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La Plaza de Armas, corazón de Durango
Hoy la Plaza es propiedad particular, del Cabildo, de una rapiña de buitres. Una horda de hienas, sedientos de dinero y poder. Hacen y deshacen a su antojo, rentan y concesionan los espacios de la Plaza, que es de todos. La prostituyen.
Local19 de febrero de 2023 Jesús MarínLa Plaza de Armas es el corazón de Durango. Es la parte vital de la ciudad. Reunión de todo abolengo y casta duranguense. La Plaza de Armas es el alma de los duranguenses. Gloria y sangre. Orgullo y altivez.
Su Catedral, eterno y santo testigo. Principio y fin de nuestra esencia norteña. La Plaza de Armas es la primer piedra de nuestra fundación por el capitán de 17 años Francisco de Ibarra y Doña Ana Leyva, hace más de 450 años.
Es la Plaza de Armas reunión de los duranguenses de corazón y querencia, de nacimiento y arraigo. Lugar de encuentros y desencuentros. De amores furtivos y secretos centenarios. De fantasmas e inquisiciones. Historias y leyendas.
Por su solar han paseado generaciones de alacranes. Ha visto el desfile del ejército francés invasor. Vio la huida del ejército liberal de Juárez. La invasión de fuerzas revolucionarias. Ha visto nacer y florecer a la castiza Villa de Durango hasta convertirse en la capital del reino de la Nueva Vizcaya en 1562 al otorgarle el Virrey de la Nueva España al expedicionario Francisco de Ibarra el nombramiento de gobernador y capitán general de las tierras y gente, surgiendo el reino de la Nueva Vizcaya, conformado por Chihuahua, Durango, parte de Coahuila y Nuevo México. Nuestra Plaza es memoria viva en las nostalgias de los ausentes. Durango si muero lejos de ti…
Los domingos son la Plaza de Armas. Domingos de tribus familiares. Sacar a los escuincles y a la ñora a orearse. A que les dé el aigre, a mirar las piedras y las carcomidas bancas. Pasearlos para despulgarlos de las paredes de su cueva. Atarántales un ratito el aburrimiento, soltarlos libres y feroces, ¡ay cabrón, sálvese el que pueda!
Irse a pata o camión a la plaza de Armas. Ya ven que en este rancho bicicletero todo esta rete cerca. Ir aunque sea a ver gente. A ver los carros a vuelta de rueda circulando enfrentito de la Catedral. A los mordelones de tránsito afilando las mandíbulas. A los globeros tentando a los escuincles para el juguetito. Al paletero y las canastas de dulces tradicionales. Agarran oxígeno y se nos quite lo amarillento. Lo pusteco.
Comprar un olote disfrazado de elote a la tribu. Uno para todos, de a mordida toca. El dulce de nuez, el cucurucho de semillas o mínimo un chiclito, lo que alcance con el pinche miserable sueldo de la maquila.
Los más pudientes y pujantes al Paseo Durango. Suspirar ante los escaparates. Desear lo que nunca tendrán. Pagar fortunas por un refresco en antros de lujo y elegancia. Pavonearse tirando crema, cagar verde pues. Muy gringos culo prieto o europeos a huevo. Durangueños de la Alta. Alta vecindad. Alta marginación. Olvidar la jodidez aunque sea por un ratito.
Irse los domingos a donde sea, escapar de las microceldas del Infonavit. Sentarse en una banca. Escuchar el lloriqueo babeante de la escuinclez por un globo, por una paleta de limón de los carritos blancos como la nieve, hogar de pingüinos y marmotas, ofreciendo un beso frío, una mordida de hielo.
