Dios y sus demonios

Les comparto la traducción que realicé del magnífico libro del Dr. Michael Parenti, Dios y sus demonios, sobre lo que ha sido la hipocresía e inmoralidad de jerarquías eclesiásticas de todos los credos, incluyendo la tibetana cuyo líder, el corrompido Dalai Lama acaba de protagonizar uno de los actos de pederastia más repugnantes. ¡La verdad nos hará libres!

Internacional 24 de abril de 2023 PATRICIA BARBA ÁVILA

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Les comparto la traducción que realicé del magnífico libro del Dr. Michael Parenti, Dios y sus demonios, sobre lo que ha sido la hipocresía e inmoralidad de jerarquías eclesiásticas de todos los credos, incluyendo la tibetana cuyo líder, el corrompido Dalai Lama acaba de protagonizar uno de los actos de pederastia más repugnantes. ¡La verdad nos hará libres!

 

Sobre el autor: El Dr. Michael Parenti, nació en Nueva York en 1933. Es conferencista, escritor, historiador e intelectual dedicado al análisis, estudio y crítica de las políticas de su gobierno, la complicidad de los medios de comunicación y las jerarquías religiosas de todos los signos. Cuenta con un doctorado en Ciencias Políticas de la Universidad de Yale y ha sido profesor en diversas universidades norteamericanas. Ha publicado alrededor de 20 libros entre los que se encuentran Dios y sus demonios (God and His Demons), El asesinato de Julio César (The Assassination of Julius Caesar), El rostro del Imperialismo (The Face of Imperialism), entre otros, además de la publicación de más de 250 artículos.

El Dr. Parenti es ampliamente conocido por sus conferencias sobre el capitalismo y los desastres generados por este sistema que, como él expresa, se devora a sí mismo” sin permitir la creación de sociedades prósperas.

Traducción: Patricia Barba Ávila /  Julio, 2016

 

PARTE I

Todo está en la Biblia

Capítulo 1

DESDE EL CIELO

"No me siento obligado a creer en el mismo Dios

que nos dotó de razón e intelecto y espera

que no los utilicemos."   Galileo Galilei

Desde tiempos inmemoriales, los seres humanos han buscado consuelo y refugio de los golpes e infortunios de la existencia y de las brutales incertidumbres de un Universo a todas luces indiferente. Profundamente conscientes de su vulnerabilidad ante enfermedades y catástrofes naturales y frecuentemente victimizados de manera cruel por otros humanos, han suplicado protección y alivio a sus dioses, implorándoles venganza contra sus enemigos.

Incluso aquellos que viven con cierto grado de confort y seguridad enfrentan la muerte inevitable. Independientemente de cómo se desempeñen en la Tierra, cualesquiera que sean los monumentos que construyan para su propio engrandecimiento, su destino último es la perpetua inexistencia –un prospecto intolerable para la mayoría y, por lo mismo, prefieren creer en la reencarnación sempiterna en este mundo o inventarse dioses que les abrirán la puerta a la vida eterna, a un estado de felicidad ininterrumpida tan ausente en nuestra terrenal existencia.

Aunado al miedo a la muerte, está el miedo a la vida. Para los que habitan el presente y los que vivieron en épocas primitivas, el mundo ha estado plagado por fuerzas impredecibles que nos superan y abruman. Muchas de ellas son percibidas como la expresión de la voluntad de deidades (o una sola deidad) que requieren ser veneradas con ofrendas y sacrificios.

Lo anterior no significa que la experiencia religiosa en su totalidad consista en este tipo de afanes para complacer a los dioses. Existen otras razones por las que la gente ha dirigido la mirada hacia las alturas. Nuestra inteligencia nos compele a ponderar la naturaleza de la existencia cósmica; a admirarnos ante el milagro de la vida y las innumerables maravillas del universo. Y tratándose de interrogantes sobre cosmología, la física empieza a sonar como metafísica, pues los misterios que confrontamos fueron en algún tiempo, materia exclusiva de la religión.  ¿El Universo tuvo un comienzo? ¿De dónde provino? ¿Cuál es su destino final? ¿Cuál es nuestra relación con él? ¿Existe en él algún propósito o intención?

