicia la desbandada. A desperdigarse por los caminos de Dios. O de Satán.
Los de carro propio, a huir precipitadamente. Los demás, la mayoría, a caminar. No hay taxis. Y los carros de sitio cobran una fortuna.
Al otro día, al toparnos en los pasillos, el maestro y yo, desviamos la mirada, sin saludarnos, avergonzados del pecado compartido. Ese semestre saqué la nota más alta en matemáticas de toda mi vida pasada y futura, sin asistir un solo día a su clase.
Las ‘Secretarias calientes’ duran meses en función de media noche hasta que llega una tal Silvia Kristel como ‘Emmanuel’. Se hace añicos la decencia que aún sobrevivía en Duranghetto.
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