Así es Durango en la plaza un domingo. Pa’ los que no tienen dinero y se conforman ver los árboles, las fuentes, bajo este cielo limpísimo. Caminar entre la gente, dar vuelta y vueltas como animales enjaulados. Percibir los rumores de los camiones y los gritos de los predicadores cristianos. El ruidajo de bocinas a todo volumen descarriado. Atreverse a meterse en la asfixiante boca de lobo del pomposamente llamado túnel de minería. Escuchar los aullidos de apaches panzones y pistoleros de pacotilla, invitando a visitar el Viejo Oeste, ruinas de un pasado western. Sumergirse en esta Babilonia citadina. Mecerse con el viento como el papalote que una vez construiste con tu padre para alcanzar las estrellas.
Admirar y degustar las nalgas, las piernas de las muchachas, a veces también fijarse sus ojos. Nunca en la tristeza de sus almas ni la pureza de su inocencia. Presumir la bota vaquera comprada en tianguis de usado en tu colonia, se ve perrona y da el gatazo. Ellas a lucir las garras, las de sus manos, afiladas y deslumbrantemente gatunas y las garras de sus ropas, las domingueras, sacadas en abonos del Robappel. Con joyería de fantasía que no se despinta. Y maquillaje astutamente esparcido para disfrazar la fealdad de vivir.
Ir a la Plaza pa’ vean que sigues vivo, aunque sea tomarse una coca mierda comprada en un Oxxo. Las canijas de las palomas viven y comen mejor que uno, arroz y migas de pan, maíz, sin chambear, nomás dormir y ayuntarse a diario, carajos, por qué no nací paloma.
El agua salpica en las fuentes como el desamparo a los corazones. El agua resuena en las almas, como recuerdo del vientre de nuestra madre, agua bendita que lavas los pecados del mundo.
La tarde transcurre en la santa paz de un pueblo donde no pasa ni la muerte. Nadie viene a Durango. Situado a mil kilómetros de la chingada. Pueblo chico, infierno grande y desatado.
Aquí no hay secretos. Todo se sabe. Y si no, pos’ se inventa. Por eso los moteles de paso no se llenan, temen encontrarse los conocidos o ser reconocidos. Por ello, las iglesias cada vez están más vacías, por la ausencia de Dios en esta tierra abandonada. El chisme se transmite peor que el Covid. Y es casi tan mortal como piquete de alacrán.
Los viejos se acurrucan en las bancas, entumidos de recuerdos de juventud. Cuidando los nietos. Mirando como son olvidados ahora que ya no sirve nomás pa’ estorbar. Los niños, desesperados por alcanzar la edad para sacarle los ojos a sus padres. Las mujeres casadas soñando con aquel novio que sí tenía futuro, no como el wey con el que se casó.
Los hombres, sus hombres, suplicando en su mente por una cerveza helada. Y no sea lunes tan pronto. Los jóvenes y muchachas, creyéndose inmortales, intocados para el tiempo, piensan ser jóvenes eternos. Nunca como sus padres, viejos y decrépitos. El problema no es ser joven, es envejecer, escribió un nicaragüense por los veinte del siglo pasado.
Esa plaza fue mi niñez. Ir al centro era ir a la Plaza de Armas. De esa Plaza parten todos los caminos. Las primeras selfis que te tomas son en la Plaza con la Catedral a tus espaldas. Es la referencia que das a los turistas. Ahí nomás a tres cuadras de la Plaza. Llegue a la Plaza y se va derechito pa’ arriba. Era la central camionera en los ochentas, parada de todos los camiones de ruta. En la plaza se acaba Durango. Y vuelve a renacer.
En la Plaza de Armas se reunían las tribus, por un lado del Quiosco, ese que los jueves los músicos anidan en sus alturas, arrullan con valses y chotis, con polkas y canciones de antaño. Quiosco propiedad de la Universidad y por ello casi nunca abren. En sus costados, los nombres de los duranguenses destacados. Una ilustre placa con su nombre escrito en el polvo de siglos.