El más grande de los científicos, Albert Einstein, fue uno de los que examinó estos imponderables, diciéndonos: “Intenten penetrar, con nuestros limitados recursos, los secretos de la Naturaleza y descubrirán que detrás de todas las leyes y conexiones que podemos entender, todavía queda algo sutil, intangible e inexplicable. La veneración por esta fuerza que está detrás de todo aquello que podemos comprender, es mi religión”. Otro gran gigante de la Física, Stephen Hawking, hace uso de terminología religiosa al escribir sobre sus empeños científicos, al titular su libro sobre  matemáticas, Dios creó los números enteros.2

Tal vez el gran filósofo alemán Georg Wilhelm Friedrich Hegel tenía razón cuando expresó: en el inicio sólo existía el espíritu del mundo, el Weltergeist, dando lugar a una creación inconsciente y generando energía cósmica que eventualmente se transformó en materia y de ahí evolucionó en materia consciente, en vida y, a partir de ésta surgieron seres con conciencia de sí, es decir, con la habilidad para reflexionar sobre su propia naturaleza en una forma altamente compleja y abstracta que, hasta donde sabemos, es la característica distintiva de los seres humanos. ¡Qué cosa tan extraordinaria es el Universo que dio lugar a seres que se ocuparían de este proceso de autoconciencia y realización de su propia existencia; un universo que creó una parte de sí para estudiar el resto de sí mismo. Tal como dijo Hegel: “Es la naturaleza del Geist (espíritu) el convertirse en el objeto de sí mismo”3

Para la mayoría de los filósofos materialistas, las preguntas sobre la existencia del mundo espiritual carecen de valor, siendo parte de una serie de cuestiones sin respuesta. Para los creyentes de alguna religión, los misterios son evidentes y percibidos como manifestaciones de las maravillas de su dios (o dioses). Lo cierto es que a lo largo de los siglos, los seres humanos han creado numerosas deidades masculinas y femeninas, muchas de las cuales han quedado relegadas al olvido junto con las sociedades que las inventaron.

En el teísmo occidental prevalecen dos tradiciones básicas: está el dios totalmente racional, inmutable y cósmico, impersonal y sin demandas deliberadas; una pura fuerza creativa con un diseño evolutivo: el espíritu de Hegel.  Por otra parte, existe el dios judeo-cristiano: “Dios Nuestro Señor”, también conocido como Yahvéh o Jehová, junto con otras deidades personales que actúan directa y antropomórficamente sobre la historia, con manifestaciones de amor, celos, favoritismo y furia condenatoria.

En nuestra cultura, es la segunda concepción de “dios” la que tiene el mayor número de seguidores, apuntalado por regimientos de fundamentalistas conservadores que invocan imágenes de “Él” –nunca de “Ella” o “Eso”—como el Patriarca Todopoderoso y Protector, Vencedor de Guerras, Castigador del pecado, y Divino dispensador de recompensas a aquellos que lo adoran. Es este dios y sus intolerantes y furiosos proselitistas, junto con sus corruptos y crueles simpatizantes, el objeto de mis comentarios y críticas en las páginas que siguen (lo que no implica que todos los creyentes sean corruptos y malvados).

EN BUSCA DEL SAGRADO SECULARISMO

Este libro no es el trabajo de un ateo militante empeñado en despojar a los fieles de sus creencias, algunas de ellas reconfortantes y otras, terroríficas.  Hay muchos creyentes que se adhieren a un dios clemente y justo, que pone sus preceptos al servicio de la justicia social, la paz y la democracia. Tal como  sucede con los progresistas seglares, los progresistas religiosos se oponen a la explotación y abuso de poder infligido a grandes mayorías por parte de los pocos privilegiados en muchas regiones del planeta.  Tampoco tratan de imponer sus convicciones al resto de nosotros; en su lugar, se muestran tolerantes con todos los que no tenemos ni la inclinación ni el talento por lo sobrenatural. Estos creyentes podrían encontrar muchos puntos de acuerdo con lo que expreso en las siguientes páginas. En cualquier caso, no son ellos contra los que manifiesto mis objeciones.

