Cuento / 1a. parte
Mi madre, la María Cristina, prácticamente cazó a mi padre. Despuesito se casó con él. Un plan amañado provocado por un reto.
Corría el final de los mil novecientos cincuenta y pico. María Cristina de 17 años, crecía como orquídea salvaje, esplendorosa y güera. Agreste e indomable. Vivía su niñez en una vecindad de la calle de Costa, el bravo barrio de Costa, pletórico de vecindades, carbonerías y depósito de petróleo. Barrio de gente obrera y trabajadora. Gente muy solidaria y amistosa entre los vecinos del barrio.
Cada barrio, en realidad era una gran familia que se conocían entre todos. Y se defendían ferozmente contra cualquier amenaza. O forasteros.
La vecindad era una enorme casona, de cinco patios. El más pobre, los del quinto patio, con los cuartos más baratos y pequeños. Ocupado por gente que venía de las rancherías y pueblos, a buscarse a la vida, a luchar por un mejor destino, en la provinciana capital de Durango.
Mi madre vivía con mi abuela Nati y dos hermanos, mi tía Martha y su carnalito de sangre, mi tío Saúl. Se arrelochaban en uno de los últimos cuartos del quinto patio. En casa siempre hubo necesidad, nunca hambre.
Casi siempre tenían el cuarto lleno, con las visitas de parientes del rancho de Villa Unión. Todos hacinados en un solo cuarto de la populosa vecindad.
No tenían casi nada, excepto su cariño familiar. No contaban con energía eléctrica y por las noches se alumbraban con un quinque de petróleo. Compartían un solo retrete con los otros habitantes del quinto patio. Pleitos por los lavaderos y tendederos. La gente, sobre todo, la chiquillada se bañaba a jícaros en el patio, el agua a calentar al medio día, bajo el calor del sol, en baldes de latón o tinas grandes. Tampoco estufa para prepararse el cafecito mañanero o cocer los frijoles de olla. Usaban un onofre a mitad del cuarto, cercano a la única puerta que había. En realidad, era una simple cortina.
Mi madre creció hermosa y sana. Agreste, indomeñada. Nunca se le quitó lo gata salvaje. Mula como ella sola. Con un corazón tan grande que cabía el universo con todo y estrellas.
Transcurre su niñez y adolescencia, entre los chicos de la vecindad y la buena gente del barrio, jugando como otro más de la pandilla. Nunca tuvo una infancia de niña, infancia sin muñecas ni cumpleaños. Eso sí, la abuela los traía bien limpiecitos y con ropa, pobre, pero decente. Bañaditos todos los días.
Careció de figura paterna. Sin padre. El abuelo Armando, los abandonó a los cinco años de mi madre. Nunca volvimos a saber de él. Hay una sola fotografía del abuelo, veo a un hombre de tez blanca, wero, de frente amplia, gesto serio. Le decían el árabe o el camarón.
Cuenta mi madre que era chamán, hacía curaciones y barridas contra salaciones. Vendía artesanías en el Mercado Gómez Palacio. Eso sí, los reconoció como sus hijos legítimos, con acta y ante el Registro Civil. El se apellidaba González Matuk. Armando González Matuk. Tenía un hermano, Alberto, zurdo, que muere arrollado por un tren en las vías ferroviarias.
Desde escuincles, los González Silva, se abocaron a chambear en lo que fuera, para ayudar con los gastos de la casa, ya haciendo mandados, acomidiéndose en lo que fuera. Mi tío Sawi se hizo limpiabotas desde chamaquito, a duras penas cargaba el cajón de bolero.
Lo que fuera para ayudar a la abuela Natividad, quien trabajó toda su vida como afanadora en la escuela Guadalupe Victoria, ahí dejó salud y juventudes. Le pegó una atroz y despiadada artritis por treinta años de mojarse y trapear pisos.
Doña Natividad Silva Fragoso, hija de mi bisabuela María Fragoso, una hermosa mujer, grandota, de ojos azules y largas trenzas, unos dientes que brillaban en la penumbra del fogón, allá en Tepehuanes.
Así la recuerdo a los diez años, cuando la visitábamos ya en Villa Unión. De Tepehuanes salió mi Natividad a sus 18 años, se vino a la capital. Los Silva Fragoso son de Michoacán, según investigó mi prima Lupita Macías Granados.
