El Mantra

Cuento / segunda parte

16 de noviembre de 2024 Nuria Metzli Montoya
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No tardaba en llegar la llamada desde casa. ¿Hasta dónde habrá caminado mi madre hoy?

Eran los pocos momentos de felicidad y dispersión que recibía en mi jornada. Sólo por instantes me alejaba del trabajo y del estudio.

« Bueno? »

« Querida, mamá se ha caído, no fue nada grave, pero ha dicho que tiene miedo caminar, ahora se niega a seguir ejercitando el músculo. Se ha vuelto a sentar y ha rechazado la compañía de su amiga, que quería jugar a las cartas con ella. Te pido, hermanita, que, aunque no creas en el poder de la oración, le mandes buena energía desde allá. Ayúdanos, al menos, con eso. Todo iba tan bien ».

 

Al menos con eso.

 

Era verdad que no había creído nunca en la oración, nada más real que lo que me decía mi hermana, nunca había tenido fe.

Con todo el cansancio que me implicaba, pensé en mi hermosa madre, tan bella, tan amada. Ella me había tenido nueve meses enteros en su regazo, esperándome, amándome, alimentándome y cantándome. Nueve meses que desembocarían en donarme la vida.

¿Yo no iba a poder regalarle una sola hora al día a cambio de nueve meses de creación y rezos? Sí, lo haría. Comenzaría al día siguiente con precisamente nueve meses de oración intensa para pagar, en un modo humilde, el milagro de la vida.

Programé mi rutina diaria: me levantaba a las cinco de la mañana y oración, trabajo, cocina, tesis, descanso.

Oración, trabajo, cocina, tesis, descanso. Oración, trabajo, cocina, tesis, descanso.

Extrañamente, las llamadas de mi hermana llegaban: Mamá quiere volver a caminar. Mamá dio sus primeros pasos, mamá salió sola de su habitación, baja las escaleras despacio pero decidida, sin rendirse...

No daba crédito a lo que estaba sucediendo. Pensé que era el momento justo de creer en la oración, ésta funcionaba, era palpable. Antes rezaba por inercia. Ahora creía de verdad, podía modificar la realidad. Primero, habría que ordenar mi mente:

No soy Dios, pero la oración me da poder. No soy Dios, pero la oración me da poder. No soy Dios, pero la oración me da poder.

Cuánto era ambigua esta situación. Me estaba volviendo loca, supe que valía la pena orar otra hora. Sí, mamá se lo merecía, su amor, su vida dedicada a su familia. ¿Y yo voy a rezar solo una hora? Desde hoy, rezaré dos.

Busqué los mantras más poderosos: Anapanasati, ho’oponopono, Daimoku, Om Shanti Om; medité; recé las vocales, el Kotodama; le dediqué rosarios; contacté con sacerdotes, gurús; hice reiki, hipnosis, numerología y mandé los ángeles de la salud.

Funcionaba.

Era feliz. Después de diez días, sentía que jamás habría podido dejar de rezarle.

Mi día se había vuelto más corto. Mi rendimiento en el trabajo era desastroso. La jefa lo estaba notando. Yo lo veía en las comisiones, que eran definitivamente más pequeñas. Resolvía algunas quejas de clientes en casa, pues no me alcanzaba el tiempo. Me había vuelto muy lenta. Oraba por mi mamá una hora por la mañana y una hora por la noche, antes de dormir. Terminaba el día tan cansada que dejaba la segunda mitad de la oración a medias. Así que a las tres de la madrugada, cuando me levantaba para ir al baño, terminaba la segunda hora. Luego perdía el sueño y ya no dormía. En algunas ocasiones, se me juntaban las dos oraciones. Tenía la percepción de que todo mi día era un mantra. Al ir a trabajar, me repetía: Yo puedo, yo puedo, yo puedo.

Mientras tanto, los meses pasaban. Una tarde, la tos no me dejó rezar. Parecía normal que cantando el Daimoku en voz alta y a toda velocidad se me irritara la garganta. Ese día estaba tan cansada que me dolía la cabeza y el cuerpo. Con mucha fatiga, terminé y me dormí hasta el día siguiente a las doce.

Me desperté y vi en mi teléfono catorce llamadas de mi trabajo. Cuando intenté levantarme, descubrí que no podía.

Me daba vueltas la cama y estaba dolorida de todo el cuerpo. Llamé a mi hermana y, después de contarme que mi madre seguía optimista en sus esfuerzos, me sugirió que me hiciera la prueba del Covid. Y, efectivamente.

 En el trabajo me dieron de baja. Dejé la tesis a un lado y dormía todo el tiempo. La promesa de rezar no podía romperse, so pena de que mi madre se volviera a caer.