En realidad no me importa que la gente crea en un dios u otro o de plano en ninguno. Lo que me parece de mayor interés es saber qué tan decentes pueden ser y qué tan comprometidos pueden estar hacia la justicia social, la igualdad, las libertades personales y el respeto por la naturaleza. Aún así, sus creencias religiosas no deberían ser del todo indiferentes a nosotros, especialmente cuando están vinculadas a agendas políticas reaccionarias.  Aquellos que intentan imponer sus credos autocráticos a toda la sociedad utilizando la ley, se transforman en enemigos de la libertad y en un peligro para los esfuerzos de formar una sociedad abierta y progresista.  En estos momentos, la amenaza teocrática aparece más activa y amenazante que nunca. Los que estamos comprometidos con los valores de la democracia secular, tendríamos que sentirnos muy alarmados por las proclividades totalitarias manifestadas por los fanáticos religiosos de todos los credos.

Empecé a escribir este libro hace años, en respuesta a las fuerzas religiosas intolerantes que empezaron a surgir en los Estados Unidos y otras partes del mundo. El proyecto lo relegué varias veces debido a otros compromisos editoriales. Desafortunadamente, los problemas que aquí abordo son tan urgentes hoy como lo eran cuando me ocupé de ellos por primera vez –o quizá aún más.

Nací en la ciudad de Nueva York, en el seno de una familia ítalo-americana de bajos recursos que me educó dentro de la fe católica romana. De niño fui acólito –por cierto, nunca molestado sexualmente- y, hubo un momento en que contemplé la posibilidad de ser sacerdote, más que nada porque asumí, inocentemente, que los curas tenían asegurado su pase al paraíso y nunca tendrían que sufrir el eterno fuego del infierno. Dejé la iglesia alrededor de los 15 años, sin sentirme impactado por el cielo y sus dioses; me fui alejando sin grandes aspavientos con la certeza de que jamás pasaría la eternidad jugando con ángeles o siento atormentado por malvados demonios. Simplemente ya no me era posible creer en todos esos escenarios impuestos por un dios a quien, como celoso vigilante, le molestaba que yo cometiera algún acto indebido.

Años después, empecé a adentrarme en temas religiosos de la misma forma en que se estudia cualquier mitología o sistema de creencias: con escepticismo e incredulidad. Es decir, no es necesario militar en una religión para reflexionar y razonar sobre ella. Uno puede inmiscuirse en varias teologías, analizándolas, ponderando sus fantasiosos escritos y propósitos. Con un creciente interés en historia y ciencias sociales, me empeñé en evaluar el enorme impacto de la religión en la sociedad y cómo ha sido utilizada repetidamente como instrumento de control social.

En aquellos días también medité sobre si el universo podría albergar secretos y significados de naturaleza transcendente, ofreciendo un escape a los confines del ego encapsulado por la carne; una experiencia mística del Gran Inefable que algunas personas llaman “dios”.  Incluso en estos días, algunas veces reflexiono y me sorprendo ponderando lo celestial y místico: ¿Acaso estos ocasionales sentimientos de misticismo provienen de una fuente cósmica o sobrenatural? Realmente lo dudo y me siento más inclinado a pensar que la “experiencia espiritual” se origina mucho más cerca de nosotros, en nuestro interior, autoinducida, aun cuando otros prefieran creer que se trata de algo muy lejano, de naturaleza superior y externa.

Aun así, todo este asunto no está del todo concluido en mi mente. En relación con lo que se conoce como el “mundo espiritual”, me considero agnóstico sobre algunas cosas e incrédulo sobre todo lo demás.  Lo que sí creo es que detrás de las energías térmica, solar, gravitacional, nuclear y otras que conocemos, pueden existir formas de ellas que están sujetas, de manera extraordinaria, a leyes de la naturaleza que todavía no entendemos o ni siquiera imaginamos. Estos pensamientos de duda y escepticismo no deberían despertar las reacciones furiosas de nadie, excepto tal vez, de los religiosos y científicos más ortodoxos.

MAÑANA PUBLICO EL SIGUIENTE SEGMENTO. En verdad espero que la lectura de este revelador estudio sobre el comportamiento de sacerdotes, monjes y otros integrantes de las diferentes jerarquías eclesiásticas, sea de utilidad en el crecimiento espiritual y una mejor y más humanista convivencia social.

