Alacrán de la celda 27

Leyendas duranguenses

Cultura 20 de junio de 2023 JESÚS MARÍN

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Eso de estar huyendo, de vivir siempre al acecho, en las oscuridades de las piedras, hundido en las humedades de la tierra. En el oscuro silencio de las madrugadas, escapando del calorón y los miedos de la gente.

Cuidándose de la más mínima amenaza, hundido en las tinieblas, en la soledad del hastío, respirando el odio de los otros.

Huir al menor gesto de peligro. Andar en la zozobra, arrastrándose por las paredes, arrastrándose por las noches, arrastrándose por los rincones, en lugares tenebrosos, sin paz ni remordimientos. Con la muerte en mi aguijón.

Uno no sabe cuándo le llegará la muerte. Uno no sabe dónde va a dejar esta negra tristeza que corroe desde el vientre de la madre, madre que mis hermanos y yo devoramos, apenitas vimos la luz. Apenitas nos desentumimos 

Ha sido un caminar por este mundo, buscando el silencio de la tierra, enterrándose lo más profundo, lo más lejos de la luz. Lo más lejos de esta gente que te mata apenas te ve, sin darte tiempo de nada. Gente oscura y venenosa como yo, como esta tierra, como esta noche, como el destino de todos los que nos arrastramos por estos rumbos. Por eso el aguijón siempre listo y la traición a flor de piel.

En este cuarto encontré mi reino y mi refugio. Aquí soy el amo y el terror. Aquí decido quién muere y quién vive. Dicen que el mismo diablo viene cada noche a llevarse el alma del condenado. 

En este mi reino he crecido al doble de mi tamaño, alimentado por el miedo y la desesperación. Soy la condenada y soy el verdugo. Quien duerme en esta celda, amanece muerto, retorcido de rabia y miedo. Es la celda 27 de la Penitenciaría. La celda del diablo. Soy la muerte y el rayo. Quien duerme entre las paredes de mi reino, amanece con la muerte en la sangre. 

Hasta que llegó este hombre, con los pesares del mundo en sus hombros. Dicen que se llamaba Juan o José. Para ellos, los de adentro, era solamente un número, un condenado a cadena perpetua, condenado a envejecer, condenado a morir sin volver a ver a su familia. Sin volver a sentir el aire de la libertad en su rostro. 

Una noche llegó a las puertas de mi morada. Yo los veía desde mi escondrijo, entre las vigas del techo. Lo llevaban dos celadores, entre burlas y respetos. Juan o José, iba sin ilusión ni esperanza, en las miradas del condenado a dejar sus mejores años en estas paredes. A morir de perenne ancianidad. 

El muchacho era un valiente. Eligió una muerte rápida, que a padecer el martirio de los años encarcelado. Era un muchacho nacido en el campo, peón de una Hacienda. Mató a un perro rabioso a balazos. El Patrón, dueño del perro, lo acusa de dañar su propiedad. Y por su poder es condenado sin juicio ni piedad, a morir entre las rejas.

Elige morir en la celda del diablo. Pide como última voluntad un cabo de vela y una caja de cerillas. Todos asumen que sería su última noche en la tierra. Desde unos años, cada preso encerrado en esa celda 27, amanecía muerto por causas inexplicables, con el miedo reflejado en la cara. Es el diablo, es el mismo Satanás que viene por sus almas.

Lo dejaron sobre el camastro, con una cobija roída y salieron huyendo espantados, rezando en murmullos. Dios te perdone muchacho, parecían decir.

A la medianoche se apagaron las luces en aquel presidio. Celda por celda fueron llenándose de oscuridades y de frío sabor de la muerte. Uno a uno los presos se acurrucaban en sus camastros. A las doce de la noche el silencio era de cementerio. Apenas si se distinguían las respiraciones de los presos ya dormidos.

Menos él. Menos mi huésped. El muchacho se sentó en el camastro. Se dispuso a esperar la muerte. Se dispuso a esperarme. 

Luego dijeron, que a las tres de la mañana se escuchó un grito espeluznante. Nadie se atrevió ir a investigar. Más podía el miedo que el deber. Lo profano que lo cristiano. El grito provenía de la celda número 27.

Yo bajé por la pared rasguñando con mis ocho patas por la blanca pared, dueño del terror y la incertidumbre. Sabedor que sería otra de mis víctimas. Otro ejecutado por las ánimas del infierno.

El hombre gira el rostro hacia donde proviene los ruidos, paralizado de miedo y pavor, apenas si puede medio buscar el cabo de vela y la caja de cerillas, a tientas agarra el cabo, con la torpeza que da la proximidad a presenciar un ente demoniaco, tira las cerillas de la caja bajo el camastro. Apresurado y rezando a la virgen y a todos los santos, se agacha por el suelo, tentando a recoger las cerillas, mientras los rasguños en la pared se acercan lentamente, entre las tinieblas.

A tientas agarra una cerilla, la frota sobre la caja y esta no enciende, el fósforo se le deshace. El hombre grita de terror y desesperación.

Yo sigo mi cacería, me le acerco y cuando ya casi lo alcanzo, milagrosamente el muchacho enciende una cerilla iluminadora y la luz me ciega, la luz me alumbra y demuestra mi naturaleza de alacrán. Nada del demonio. Nada del diablo.

El muchacho enciende el cabo de vela, ilumina la noche de la celda. Y queda al descubierto el horripilante secreto de la celda del diablo. Es un enorme y gigantesco alacrán, cebado de sangre humana, que despiadadamente se acerca al preso, con el aguijón alzado, dispuesto a inyectar su letal veneno.

Al ver que el muchacho no se espanta, trato de huir al percatarme que ya no tengo el poder del miedo. 

Encendió la vela y me descubrió, trató de espantarme con su sombrero, pero yo invencible avanzo hacia él, buscando su carne, buscando inyectarle mi veneno

El hombre es más rápido, con su sombrero me echa aire, me paralizo y aprovecha para poner encima de mí el balde de las aguas. 

Encerrado en mi prisión metálica, estoy impotente y preso. Se sienta sobre el bote. Estoy atrapado, mi reino de terror ha llegado a su fin.

Tranquilo se sienta en el balde, hace caso omiso a mi furia y mis golpes de tenazas. Espera el amanecer. Ha burlado a la muerte y vencido la maldición.

Al día siguiente llegaron los celadores y dos camilleros, a buscar el cadáver del hombre. Se sorprenden de verlo vivo. Fue sorpresa al verlo vivo, entumido y sudoroso de miedo.

Les pide una jaula. De esas de gorriones. Y me han encerrado en esta jaula. Ante el asombro de celadores y camilleros, hasta el director de la penitenciaría estuvo presente. Asombrados los custodios. Asombrados los otros presos. Asombrada la ciudad.

Como reguero de pólvora se esparce la noticia que un preso había sobrevivido a la celda del terror. A la celda 27 del diablo. Me mostraron como trofeo, a él, al muchacho, como un héroe. Un hombre que ha vencido a diablo. El muchacho fue perdonado en su condena y liberado.

Yo, el demonio. Yo, el alacrán maldito. Yo, el alacrán del diablo. Yo, la muerte. Un alacrán de 26 centímetros sin contar la longitud de la cola y mi aguijón, acabé disecado en una urna de cristal del Museo de Historia Natural de la Ciudad de México, dándole a Durango la fama de alacranes mortales y del diablo.

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