Mi abuela era la tercera y más pequeña de las hermanas Silva. La mayor, Anastasia, la tía tacha y mi tía Susana, mujercita blanca, de hermosos ojos verdes.
Doña Natividad era un duende tepehuano, apenas si alcanzaba el metro y cincuenta, ha sido la mujer más buena e inocente que he tenido en mi vida. Ella me crió con frijoles caldosos y quesadillas. Por las noches, sembraba mi imaginación de duendes, lloronas, ánimas en pena, brujas convertidas en lechuzas y curros misteriosos. De ella proviene mi vocación de contador de historias.
Mi madre, al ser del barrio bravo de Costa, adquiere un fuerte carácter, entrona, sin miedo a nada ni a nadie. Con un hocico muy jarocho y provocador, cachetada guajolotera a la menor provocación. Y sin provocación, también.
Varios chiquillos se llevaron trompos, pellicos y jaladas de greña, de María Cristina, al defender a su carnalito Saúl, unos años menor que ella, pequeñín y frágil.
María Cristina, una gata salvaje en toda su bárbara concepción. Una zárragata, mula como ella sola, y como decía mi padre, hasta dormida se arañaba sola. Medio maldosa, pero de una nobleza y generoso corazón. No se dejaba de nadie. Tenía especial aversión contra las injusticias. Y no se quedaba callada ante ellas. Estudió hasta la primaria. Con gran don de gente y labia de gitana, siempre se salía con la suya y cuando no, pos’ arrebataba.
Mi madre a los diecisiete años, delgadita como junco de río, de unos ojos claros y alma pura e inocente, que conservó hasta sus sesenta años, cuando se le acabó la alegría de vivir y su gran corazón deja de latir al quebrarse entre los brazos de mi padre, una tarde de febrero, por un cáncer de hígado. Mis padres duraron más de cuarenta años casados y cazados.
Mi apá, Don Jesús Marín Montenegro, un tipo muy bragado y figurín de tango, quien era un tigre para el tango. Regresó del Distrito Federal, donde por varios años formó parte de la élite de paracaidistas de la Fuerza Aérea Mexicana. Un chuta, entrenado en fuerzas especiales. Practicaba la natación con bastante éxito.
Dice mi tía Rosa, hermana menor de mi viejo, que Jesús regresa muy chocoso. Comía con cubiertos y exigía que su ropa estuviera impecable y bien planchada. Usaba trajes, de saco y corbata, un Dandy.
Mi padre tenía una “querida” por el barrio de Costa. Y la visitaba cada tarde. Era también, su pareja de tango. Mi madre con esa malicia tan propia, le decía la “cabaretera”.
Don Jesús pasaba rumbo a la casa de su amante, con su bicicleta negra. Ya que mi padre no vivía por el rumbo. En ese tiempo tener bicicleta propia era un lujo. Equivalía a tener un carro. Durango en los cincuenta se recorría a pie de oriente a poniente.
A mi madre le llenó el ojo aquel muchacho de veintitantos años. Al pasar lo chuleaba, lo piropeaba: morenito chulo. Estás para comerte. Oiga, hágame caso, chaparrito. No sea rejego. Mi padre desde las alturas, le respondía, por favor muchachita, no sea llevada, respéteme. Y madre soltaba la carcajada, bien mula la “muchachita”.
Hasta una tarde, la cabaretera se da cuenta que le quieren pedalear la bicicleta. Mira escuincla babosa, Jesús Marín es mío. Deja de molestarlo. A lo que mi madre, envalentonada le responde, mire “señora” si yo quiero, puedo traer a su Jesús Marín, comiendo maicito en la palma de mi mano. Ándale, escuincla babosa, te reto a que lo hagas.
Ni una semana le duró la bravata a la señora. Ya eran novios. Mi amá trabaja de sirvienta en una casa del barrio, una casa de ricos, de dos pisos. Hace creer a mi padre que es hija de buena familia. Y ese caserón es su hogar. Cada que se despedían, mi madre se metía en esa casa donde camellaba de fámula.
Mi padre le regala costosos regalos. Que, a los ojos de mi madre, pobre y sencilla, la deslumbraban. Muchachita -mi padre nunca dejó de llamarla así- ¿Tiene usted consola?, un verdadero lujo de ricos de aquellos tiempos. Sí, Jesús, en la casa tenemos una grandota- Ya después le decía pinacate o chanate, ya casados. -Le traigo el disco de Javier Solís, de Pedro Infante. Un disco de 45 revoluciones. No uno, sino varios. La María Cristina, los revendía para agenciarse centavitos para la familia.