 

¡SÁLVANOS OH SEÑOR DE NUESTROS SALVADORES!

En relación con las religiones institucionalizadas, es imposible evitar la incredulidad y estupefacción que nos asaltan al enfrentarnos a ciertas narrativas, algunas de las cuales son el objeto de los siguientes capítulos de este libro.  Siendo tan terribles como son, estas inverosímiles historias no se comparan con las monstruosidades de las prácticas –o malas prácticas- de las instituciones religiosas: las mentiras, las hipocresías, y los abusos criminales perpetrados por los que ostentan una pomposa beatitud y pretendida pureza; el despliegue de una vacua “espiritualidad” que sirve de pantalla para una codicia rampante; el interminable parloteo sobre un dios amoroso por parte de personajes incapaces de sentir amor; la despiadada explotación de poblaciones empobrecidas; la complicidad con las élites privilegiadas y el fanatismo descarado e intolerancia homicida hacia personas de diferentes credos religiosos o aquéllas que no poseemos ninguno.

Qué ironía que muchos religiosos que, presumiblemente son mejores gracias a los dictados misericordiosos de su dios, sean capaces de manifestar una furia mortífera hacia gente de distintas convicciones. Es imposible separar una creencia de todo aquello que se perpetra en su nombre. Es decir, una religión puede profesar los conceptos más elevados pero si también cuenta con prosélitos que asesinan a no creyentes o que se regocijan con la muerte de los que no practican ninguna fe, esto indudablemente afecta nuestra percepción de dicha doctrina. En suma, la religión es lo que sus seguidores hacen de ella. Porque frecuentemente escuchamos que no podemos rechazar una doctrina perfecta sólo por los errores de sus imperfectos adherentes…pero ¿de qué otra forma podemos ponderar el valor de un sistema de creencias si no es con el comportamiento de sus clérigos y practicantes?

Es muy difícil aceptar lo sagrado cuando éste se encuentra manchado por lo profano, cuando escuchamos las vociferaciones de los más viles espíritus resoplando desdén y odio en lugar de misericordia y amor.  Como alguien alguna vez expresó: “No es con Dios con el que tengo problema, sino con su club de fans”. Porque los fanáticos infectan a sus dioses con sus propios atributos patológicos, de manera que los propios dioses se convierten en parte del problema.

Examinada a la luz de la historia actual, la religión ha demostrado ser más una toxina que un tónico. Una crónica de todas las crueldades y crímenes cometidos en su nombre podría llenar más volúmenes de los que tengo capacidad de manejar, por lo que lo que aquí se menciona es necesariamente selectivo. Lo que presentamos en este libro es una crítica dirigida no sólo a las creencias sino también a las prácticas de las religiones institucionalizadas, exhibiendo la cara más deteriorada de la fe y permitiéndonos comprender las terribles injusticias perpetradas en el nombre de uno u otro dios. Aunque, para ser justos, hay que reconocer que, por supuesto, las malas acciones no son exclusivas de los hipócritas religiosos, sin embargo, como veremos más adelante, sí son responsables de una buena parte de ellas.

 

Capítulo 2

El Gran Exterminador

Llevo leída hasta la mitad del Génesis y me siento

horrorizado por el vergonzoso comportamiento de

 todos los personajes involucrados, incluyendo a Dios.

J.R. Ackerley

La “vieja religión” de nuestros padres persiste aún en nuestros días y está teniendo un enorme impacto en la vida política en países como los Estados Unidos. De acuerdo con encuestas de opinión, una gran mayoría de norteamericanos cree en Dios y un considerable número de ellos también piensa que el diablo existe como un ser real y tangible. Y si bien es cierto que la cantidad de miembros de las tres religiones mayoritarias ha decrecido dramáticamente en los últimos treinta años, un creciente sector de creyentes se ha ido adhiriendo a grupos de tele-evangelistas y sectas fundamentalistas. Aunque muchos de los seguidores perciben ingresos modestos, una considerable parte de ellos son activistas devotos en “apoyo de sus valores” y en detrimento de sus bolsillos, canalizando sus donativos a líderes del ala conservadora que proclaman estar reincorporando a Dios a la vida pública mientras que, en realidad, favorecen sólo a los supermillonarios con exenciones de impuestos y grandes subsidios.1

