Ahora sí. Jugaron como nunca y ganaron contundentemente. Esta vez dejaron de ser once valientes que cayeron con las botas puestas. Esta vez no tenemos que irnos con la cola entre las patas y con el amargo sabor de la derrota. Al menos seguiremos vivos otra semana. Al menos el putoooo se escuchará otro domingo más.
Esta vez el Piojo resultó respondón y se la jugó sin complejos ni miedos. En vez de cuidar el empate y replegarse en la madriguera, soltó a los nuestros con un hambre de gol nunca antes vista y destrozaron a una otrora orgullosa Croacia que había adelantado su seguro triunfo y que nos temblarían las rodillas, porque ellos son mejores futbolistas.
Los acallamos con goles. Los acallamos con un fútbol vertical y efectivo. Acabamos de una vez por todas con el mito de los ratoncitos verdes. Demostramos que no solo de fútbol vive el hombre sino que es el único alimento que no nos cuesta y que la gloria, la efímera y puta gloria también puede ser nuestra. Y que soñar es posible en un país donde los sueños son secuestrados. Donde te cortan la cabeza y tus sueños son encostalados. Un país donde soñar hace mucho tiempo que está prohibido.
México en busca del quinto. Del afamado no hay quinto malo. Pero para llegar a jugar ese mítico y suspirado quinto juego en un mundial habrá que volver a jugar como nunca, ante los holandeses acostumbrados a conquistar el mundo. Y superar dos décadas de quedarnos en la orillita viendo pasar el desfile.
Con goles del capitán Rafa Márquez, de Guardado y del Chicharito, México dio una catedra y se ganó sin lugar a dudas ante la algarabía de un estadio repleto de mexicanos.
Ese lunes 23 de junio en el estadio Arena Pernambuco, Recife, se iba a decidir el pase a octavos. Y solo necesitábamos de un empate. Y de un milagro. Motivados por haber renacido de las cenizas y haber calificado de milagro, de panzazo, los muchachos del Piojo Herrera, cuestionado por ser más motivador que estratega, volvieron hacerla. Volvieron a ilusionarnos. Y quedamos afónicos y se nos secó de gritar el gol como hace siglos no lo gritábamos. Como hace siglos ninguna selección nos hacía ganar con tanta hombría y aplomo.
Desde la entonación de himno nacional, el grito de mexicanos al grito de guerra pintó de verde el cielo brasileño y los sombreros de charro respetuosamente se inclinaron ante los cánticos patrióticos, y los ojos negros, ojos tapatíos, nos hacían ojitos desde las tribunas.
Tuvieron que pasar cuarenta y cinco minutos de zozobra y de respiración contenida cada vez que se cobraba un tiro a balón parado contra la portería tricolor. Y rezar en silencio para que Santo Niño-atocha-Guillermo Ochoa saliera en plan grande, saliera en plan de aquí no pasa nada. Un medio tiempo donde hubo flashazos de genialidad por parte de los mexicanos como preludio de la masacre que se avecinaría en la segunda parte.
Dicen que la historia la escriben los grandes. Aquellos que están destinados a no ser olvidados. Nunca vamos a olvidar como el otrora campeón con el Barcelona se alzó en vuelo hasta tocar la punta del sol, burlando a los gigantescos celadores croatas y de un certero cabezazo hizo justicia en el marcador. Rafael Márquez como en sus mejores tiempos, el cuatro veces capitán de la selección en cuatro diferentes mundiales tapó hocicos y avergonzó a sus detractores al romper el silencio de gol en el estadio. Y aquello fue una fiesta. Aquello fue una verbena desbordada de llanto y emoción, de risas y ensueño. Y el mar de abrazos verdes no se hizo esperar. Y olvidamos que Dios no nos quiere. Que los árbitros nos odian.
El uno a cero estaba consumado. Y contra la costumbre mexicana de achicarse. De echarse atrás a cuidar el marcador. El Piojo, ahora convertido en un General, convertido en un semidiós dio la orden de atacar sin piedad. De destruir sin miedo. Y metió al Chicharito contra toda razón, contra toda prudencia. Dos delanteros cuando nos bastaba cuidar el empate para calificar. Cuando nos bastaba el miedo para seguir vivos. Aquello fue un concierto hasta para los más descreídos, y los cínicos fuimos obligados a sonreír, tuvimos que empezar a creer en los milagros.
Esto iba en serio, esto no era una broma. Y Chicharito y Oribe como si hubieran jugado juntos desde la infancia, orquestaron el segundo gol y le pusieron el pase a Guardado que esta vez volvió a ser príncipe, volvió acordarse de que es un crack y en el área chica croata nomás el riflazo se oyó cimbrando otra vez las redes.
Y faltaba el último tiro en la frente. Y como hay un Dios que todo lo ve y todo lo juzga, en un tiro de esquina, un desvió del capitán Márquez de cabeza, nomás un rozoncito, y al final del arco iris, el Chicharito recibió la olla de oro y les clavó el tercero y definitivo. Y de este golpe no se iban a levantar. Eso sí, el Piojo tendría dolor de garganta de tanto festejar y dolor de huesos de tanto abrazar a sus queridos muchachos. Pero eso que importa ante la gloria del triunfo, ante la satisfacción de haber llegado tan lejos.
Más les hubiera quedado quedarse callados a los Croatas. Más pronto cae un hablador que un cojo. Y vaya caída, un abrumador tres goles a uno al ritmo de un verdadero baile tapatío y con el son de cielito lindo en cuarenta mil voces que convirtieron aquel estadio brasileño en un México lindo y querido. Ahora sí jijos del maíz que me echen al más pintado. Esa naranjita ni a jugo de melón nos va saber.
Fueron veinticinco minutos gloriosos que nos hicieron olvidar las pendejadas de los Peñanietos, el aumento incontrolable de la violencia. Ojalá nos dure la euforia para ignorar cómo están destazando la riqueza petrolera del país. Ojalá nos dure el sueño porque el despertar va a estar muy cabrón.
Pero por mientras Rafa Márquez, el cuatro veces heroico capitán de la selección. A quien le cuestionaban su jerarquía. A quien descalificaban por ser demasiado viejo para ser un héroe, hizo tronar las fanfarrias. Hizo que nos atreviéramos a creer, nosotros que ya no creemos en nada. Nosotros que cada día estamos más jodidos. Nosotros que morimos por la camiseta y que entonamos el mexicano al grito de guerra como si la sangre nos salvara, como si once muchachos que ayer eran repudiados fueran lo más sagrado del mundo. Que gracias a los gringos hoy se han atrevido hacer vibrar a una nación. Qué importa que mañana tengamos que pagar más cara la gasolina. Qué importa que nos acribillen en una balacera. Qué importa que nos levanten y nadie nos vuelva a ver, si ya fuimos testigos del sí se puede. Si ya pudimos golear a Croacia . Y Oribe Peralta, pese a Dos Santos, es un Dios. Un dios humilde y certero. Y Chicharito volvió a ser luz de nuestra cancha. Y Guardado nos tenía guardado su talento y esta vez no hubo remilgos ni miedo. Esta vez hubo fútbol. Esta vez sí hubo once valientes mexicanos que pese a ser mexicanos fueron más que nunca nuestros héroes en un país donde no existen. En un país donde el que tenga el R15 más poderoso es quien manda. Y qué importan que nuestra economía no crezca y que nos estemos muriendo de hambre.
Hoy, al vencer a Croacia. Nos sentimos campeones del mundo. Y putoooooo el que diga lo contrario.
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