Los muchachos de verde olivo

El Ejército es una dictadura blanda, gobierna desde las sombras

Nacional 23 de octubre de 2023 JESÚS MARÍN

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Mi padre, Don Jesús Marín Montenegro, fue militar. Un chuta. Paracaidista de élite de la Fuerza Aérea Mexicana, de la FAM, orgullosamente portaba sus alas en su boina.

Orgulloso del Ejército Mexicano, presumía sus fotografías en uniforme y era miembro, aquí en Durango, de un club de ex paracaidistas, viejos camaradas de armas y juventudes, se reunía cada cierto tiempo, en restaurantes para festejarse que seguían vivos y remembrar sus hazañas y contar innumerables anécdotas de sus vidas castrenses.

Mi padrino, Miguel Calderón, se fue con mi papá y la pandilla del barrio, allá por los sesentas a enrolarse en la Fuerza Aérea al Distrito Federal. Vieron un anuncio donde les ofrecían veinte pesos mensuales, un dineral en aquel entonces, comida, hospedaje y uniformes. Y lo más atractivo, recibir una formación militar, servir y defender a la patria.

Mi padre formó parte de la valla de honor de guardias presidenciales cuando el Presidente gringo John F. Kennedy visitó México.

Mi padrino Calderón ostentaba el grado de sargento mayor en el batallón Olimpia, estuvo esa fatídica noche de la matanza de Tlatelolco. Al cuestionarle sobre lo sucedido, siendo testigo presencial y partícipe, me respondía que como ex militar le era prohibido, so pena de muerte, revelar información.

Mi padre, se dio de baja de los paracaidistas, con la firme intención de enrolarse con la guerrilla de barbones de Fidel Castro, allá en la sierra cubana. Su capitán lo trató de convencer de no ir a pelear a tierras extrañas. Mi jefe era rojillo de hueso colorado, por convicción y lecturas, y por herencia familiar, mi tío abuelo, Pancho Marín Acevedo, hermano de mi abuelo Jesús Marín, fue un comunista y de izquierdas, toda su vida. En Durango funda el Partido Comunista.

Al no convencerlo, le avisan a mi abuelo, hombretón güero, capitán de policía en la capital duranguense, se traslada al entonces Distrito Federal para traerse al hijo prodigo. Y con el abuelo no se jugaba, carácter fuerte, criado en la sierra y que se hizo cargo de sus hermanos menores, mi tío Pancho y mi tío Bernardo desde jovencito. El capitán Marín, con pistola 45 a la cintura, según cuentan las crónicas familiares.

Acá en Durango, mi apá se topa con la general de generales, mi madre María Cristina, pos dobló las manitas, el guerrillero chuta se enrola en su matrimonio, los últimos cincuenta años, cazado y casado, con mi madre, juntos hasta que la muerte los separa en el 2004 y diez antes lo vuelve a reunir, donde estén, segurito andarán como perros y gatos, pero juntos, amándose.

Una de las frases de mi padre era que con el supremo gobierno no se juega y menos con el Ejército, El Ejército Mexicano, formado ya como institución en los años despuesitos de la revolución mexicana.

Se dice que es un cuerpo armado para la paz y para defender la soberanía nacional. Pero desde los años de Obregón, las fuerzas armadas, han sido usadas para represión de conflictos y protestas sociales y en algunos participaron en brutales matanzas, no solo la más conocida, la masacre del 68 en Tlatelolco. Y la reciente, la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, cuya participación es más que probada.

Desde su concepción, el Ejército Mexicano es intocable y poderoso, a nadie tiene que rendirle cuentas. Es una cofradía secreta que solamente responde a sus intereses internos y económicos.

Los “muchachos” de verde olivo, ayudan a la población en casos de desastres naturales, luchan contra el narcotráfico, arriesgan sus vidas. Salvaguardan el honor de México. Pero también tienen su lado oscuro. Tenebroso y de una absoluta impunidad, por ello, la frase, de “que con el Ejército no se juega”. El narco-Estado ha crecido al amparo y protección de la fuerza castrense. De sus generales.

Es el quinto poder de la federación. No obedecen a nadie, incluyendo al jefe máximo de las fuerzas castrenses, al presidente de México, como ya ha quedado demostrado.

