¿Te acuerdas dónde hiciste tu primera comunión?

Cultura 07 de agosto de 2023 JESÚS MARÍN

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A mis trece años soy el último hombre virgen sobre la tierra. Pensaba que la virginidad era cosa de mujeres. Ser virgen a los trece años es la peor de las vergüenzas, al menos en mi barrio de la colonia Hipódromo.

Hacen una colecta entre los morros del barrio. Se nombra a Ito como mi padrino de primera comunión. Se reúnen cerca de treinta pesos, entre monedas y centavos. Cantidad respetable por la virtud de un hombre.

Se cooperaron para que perdiera el quinto. El Ito, de los más grandes, 17 años. Juntamos montones de centavos, monedas ahorradas, escatimadas en los mandados, ahorros de los domingos que nos dan.

El Ito y yo (temblando de espanto, poniendo cara de macho), tomamos el bus amarillo rumbo al centro de la ciudad. En nuestro pequeño mundo adolescente, conocemos tres formas donde perder el quinto. El hotel Valdez, los Pinos o con una de las ñoras de la plazuela Baca Ortiz, señoras de grueso calibre y carnes cuasi marraniles. Por veinticinco pesos, incluido el alquiler del cuarto, te inician en el arte del toreo.

Las consigues en la plazuela Baca Ortiz, oreando las elefantinas piernas, con generoso busto desbordado, contenido a duras penas por sus heroicos sostenes. Ejercen su oficio de meretrices a plena luz de día, sin pena y en descaro pleno. Emperrifolladas en mini vestidos, quien no enseña no vende.

Las lonjas se les derraman por sus costados, mostrando los marchitos encantos. La crueldad de envejecer. Sus mejores clientes son hombres viejos, de rancherías cercanas. Hombres ya canosos, en declive de juventudes y fogosidades. No exigen demasiado por recordar sus años mozos. Te apalabrabas con ellas y a un cuarto de los hoteles de paso, en la calle Pino Suárez, esquina con Madero, a consumar el ayuntamiento.

Las ñoras de la plazuela se descartan desde el principio, al ser a vistas de Dios y los hombres, dos escuincles calientes se notarían de inmediato.

Quedan dos sitios desvirginadores. Están en el centro histórico de la ciudad. El hotel Valdez y los Pinos. El primero por calle Progreso. El otro por la calle Patoni. Congales no muy discretos para el amor comprado. Un lugar sin límites del ultra conservador pueblito colonial. Los Pinos, una casona de citas, en un antiguo lúgubre caserón de vericuetos y leyendas negras.

Con el dinero reunido para mi entierro. ¡Ahh mi primer entierro! El hotel Valdez es el elegido. Descendemos del bus en la parada del cine Dorado 70.

El hotel Valdez, de gran auge por aquellos años, hierve de hombres deseosos de desahogar fiebres carnales. Hombres sedientos de perfúmenes y sabores de hembra.

Los fines de semana se perciben largas filas de hormonas masculinas, machos jariosos, urgiendo el servicio de alguna madame profesional. Hiladas de militares en día franco, disciplinalmente formados. Hombres pelones, chaparros y prietos, mercando gramos de amor.

Al ser sábado, los sardos esperan turno, afuerita del hotel Valdez. Ansiosos por desahogar sus ansias militares. Sardos, vestidos de civil, corte militar y bramidos de toros en celo, se carbonizan en las puertas de la huilez.  Ante tal escenario, mi entrepierna e inocencia, agradecen al Dios del Himeneo.

Ni modo de hacer fila también. Nos corren entre rechiflas, insultos y carcajadas, por nuestra incipiente calentura. Suspiré aliviado. Pero mi terco "padrino" me empuja a los Pinos, una cuadra más arriba del Valdez.

Torcimos por la de Negrete, rumbo a los Pinos, lupanar un poco más discretón, subiendo por la de Patoni (hasta la fecha el hotelito todavía sigue, enfrentito de un convento). Es una casa de vieja, ruinosa, de carcomido portón y apolillada madera.

Los Pinos, es nuestra última esperanza. El miedo de mi tilín es apoteósico. Me sudan partes que no creía que sudaran. Llegamos ante la antigua puerta de madera descarapelada como la tristeza de las mujeres abandonadas. Penetramos, al son de sepulcral chirrido al abrirlo. Cuántos siglos tendrían sus goznes sin aceitar.

Caminamos por un largo y oscuro pasillo, plagado de bichos en los rincones y diabólicos seres en los resquicios, murmurando ¡Ah carne joven, ah carne inocente!, susurran con chasquidos demoniacos, el pasillo se difumina en infinito laberinto. Cuartos adosados a los lados. Cada cuarto es boca de lobo, con oscuridades insondables, no tienen puerta, nomás cortinas de telas, desgastadas. Si la cortina está cerrada, hay amores y suripantas en plena cogedera. Al final del pasillo se vislumbra un enorme patio, repleto de lo que a la distancia, parecen olvidadas lápidas y cruces derruidas.

La mayoría de las cortinas, cerradas. En la penúltima puerta, la cortina abierta, entramos al recinto del pecado y la lujuria.

Nos recibe un gigantesco pulpo, carnuda y pestilente, hipopótama mujer, flácidas carnes y tetas dinosáuricas. Recostada en la cama, cual faraónica Cleopatra, echada en vieja cama de latón.  Sonríe con sus podridos dientes, luce roídos trapos azules, vestigios de lo que fueran un baby doll de añejas seducciones.

