Cuento / 1a. parte
Cómo explicar este silencio. Sepulcral silencio en cada cauce y cada vena. Miro caer las balas a mi derredor, lluvia ácida que todo corroe y todo corrompe. Infinidad de muertos sin nombre. Infinidad de muertos sin destino de Dios. De nada sirven las estadísticas. No sirve colgarles un número. Nunca habrá cifras exactas. Un muerto no es una estadística, era una persona. Era una historia. Una persona no es una etiqueta. La muerte nunca caduca.
Los cadáveres se cansan de pedir una tregua. Los cadáveres somos nosotros. El silencio, única defensa, único argumento.
Esto pasará, dices cerrando los ojos. Rezando con la boca apretada, con los puños apretados. Con el alma apretada. Esto pasará Penélope algún día, cuando estemos muertos, cuando no tengamos voz. Cuando este país, lo habiten los zombis.
II
Diez de la mañana. Los tronidos de ráfagas te paralizan. El sonido del Dios metálico descargando su furia. Bufidos de miedo, gritos hirientes de acerada voz, mutilando la paz. Uno tras otro, en macabra cadencia, en ritmo mortal ascendente.
Un trueno estruentoso reventando el fin del mundo, en la calle de tu barrio. Alaridos de miedo nacen desde tu interior.
Diez de la mañana en el sur de la ciudad y la Muerte ejerce su oficio, a media cuadra de tu casa. Nomás doblando la esquina, los cuerpos desangelados de dos hombres ejecutados. Y una señora con la mala fortuna de ir por la despensa del día. No hay horarios para las ejecuciones.
Dicen que a todo se acostumbra uno, menos a morir. No han pasado ni diez minutos y el aire pletórico de sirenas. Gente en uniforme azul y verde, con armas de alto poder. Con los aires de prepotencia en máximo esplendor. Husmean el ambiente como perros de presa que nunca cazarán ni un méndigo conejo, aunque lo tengan enfrentito. Examinan con rencor a los testigos, escudriñadores de la tragedia, revolcando la morbosa mirada, en la matazón de vidas cercenadas.
La ley busca descubrir un sicario en cada mirón, maliciosos escanean tras las gafas oscuras de marca, tragándose la imagen de un solo trago. Como si el miedo pudiera digerirse y no se quedará anudado en la garganta.
Alguien ha prendido una veladora, salida no sé qué templo. A no sé qué Dios. En preludio de los funerales. Una temblorosa luz entre tanta oscuridad descendida. Luzbel era la luz más bella.
Dicen que los muertos eran judiciales. Dicen que eran sicarios. Dicen que la muerte no los respetó. La señora, un daño colateral. Otros rumores afirman que no saben nada.
Los cazaron desde una camioneta en marcha. A la doña en la frutería, le tocó de refilón, por esa cruel suerte de los inocentes. Compraba el lonche para llevarlo a la escuela de sus niños, a media manzana de la masacre. Ahora tiene los ojos abiertos de asombro. Repletitos de ausencias y abandonos. Con la sorpresa de quien no esperaba más que morir de vejez. Con la rota esperanza de criar a sus vástagos. Por el suelo su mandado, sus ilusiones de madre, desparramados, manchándose de su sangre.
Los agentes actúan como si fueran los héroes de una historieta de quinta. Aparentan tener el mundo bajo control, la sangre contenida y el miedo domesticado.
Cercan la escena del crimen, calculan el aroma del exterminio. Nomás relampaguean los lentes oscuros. El resonar de las botas militares.
Su mayor hazaña es alejar y mantener la parvada de curiosos que ha crecido como las moscas en los cadáveres. Enmarcan los cuerpos en contornos de tiza, alrededor de la tragedia. Banderitas donde cayeron los casquillos. Apuntan en libretas, el tamaño de sus ignorancias.
Algunos policías, en calidad de críticos de arte, opinan que la rayita les salió más chueca de lo acostumbrado. Algunos otros, más avispados, hurgan por el terreno, los casquillos percutidos, para aumentar su ya creciente e inútil colección de evidencias.
Eso lo único que saben hacer. Eso y llegar tarde a las balaceras. Llegan a contar los muertos. A engordar las cifras oficiales.
Otro día típico en cualquiera ciudad del norte, del sur. En un país donde dicen que nunca pasa nada. Y sin embargo, pasa todo.
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