Los taquígrafos de Dios

¿Qué significa cuando la gente dice que “cree en Dios”?  En países como los Estados Unidos se puede concluir que lo que tienen en mente es al dios judeocristiano, la deidad más venerada en las sociedades occidentales.  Su fuente de estudio es, por excelencia, la Sagrada Biblia o, como otros suelen llamarla, “el Buen Libro”. Hay quienes argumentan que la Biblia no debe ser interpretada literalmente. Hace más de un siglo, Samuel Butler comentaba con desdén sobre “aquéllos tiempos en que el Antiguo Testamento se tomaba al pié de la letra, como si saliera de la propia boca de Dios”2 Pues bien, esta misma credulidad prevalece en nuestros días, con millones de fieles que continúan afirmando que la Biblia es producto de inspiración divina –incluso, de redacción divina. Después de haber vivido durante 30 años dentro del Círculo Bíblico, Gene Lyons expresó que el cristianismo fundamentalista está tan vivo como siempre, firme en su postura sobre “la exactitud histórica y científica de cada sílaba de la Biblia”3  El tele-evangelista Jerry Falwell por supuesto que concuerda, añadiendo que “la Biblia es la palabra infalible e inequívoca de Dios. No hay errores en la Biblia”4

Aceptando sin conceder que Dios no cometería errores al momento de dictar sus preceptos, los seres humanos sí se equivocan al tomar su dictado. Es decir, forman distintas interpretaciones sobre lo que se les murmura al oído, o se les manifiesta en aquellos momentos de profunda contemplación, o les es revelado a través de truenos y relámpagos en la cima de una montaña, o en la soledad del desierto. Y lo que es peor, a lo largo de años y siglos, sus escritos han sufrido mutilaciones e inserciones por parte de un sinnúmero de escribas. Pasajes desagradables u ofensivos, por ejemplo, son descartados como “apócrifos” y absolutamente ajenos a la inspiración divina. Incluso aquellos considerados como sagrados han sido subsecuentemente sujetos a dudosas reconstrucciones o transcripciones erróneas.

Entonces ¿qué sentido tiene proclamar que el texto original fue producto de inspiración divina, si no contamos con él? Todo lo que tenemos son copias pletóricas de errores que son copias de copias de copias…frecuentemente producidas con siglos de distancia y muy diferentes entre ellas en cuanto a decenas de pasajes transcritos, la mayoría de las veces, de manera equivocada por escribas que cometieron errores no intencionales, debido a las ambigüedades y abreviaciones en las inscripciones, además del deterioro del material en que fueron asentados. En ocasiones, con el fin de aclarar algún punto o suprimir un pasaje teológicamente inaceptable, imponían modificaciones de manera deliberada.5

Tal como lo plantea el erudito bíblico Bart Ehrman, ¿cómo pueden todas estas palabras ser literal y absolutamente verdaderas, divinamente inspiradas cuando de hecho, se contradicen unas a otras? “En realidad, no hubiese sido más complicado para Dios el preservar las Escrituras originales que el inspirarlas o dictarlas” subraya Ehrman. Si Dios quería que su gente conociera su divino mensaje, hubiese sido mucho mejor entregárselos directamente y de manera duradera y confiable y, tal vez “en un idioma que pudiesen entender, en lugar de sólo el griego y el hebreo”6

Y, hablando de idiomas, la Biblia está ya disponible en cientos de diferentes lenguas, con un sinnúmero de variaciones y ambigüedades propias de dichas traducciones. Tan sólo en inglés, un idioma que no existía cuando Dios dictó su palabra a los profetas, existen innumerables versiones bíblicas. Por ejemplo, siguen publicándose nuevas traducciones de la Biblia judeocristiana, de las cuales cada quien puede derivar inferencias adaptadas y a la medida. Todas estas ediciones han sido generadas por simples mortales de nuestros días, tomando como base textos en griego, latín, hebreo e inglés que se contradicen notoriamente. Si los escritos bíblicos son literalmente verdaderos, como afirma la alta jerarquía, volvemos a preguntar: ¿a cuál de ellos se refieren?