Mi padrino y ella, se saludan como viejos camaradas de armas. Yo en la puerta, con mi virginidad temblando en inocencia sollozante. Hablan a grito pelado de la carnicería de mi virtud, próxima a la guillotina. Esta muy chavito, muy tiernito, lo voy a derrengar. Ya aguanta. Ya tiene trece años. Doña, háganos el paro, es su primer vez, será su primera comunión, lo va a estrenar, quítele el quinto.

Mi padrino y la doncella cincuentona, negocian mi primera comunión. Yo los escucho su sisear de serpientes. Regatean mi carne núbil treceañera, pura y casta. Yo sudoroso. Con un terror nunca antes sentido. Lo único parado es mi pelo por el despavorido pánico.

Mi padrino y ella, hablan de negocios:  cuánto cobras por desvirgarlo, es quintito el niño, ¡Ahh!, entonces les va salir más caro, yo no estoy para enseñar a coger a muchachos pendejos. Regatean como si mi inocencia fuese carne para el rastro.

Los Pinos, una de esas casonas antiguas que fue vecindad, cuartel militar en los tiempos de la revolución. Algunos dicen que ahí enterraron a muchos muertos de la bola. Y a cadáveres de bebés muertos al nacer o en abortos clandestinos.

La atmósfera del cuartucho de aquella monstruosa mariposa del placer, es densa, olores pesados. Olores a aires marinos, a carne en putrefacción. Se escuchan quejidos a los lejos, voces distantes. Al menos eso creo oír con el miedo en la sangre.

Entramos al cuarto. Tomamos aire y valentía, el Ito y yo, y mis virginales trece años, temblando de miedo, pero fingiendo el valor del mundo.

La grotesca sirena se revuelca en océanos de colchas y sábanas amarillentas, manchas ignotas y seres innombrables.  La cetácea hembra, con sus más de cien toneladas de carnes y escamas, dueña de enormes glándulas mamarias, capaces de amantar a los huérfanos del mundo, nos contemplan con el ansía de que seremos su alimento.

Recostada ella y sus desparramados territorios, en el camastro de bronce. Las sábanas, zurcidas por todas sus playas, impregnadas de heridas y recuerdos de innumerables batallas carnales. Sonriéndonos, orgullosa de sus podridos dientes. Pasen muchachos, no muerdo. Y suelta la risota,

A un lado del camastro, una reja de madera a modo de buró, con una palangana despostillada, donde supuse se lava sus engendros después de cada faena. Debajo de la cama, una bacinilla, herramienta indispensable de aquellos años. Las paredes de un gris deslavado, deslucidas, casi tan tristes como los ojos de la puta.

Una luz amarillenta, de cansino foco moribundo, brinda tímido resplandor, sol semi ciego alumbra el cementerio del tétrico escenario. Si ya traía el tilín encogido de miedo, ante este espeluznante espectáculo de obesidades y tentáculos, se me achica más.

Ella trata de ser sensual, se levanta, en ese movimiento se le ve su cosota, peludo ser, con vida propia, también sonríe en su guarida de la entrepierna. Es un amasijo deforme, salvaje, velludo, podría jurar que posee colmillos. Nomás me restregué contra la pared de terror. De su bajo vientre, emergen tentáculos con miles de rostros ensangrentados, gritando ser liberados. Esa raja es entrada a los infiernos.

El ente lovecrafniano, tambaleante se me acerca. Me agarra mi taleguito con sus garras de arpía, lo aprieta. No, estás muy verde, te desquitaré tiernamente. Mira lo que te vas a comer, chaparrito. Alza el trapo sucio de su baby. Lo que vi, ya con toda claridad y en conciencia plena, aún atormenta mis pesadillas, un engendro negro y asqueroso, con miles de pelos y ojos de rojizas venas, herida abierta al averno, abismo de inframundos. Fosa de condenados al fuego eterno.

Esa bestial mujer, con su asquerosa herida entre sus gordos muslos, me sonríe con dientencillos babeantes. Es la primera vez que veo un sexo de mujer en vivo y a todo terror. Cierro los ojos… padre nuestro que estas en los cielos…

Mi corazón late desbocado. Estoy en el matadero, indefenso ante ciclópea tarántula de carnes fofas y desparramadas. Las enormes tetas le cuelgan como hidras.

Yo me quiero morir, cerrar los ojos, estar a mil kilómetros ahí. Nomás de imaginarla desnuda y yo sumergido en sus montañas de morbosa lujuria, me estremezco de angustia. Me va succionar completito. Voy a desaparecer en su oscura y húmeda caverna. Mis escasos tres centímetros se achican a milímetros. Se me enchina lo enchinable.

No mames cabrón por treinta pesos ni una puñeta le hago. Trae cincuenta pesos y hablamos. No llegaron a un arreglo. Nos faltaban veinte pesos para perder mi quinto. Afortunadamente mi padrino no trae lo que pedía aquella ciclópea matrona por destazarme.

Salimos huyendo, con la cola entre las patas, El Ito recoge mis restos y nos vamos del lugar, jurando regresar al otro día. Decidimos repartirnos el dinero a partes iguales. Brindamos por mi virginidad perdida en el Pasaje, ante rompopes y donas. En el barrio presumo ser ya todo un hombre. Mínimo soy un adolescente bien jibado de donas.

Lo que ese día perdí, es la cordura. Tardé años en poder ver una vagina. Gracias a Dios, mi madre me lleva de vacaciones al rancho y no regresamos al barrio en un mes.

 

Esa noche en la oscuridad, mientras la familia descansa, meto mi mano entre mi calzón y me agarro mi chapulinito, diciéndole tiernamente: de la que nos salvamos, de la que nos salvamos, mijo…(jesusmarin73a@gmail,com)

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