El actual gobierno, asienta su mandato en dos postulados fundamentales: el voto democrático de más de treinta millones de mexicanos y la fidelidad del Ejército Mexicano.

El Ejército es una dictadura blanda, gobierna desde las sombras, nunca ha participado en un golpe de Estado, ni ha tomado el poder presidencial, no lo necesita. Ellos, los chicos de olivo, son el supremo gobierno y lo han sido desde su fundación en el México de los años veinte del siglo pasado. 

Ha apoyado los regímenes presidenciales del PRIAN, han participado como fuerza represiva y de exterminio. Ni la ley civil, ni el Congreso ni el Poder Ejecutivo les pueden pedir cuentas, y si ocurre, son totalmente ignorados.

La diferencia en el gobierno de izquierda de López Obrador, es que el Ejército está siendo utilizado para construir obras, construir infraestructura y como fuerza policíaca a costo de un enorme poder económico y político.

Las Fuerzas Armadas son la única garantía de estabilidad política, nos guste o no nos guste. Es uno de los pilares de la endeble democracia mexicana, con su muy particular concepto de democracia. Es el único que puede luchar para garantizar la paz y el Estado de derecho.

Lo más cercano que he sufrido de esa garra dictatorial castrense, fue allá en los noventas, cuando trabajaba como reportero, caricaturista político, formador de planas y surtidor de café y tortas, en La Voz de Durango. 

Fue el primero de enero de 1994 cuando estalló la supuesta rebelión del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, comandado por un tal subcomandante Marcos.

En aquel entonces, la directora era Rosa María Nava, heredera de La Voz de Durango, fundada por el maestro Salvador Nava, aguerrido periodista.

El jefe de redacción, Víctor Hernández, me encarga una caricatura sobre la rebelión. Aprovechamos que a las diez de la noche en la redacción nada más estábamos los dos, acompasados por el ruido monótono del teletipo, mandando notas.

Una caricatura muy sencilla, un busto de un militar hecho pedazos por un pedradón que decía EZLN. La metimos en primera plana, sin permiso ni autorización de la directora.

Al día siguiente, yo entraba a las nueve. Teníamos que pasar por un estrecho pasillo para subir las escaleras donde estaba la redacción. Ya se escuchaba el sonar de los teclados de las pesadas máquinas de escribir. Se me hizo muy raro que a esas horas de la mañana ya hubiera gente arriba.

Pasábamos por el pasillo, frente a una pared de cristal de la oficina de la directora. Había un sillón negro, alto, giratorio, de cuero, que llamábamos como el sillón del ajusticiamiento. Nada más oíamos sonar el teléfono en la redacción y la voz, fulanito de tal, que  baje… y la marcha fúnebre…

Yo traté de cruzar, desapercibido, pero la fuerte voz de la directora me “convidó” a pasar. Noté un intenso olor a tabaco y se gira el sillón, ocupado por un teniente, enguantado, con uniforme de gala.

La señora Rosa Nava me regaña, ¿qué significa esta caricatura Marincito? Y en primera plana. Yo haciéndome el wey, le respondí inocentemente, no sé, pregúntele a Don Víctor, para mi mala suerte estaba firmada por mí.

Se me echó un rollo de que eso no se hace, bla bla bla. El militar esperó a que se hiciera silencio. Con una castrense voz, educada, de amenaza velada, me dice, “jovencito”, así despectivamente, eso no se hace, nunca se ataca al supremo gobierno, ni a sus fuerzas armadas ni a la iglesia. Y al decirlo. esbozaba una sonrisa de hiena y se quitaba lentamente, dedo a dedo el guante de la mano derecha, mientras seguía sentado, cruzado de piernas. Fueron instantes tétricos.

La directora me amenaza con los infiernos y me dio dos semanas de vacaciones obligadas. Se le pidieron disculpas al militar. Al gobierno supremo, las Fuerzas Armadas, a la Virgen de Guadalupe. El militar se despide cortésmente y yo subo- huyo- con el rabo entre las patas. 

Allá arriba en la redacción ya se sabía todo. Tras de mí, la directora ya con otro semblante y otra actitud, nos dice en general y a mí, en particular, que esas cosas no se hacen, que corríamos el riesgo de perder la publicidad oficial, blablá.

Y sí, contra el gobierno supremo no se juega y menos con su poderoso e impune ejército. Los “muchachos” de verde olivo son intocables.

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