En el presente libro me ocupo solamente de la versión del Rey Jacobo, pues, ciertamente, ha enriquecido nuestro idioma y es la más ampliamente utilizada por los protestantes ingleses. Cuando los pastores pentecostales y los fundamentalistas de la actualidad hablan sobre la Biblia, se refieren, de hecho, a esta versión.

No es mi intención mantener aquí las controversias usuales entre las interpretaciones alegóricas y las literales. En este capítulo y los dos que siguen, el tratamiento que doy a la Biblia del Rey Jacobo es exactamente el mismo que le atribuyen los fundamentalistas adoradores de Jesús, es decir, como el documento fundacional del credo judeo-cristiano y no como una alegoría sino bajo sus mismos términos: como la revelación literal y divina, que es la forma como la aceptan millones de creyentes en el mundo. No obstante, muchos de los eventos inverosímiles y absurdos narrados en la Biblia, como la creación de Eva de la costilla de Adán, o la semana que pasó Jonás dentro del vientre de una ballena, o cómo Josué prolongó la duración del día al hacer que el sol –no la Tierra- se detuviera, o cómo el Gran Jefe desde los cielos, le hizo entrega personal a Moisés de las tablas con los diez mandamientos, o cómo Elías fue elevado al cielo por un torbellino, entre otros.

Lo que realmente nos interesa aquí son las cuestiones de fondo: ¿qué es lo que la Biblia nos dice del dios que mucha gente venera? ¿Cuáles son los valores sociales, morales y políticos que este dios representa en palabras y hechos?

 

 

EL TODOPODEROSO NO ES NINGÚN PERFECCIONISTA

Alejandro Dumas llegó a comentar que si Dios hubiera tenido que vivir en la miseria que muchos seres humanos padecen, se hubiera suicidado. Ciertamente ¿por qué motivo una supuestamente justa y amorosa deidad habría creado un mundo tan cruel? Sólo hay que pensar en todo el sufrimiento, muerte y desastres naturales que nos rodean…y preguntarnos ¿por qué los seres humanos, la “máxima creación” de Yahveh, son capaces de los actos más deleznables?

Los religiosos argumentan que los mismos humanos son culpables pues por su propia voluntad deciden cometer esos actos malvados…pero, si han sido creados por Dios, acaso no es él mismo el responsable de lo que creó? ¿Por qué una deidad omnipotente y del todo perfecta pensaría en concebir criaturas tan imperfectas, capaces de comportarse de maneras tan infames? Y sabiendo de lo terriblemente defectuoso de sus seres, por qué dotarlos de libre albedrío para poder causar sufrimiento a los demás? Con esto no quiero decir que toda la gente sea malvada, pero ciertamente hay un número más que suficiente que comete actos atroces: asesinos, torturadores, violadores, ladrones, explotadores, guerreristas, opresores y esclavistas, muchos de quienes, por cierto, tienen una excelente opinión de lo que hacen.

De manera que el dios judeocristiano diseñó una criatura bípeda dotada con el potencial para perpetrar todo tipo de fechorías; un ser que depreda a sus congéneres y otros animales, sin importarle la miseria que causa. Y, de hecho, el sufrimiento ocasionado es, muchas de las veces, parte de la gratificación. En suma, esta deidad omnipotente y perfecta no es ninguna perfeccionista, pues podría haberse desempeñado mucho mejor si en lugar de seis días, se hubiese tomado más tiempo para formar el Universo…bien podríamos decir que Dios es un incompetente.

Siendo omnisciente, Dios sabe todo lo que ha sucedido y está por suceder. No tiene que esperar para ver lo que ocurre en el futuro; él sabe absolutamente todo los hechos acaecidos a lo largo del tiempo. De manera que, cuando creó a los seres humanos debió haber estado perfectamente consciente de los crímenes y horrores que cometerían, frecuentemente en su nombre.  Tal como lo expresara Bertrand Russell, antes de que Dios creara el mundo, tuvo que saber del dolor y la miseria que lo plagarían; por lo tanto, él es el responsable de todo”.