Plaza de Tribus. Darketos de negra mirada, malotes y perversos por vestirse de negro. Han de cagar diablos, vampiritos azucarados de cartón. Los punks desafiando al mundo, pero viven con mamá y papá, con estricta prohibición llegar después de las diez al cantón. Los Emos, herederos del romanticismo decadente de Poe, pero estos medio pendejos, con la creencia que ser romántico es sinónimo de romanticismo. Se tapan con el cabello los ojos. Ni idea tienen de qué son. Ni del romanticismo ni de irse a morir de amor en una fría lápida del cementerio. Los patinetos con una pierna más larga que otra, raspan las banquetas de la Plaza, con sus cuatro ruedas. Causan el azoro y la risa. A veces la piedad al ver tamaños idiotas en niñez retrasada. La tribu de los hippiosos, vendiendo sus baratijas y artesanías, incienso y amuletos de dioses desconocidos, extrañas piedras con poderes mágicos, vestigios de aquellos días de amor y paz. Tatuados por todas partes, incluyendo su espíritu.
Es de noche cuando nuestra plaza adquiere su señorial belleza. Sin gente. Sin duranguenses. Sin tribus. Sin manadas de salvajes escuincles. Su soledad es hermosa, la luz de sus farolas le dan un aire de romance lejanía. De nostalgia provinciana. De una paz inenarrable. Solo el olor chispeante de las hamburguesas en una de sus esquinas. Beatriz asomada desde la torre de Catedral, antojada de amor y vida.
Cierta quietud emerge de la oscuridad de sus jardines. Cierta niebla de voces pasadas, de imágenes de antaño, el grito de madrugada del sereno, el rodar de las ruedas de madera. Sentarse en la orfandad de sus pobres y derruidas bancas, mirando a la noche apoderándose de las sombras, de los edificios de cantera. De la vida. De la Ciudad.
Remontarse a una época donde vivir no causaba angustia. Donde vivir importaba más que morir. En la medianoche respiras lo callado y tranquilo de nuestra ciudad colonial, colonial nomás de fama y de apodo. De burla.
Esta plaza, nuestra Plaza de Armas ha sido remodelada, destruida y vuelta a destruir. Su Quiosco tendrá unos setenta años, un poquito más. Sus árboles han sido tumbados. Talados. Humillados. Las bancas languidecen, se marchitan ante la indiferencia y capricho de los gobiernos. Ante la mustia dejadez alacranera.
A principio del siglo pasado, teníamos un majestuoso palacio municipal entre la Catedral y la plaza. Un callejón de los escribas. Un famoso hotel de elegancia y linaje, el Hotel Richelieu.
La Plaza de Armas, testigo de nuestra historia, buena o mala, triste o alegre. Testigo presencial de la vida colonial. Vio las guerras de Independencia y de la Revolución. Permanece muda. Ha resistido tormentas y nevadas. Mítines políticos. Mítines de protesta. Plantones y huelgas de hambre. Huelgas de tristeza y desesperanzas.
Esta nuestra Plaza, antes nos pertenecía. Para el arte y la cultura, duranguenses. En ella se multiplicaban las ferias de libro. De artesanías. Se presentaban bailables y musicales para las familias de nuestra ciudad.
Hoy la Plaza de Armas es propiedad particular, propiedad del Cabildo, propiedad de una rapiña de buitres. Una horda de hienas, sedientos de dinero y poder. Hacen y deshacen a su antojo, renta y concesionan los espacios de la Plaza, que es de todos. La prostituyen.
Nos han robado nuestra Plaza. Le pertenece a vendedores de chatarra china, de fayuca, que a cambio de billetes el Ayuntamiento en turno se corrompe.
La Plaza de Armas plaza, bastión de la familia duranguense por siglos, por generaciones, es un muladar, un asqueroso mercado, tráfico de contrabando y basura. Poderoso caballero es don Dinero.
Da tristeza pasearse en la plaza de armas, entre los puestos de chaquira y guitarras chinas. Han corrido a las familias de Durango. Devuélvannos nuestra Plaza de Armas, devuélvannos nuestro corazón.
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