Mi madre ante el Covid

Si la gente de derechos humanos hubiera ido a la casa a reclamar mi educación, también les parte su madre, mi madre

Cultura17 de julio de 2023 JESÚS MARÍN

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Imagino a mi madre, María Cristina, María Atila, Cristina Gestapo, el apache con la más certera puntería con la chancla o con lo que tuviera mano. Mi madre en este tiempo del Covid 19 y la pandemia. 

Tiempo de aislamiento, del no salir de casa. Del miedo, terrible miedo que nos envuelve y asfixia. Imagino a uno de nosotros, le salga a doña Cristina con la cantaleta: “estoy deprimido, no quiero comer. Estoy triste por no ir a la escuela. Y estar encerrado”.

Chanclazo hasta por debajo del hocico. Chanclazo hasta que se le pase su “depresión” al niño. ¡Ah! no tienes nada qué hacer, pos te vas al lavadero a fregar los trastes. Luego barres el patio y tiendes las camas. 

Te pones a leer los libros que te compramos. O me cuentas cuántos ladrillos hay en la pared. Y si no tienes suficiente también tengo la fajilla. Unos cintarazos curan más que un loquero. 

Así me educaron a mí. Un chanclazo a tiempo evita futuras sesiones psiquiatras o grupos AA. Con la señora chancla y el señor fajillazo. A veces era suficiente para apaciguarte o amansarte, nomás con enseñártelos o que madre te hiciera esa mirada de síguele cabroncito, ya sabes lo que te espera.

¡Ah! si hacías berrinche en casa ajena o estabas de cargado, que diosito te cuidara. No te decía nadita, nomás conque te echara cierta mirada de: “en la casa te voy a partir tu madre”. Sin un gesto ni una palabra.

En casa te nalgueaba. A cada nalgada te explicaba porque te las merecías, con su consabido: esto me duele más a mí que ti, pero las nalgas rojas y adoloridas, eran las mías. 

Gracias a mi madre, aprendí todas las gamas de groserías del vocabulario mexicano. Me convertí en portero de fútbol al esquivar los objetos más increíbles que me aventaba, una vez hasta el pobre gato monino salió volando. Esquivaba macetas, platos, vasos, chanclas, zapatos, huaraches rancheros, ollas de barro.

Dicho entrenamiento afiló mis reflejos deportivos. Y lo malo era que mi jefa, con puntería apache no fallaba en el tiro.

Ahora dirían que era una salvajada. Que causa traumitas en los infantes de hoy. Yo, con esa educación arcaica y descalificada por los modernos psicólogos, sociólogos y psiquiatras, me convertí en ser humano de bien, respetuoso de la vida y la ley. Ni una sola vez en mis cincuenta años he caído en la cárcel.

Mi “daño mental” es ser un hombre decente y respetuoso de mis mayores. No necesité de psicólogos ni terapias. No tengo traumas, miedos ni complejos.

Si la gente de derechos humanos hubiera ido a la casa a reclamar mi educación, también les parte su madre, mi madre. 

¡Ay de que te robaras, gritaras, insultaras, a tu abuela, a cualquier adulto, más te valía esconderte en el fondo del mar. El único mal que me hizo mi madre fue educarme con límites, del bien y del mal. Enseñarme a respetar y ser respetado. A cumplir con mis obligaciones. A ser responsable. A no doblarme ante la vida ni sus problemas. A trabajar duro. No robar. No transar. No gastar el dinero que no tengo.

Yo era tremendo, hijo único, chipil entre los chipiles, experto en cinco clases de berrinches. Un berrinchudo profesional, el frankensteincito de mami. Berrinches desde el tirarme a patalear en el suelo hasta amenazar de no respirar sin no cedían a mis tiránicos deseos.

Consentido de mi abuela y de mi padre, los manejaba a mi antojo, como me daba la gana, hasta que mi madre, harta de mis caprichitos, me aplacaba de una nalgada, así llorara por días, meses, dejaba que llorara las lágrimas del mundo, mi santa madre seguía en lo suyo, indiferente al dolor de su único hijo, su criaturita pinacate, carne de su carne. 

Me aplacaba con un ¿de veras quieres llorar?, te voy a dar motivos para que llores de verdad… santo milagro, mis berridos cesaban por arte de magia.

Tenías que estar a un pie del sepulcro para que no ir a la escuela. Se las sabía de todas, experta en epidemias y pandemias. Te daba una mejoral y a la chingada, te vas a la escuela, en mi casa no mantenemos wuevones.

Ya si te tocaba la frente y la sentía con fiebre, la cosa cambiaba, se convertía en luminoso ángel. Te mandaba a la cama todo el día, te untaba vaporub en el pecho y en las plantas de los pies. Te llevaba tu comida favorita e historietas para entretenerte.

Si a los dos días no mejorabas, la sola mención de inyectarte te curaba como el mejor antibiótico. 

Hacen falta mamás así, para que no haya tanto frágil llorón, aunque los psicólogos se quedarían sin chamba. Más mamás, menos amistad. Los hijos necesitamos padres, no que sean nuestros amigos e iguales. Un chanclazo a tiempo evita muchas pendejadas en el futuro. Y al demonio Freud.

 

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