¿Estoy siendo demasiado duro con el Todopoderoso? No lo creo. Si reparamos en la Biblia, descubriremos que el propio Yahvé se dio cuenta de que el mundo que creó es un trabajo impresentable y, horrorizado por la prevalencia de la maldad entre los seres humanos, apenas diez generaciones después, se arrepintió de su creación “…y sintió dolor en su corazón”. Todo esto nos indica que ni es omnipotente ni tampoco omnisciente. De modo que Yahvé, el dios de la Biblia, con la intención de empezar de cero, destruyó a todos los habitantes de la Tierra y todos los animales y otras criaturas inocentes, enviándoles el diluvio y permitiendo que sólo Noé y su familia sobrevivieran, por haber sido “dignos y justos a los ojos del Señor”.

La Biblia no explica qué tenían de excepcional Noé y su familia para merecer sobrevivir y repoblar el mundo. Con toda seguridad había otras personas decentes en el planeta, incluyendo los bebés sin culpa y también algunos adultos inocentes. ¿Por qué, entonces, decidió exterminarlos a todos indiscriminadamente? ¿Y por qué aniquiló a millones de animales, permitiendo sólo que una pareja de cada especie ingresara al arca? Más aún, habiendo echado a perder la creación, Yahvé empeoró las cosas con el diluvio, al que bien podríamos calificar como “El Gran Exterminio”.

Otro polémico asunto apenas mencionado por los fieles, plantea lo siguiente: si Noé y su virtuosa familia fueron los únicos humanos en sobrevivir al diluvio, significa que tuvieron que incurrir en relaciones incestuosas con el fin de repoblar la Tierra. Y aquí tenemos otra vez una reserva genética casi tan limitada como la existente en el Jardín del Edén y, tal vez, a causa de esta endogamia, es que los descendientes de Noé no resultaron mejores que los de Adán y Eva.

Existe algo aún más delicado sobre el dios judeo-cristiano que casi siempre pasa inadvertido: no sólo creó un mundo lleno de catástrofes naturales y gente capaz de abominaciones horrendas, sino que él mismo no es ajeno a exterminios en masa…Y todo esto narrado con todo detalle en la propia Sagrada Biblia.

 

EL TODOPODEROSO ASESINO EN SERIE

De las innumerables guerras y masacres inspiradas por Dios nuestro Señor, sólo ofreceré algunos ejemplos. Sin duda, el diluvio bien podría considerarse como el exterminio masivo más horripilante registrado en cualquier narrativa, religión o mitología. Y todo parece indicar que esta aniquilación tuvo un efecto perturbador en el propio Yahvé, pues después de que las aguas retrocedieron y vio lo que había ocasionado, decidió entrar en un pacto con Noé y toda criatura contenida en el arca, prometiéndoles nunca más destruir la tierra con diluvios, aunque no mencionó una sola palabra sobre lluvias de fuego, terremotos, o plagas.

De hecho, algunas generaciones después, el Señor empleó una de estas “omisiones” en su siguiente acto de asesinato en masa, enviando una lluvia de fuego sobre Sodoma y Gomorra que mató a todos los humanos inocentes de ambas ciudades simplemente porque no le pareció su estilo de vida.  El exterminio masivo es uno de los pasatiempos favoritos de Yahvé, al aniquilar a más de 50,000 hombres inocentes de Bethschemesh porque algunos se atrevieron a mirar el interior de un receptáculo sagrado del Señor.  Otros ataques de Yahvé consistieron en el derrumbe de ciudades, muros y palacios mediante misiles de fuego provenientes del cielo. En una ocasión, el ángel del Señor aniquiló a 185,000 hombres: “…a la mañana siguiente, mirad…todos eran sólo cadáveres!”. El Señor también mandó una lluvia de fuego sobre Damasco, Gaza, Tiro, Edom y otras localidades, debido a transgresiones que nunca fueron aclaradas.

Las masacres también son perpetradas por los “elegidos” de Dios, bajo sus órdenes y, frecuentemente, con su ayuda directa: “Pues el Señor tu Dios es el que va contigo, para pelear por ti contra tus enemigos, para salvarte”. Yahvé ordena a los israelitas que invadan otras naciones y esclavicen a sus habitantes. Los pueblos que ofrezcan resistencia, deberán ser sometidos sin misericordia “y cuando el Señor vuestro Dios los haya entregado a ustedes, aniquilaréis a cada uno de los varones” y en cuanto a las mujeres, niños y riquezas de la ciudad “os apropiaréis de ellos”.   