Om Shanti Om Shanti Om Shanti

Nam myoho renge kyo Nam myoho renge kyo Nam myoho renge kyo

Lo siento, perdóname, gracias, te amo Lo siento, perdóname, gracias, te amo Lo siento, perdóname, gracias, te amo

uuuuuuuu oooooooo aaaaaaaaa eeeeeeeeee iiiiiiiiiiiiii uuuuuuuu oooooooo aaaaaaaaa eeeeeeeeee iiiiiiiiiiiiii uuuuuuuu oooooooo aaaaaaaaa eeeeeeeeee iiiiiiiiiiiiii

Santa María, ruega por nosotros los pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte Santa María, ruega por nosotros los pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte Santa María, ruega por nosotros los pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte Amén.

 

Mi oxígeno no era suficiente, pero continuaba en voz baja, lento e interrumpiendo con pequeñas siestas, a su vez, interrumpidas por periodos de tos, que así intercalados pasaban las 24 horas. Comía dos veces al día y no orinaba, porque mi cuerpo asimilaba todo. Esto fue así día tras día, una y otra vez.

Las semanas pasaban y me recuperaba. Aún no sentía sabores, me faltaba el oxígeno y estaba cansadísima todo el tiempo. Seguía mandándole oración a mi mamá y ya podía rezar el rosario en voz alta. Me propuse volver a la oficina para ver si me aceptaban de nuevo, me urgía trabajar. En mi lugar, encontré una joven de 20 años bella y muy dinámica, usando mi computadora. Me confundió con un cliente y me sugirió contratar clases de yoga, a lo que yo accedí, pues fue muy convincente. Salí de la oficina y me puse a descansar en la banqueta, jadeando.

Qué paradoja, yo agotada, tratando de volver a caminar despacio, mientras mi madre se iba hasta el parque y jugaba a las barajas.

Muchas veces traté de abandonar la oración, pero esta era una promesa que me había hecho a mí misma y era una persona de fiar. No podía detenerme.

En el quinto mes, me sentía aún mal, así que decidí aumentar otra hora de rezos para dedicarla a mi persona. Mi vida era un mantra.

Rezaba, dormía, comía, rezaba, dormía. Rezaba, dormía, comía, rezaba, dormía. Rezaba, dormía, comía, rezaba, dormía.

 Recaí con Long Covid, me cortaron la luz, no tenía internet ni gas ni agua caliente.

Estaba sin amigos, sin fuerzas, sin futuro.

 Pasó el séptimo y casi terminaba el octavo mes.

Había perdido mi trabajo, la posibilidad de graduarme y tenía los pulmones destrozados. ¿Qué mecanismo había usado en modo erróneo en esta oración tan poderosa mandada al Universo para ayudar a mi madre y desgraciar mi vida?

Llevaba meses sin hablar con mi familia, sentía envidia al oírlos decir que mi madre iba para allá y para acá, que subía y bajaba. Y yo postrada.

Mañana se cumplirían nueve meses.

Mi alcancía estaba vacía, pero ese día, por arte de magia, me sentí mejor. Lo primero que hice fue coger un autobús hasta la casa de mi madre. Tardé cinco horas en llegar. Valía la pena ver a mi madre en forma. No veía la hora de estrecharla.

Llegué un poco cansada, con hambre y sed. Mamá, mami, ábreme por favor, deseo abrazarte.

Timbraba, esperaba; timbraba, esperaba; timbraba, esperaba. Nada.

Unas horas después, vi a un grupo de gente vestida de negro que se dirigía hacia mí, que estaba sentada en la banqueta fuera de la casa. Eran ellos, hermana, cuñado e hijos. Me abrazaron y me invitaron a pasar. Estábamos todos hambrientos y cenamos inmediatamente, así que después que terminamos, se retiraron y mi hermana comenzó a contarme el desenlace que ya me temía.

« Hace unos meses, no sé en qué modo nuestra madre se contagió de Covid, no tuvo malos momentos, pero si unos episodios de fiebre. En esos días, yo estaba a su lado y le hablaba y la acariciaba. Luego, empezaba a delirar y decía cosas sin sentido refiriéndose a ti: «Cucu, ya déjame descansar» o «Cucu, ya cállate», como si estuvieras aquí.

En fin, una mañana después la encontramos sin sentido en su cama, había muerto en el sueño ».

Escuchaba atónita a mi hermana, conectando cada palabra.

« Todos estos meses fueron un sube y baja de emociones. Se ponía mal, se ponía bien, se ponía mal, se ponía bien. Cuando yo te llamaba para decirte que estaba mal, sucedía que luego le rezaba un Padre nuestro y se recuperaba. Estuve muy pendiente de ella y siempre la sostuve. Sé que me lo reconoció y me siento muy tranquila de haber hecho todo lo posible por su salud.

Lástima que tú llegues después de todo esto. Siento mucho que no hayas podido verla tan hermosa, hasta rosadas se ponían sus mejillas del esfuerzo que hacía para caminar.

Y yo siempre detrás de ella, cuidándola ».

Di un respiro profundo y callé.

FIN

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