En la batalla contra los habitantes de Madian, Dios ordena a Moisés asesinar a todos los hombres y niños, así como a todas las mujeres no vírgenes. “Pero todas las mujeres jóvenes que no hayan conocido varón ni yacido con él, manténganlas vivas para su usufructo” –un mandato terrible, como no ha habido otro por parte de una deidad que ordena la guerra, la conquista, la aniquilación en masa, la esclavitud y la violación de niños.

Y con frecuencia, ni siquiera las “jóvenes” virginales se salvaban. En otra ocasión, el Señor instruye a los israelitas a “no dejar vivo nada que respire: al contrario, “deberéis destruirlos a todos, a los hititas, los amonitas, los cananeos, los fereseos, los heveos, los jebuseos; pues el Señor vuestro Dios así os lo ha ordenado”.  Hay que añadir a esta lista el asesinato de Og, el rey de Bashan y todo su pueblo. Dios también ayuda a Moisés a matar a Sihon, rey de Heshbon, destruir todas sus ciudades y asesinar a todos los hombres, mujeres y niños. El mismo destino sufren los benjamitas y todas sus ciudades. Todos ellos merecen morir por adorar a falsos dioses…

A los israelitas Dios les entrega “a los infieles como su herencia, junto con los lugares más remotos de la Tierra para su disfrute. Vosotros deberéis doblegarlos con vara de acero; deberéis romperlos en pedazos como vasijas de barro”. Dios ordena a Saúl “obliterar” a los amalecitas “sin dejar vivo a uno sólo; matad a hombres y mujeres, niños y bebés.” En otro deleznable acto, cuando sus israelitas arrasaron y aniquilaron a los filisteos, hicieron entrega de 200 prepucios al rey Saúl. Sobre lo que hizo Saúl con estos trofeos de guerra, mejor no especulamos. Con la venia del Señor, el rey David y sus tropas conquistaron innumerables naciones sin dejar sobrevivientes, apoderándose de sus riquezas.

Existe un popular himno que celebra cómo “Josué libró la batalla de Jericó”…lo que no se menciona es lo que hicieron sus soldados después de “que los muros se derrumbaron”.  De hecho, masacraron a todo ser vivo y luego redujeron la ciudad a cenizas, rescatando sólo la plata, el oro y otras riquezas “para ser colocadas en el tesoro de la casa del Señor”.

Esta referencia al tesoro del Señor nos recuerda que la Sagrada Biblia algunas veces se parece al libro de Mammon, rebosante de referencias sobre riquezas materiales: perlas, monedas, templos y esclavos (“siervos”). “La mano diligente os hará ricos” según nos es ordenado.

Yahvé tiene poca tolerancia por la disidencia democrática. Cuando 250 israelitas reconocidos en la congregación, se opusieron a Moisés y Aarón (los favoritos de Dios), un encolerizado Yahvé los baña de fuego, consumiéndolos por completo. También acaba con otros disidentes al arrojarlos “vivos al pozo, haciendo que la tierra se cerrara sobre ellos”.  Imitando a su Señor, el profeta Elías acabó con un grupo de profetas que competían con él. Y podemos seguir mencionando ejemplos de carnicerías de divina inspiración. No sin razón, Moisés exclamó jubiloso “El Señor es un hombre de guerra”. Criticamos a algunos presidentes norteamericanos por comportarse como Dios…igualmente alarmante es cuando Dios se comporta como algunos presidentes norteamericanos…

Hay quienes se sienten muy bien al servir a un jefe supremo y poderoso, convirtiéndolo en objeto de su veneración y a quien no sólo adulan sino temen, como lo refleja la frase “Un hombre temeroso de Dios”.  A los ojos de algunos fieles, la enorme capacidad destructiva de Dios sólo lo hace más asombroso, potente y merecedor de adoración. Lo veneran no porque es misericordioso y lleno de amor, sino por su enorme poder; de hecho, se le venera como el Todopoderoso.

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