Mi papá insistía en conocer a su familia, a su señor padre y pedir permiso de ser el novio oficial. Bien formal, mi viejo. Mi madre alegaba que es muy enojón y no sabía cómo reaccionaría al enterarse que su nena ya con novio.
Una tarde mi padre le pregunta, muchachita, ¿usted sabe usar cubiertos? María pensó que eran cubiertos de calabaza y camote. Sí, sí y me encantan. Se la lleva a comer al restaurant La Única, en pleno centro histórico.
Mi futura madre se viste con sus mejores garritas, mi padre con su elegante y acostumbrado traje, corbata y saco. Impecable con su cintura de torero.
Llegan al restaurante y mi padre ordena por los dos, enchiladas y arroz, por favor. Mi madre asombrada, en su vida había estado en un lugar tan selecto. No sabía ni cómo comportase.
Les ponen cubiertos a los lados del plato, servilleta. Llegan las enchiladas de chile rojo. Empieza la tragazón, mi madre nomás miraba la destreza de don Jesús al darle mate a las enchiladas, usando a diestra y siniestra, el tenedor y el cuchillo. Limpiándose la jeta con la punta de la servilleta, masticando sin hacer ruido y con la boca cerrada.
¿No le gustaron las enchiladas, muchachita?, coma, coma. El hambre es canija y más la que la aguanta. Le daba pena no saber usar los cubiertos.
A lo salvaje y a dos manos, se abalanza mi María Cristina contra las enchiladas asesinas, chupándose los dedos, salpicando de chile, cebolla y tortillas, por doquier. Mi padre sonreía, ah qué muchachita. Cristina ni hablaba por el gaznate a toda mandíbula.
Así duraron varios meses. Noviando en la puerta de la gran casona. Una de estas tardes, se retira mi padre, y ya en la esquina de Gómez Palacio, se da cuenta que se lo olvidó darle su disco a la novia.
Desde la esquina la ve salirse de la casona de ricos y meterse a la vecindad. Sigilosamente mi padre la sigue hasta el quinto patio. Ella se introduce en el último cuarto.
La noche se le viene a la María Cristina. La figura de mi padre tapa la única salida de la única habitación. Se oscurece con su gallarda presencia. Mi papá medía cerca del uno ochenta. Al verlo mi madre, se le suben todos los colores al rostro. Tan habladora que es, enmudece, tartamudea. Quería que la tierra se la tragaran. Miraba alrededor, buscando donde meterse. Así descubrió mi padre el secreto de su futura esposa.
Ya la suerte estaba escrita y se casaron, ella de blanco pureza y mi padre de negro luto. Se casan una mañana del 26 de agosto en el templo de San Juanita de los Lagos, ante la iglesia y Dios. El 28 de agosto ante un juez del Registro Civil. Corría el año de 1964. Obviamente mi madre ganó el reto de calle.
Así fue como mi madre cazó y casó, a mi padre. Ni su entrenamiento militar en fuerzas especiales lo salvó. Y sí, ningún hombre es hombre, hasta que escucha su nombre en los labios de su mujer, parafraseando a Antonio Machado.
II
Mi madre murió de sesenta años. Un 28 de febrero del año de nuestro señor del 2004. Nunca perdió su inocencia de niña. De una niñez que nunca tuvo. Ella, al igual, que su hermano, mi tío Saúl, tuvieron que trabajar desde la infancia. Mi madre nunca tuvo muñecas. Ni vestidos nuevos. Ni fiesta de cumpleaños. Ni un trocito de infancia.
Ya casada, recogía muñecas abandonadas, muñecas rotas, muñecas tristes. Las vestía con hermosos trajes que ella misma cosía. Les hablaba y les cantaba canciones de infinita ternura.
En la casa teníamos perros, gatos, pericos de Australia, una perica de esas verdes, habladora de selvas y trópicos. que murió de vejez. Y hasta una vez, un armadillo. Cualquier desamparado encontraba refugio en el corazón de mi madre.
El patio de la vieja casa del barrio de Guadalupe hervía de geranios y macetas, enredaderas y girasoles. Mi madre con un corazón donde cabían todos los desamparados del mundo.
En casa nunca faltaron muñecas y macetas de infinidad de flores y plantas. Y soles estallando en las sonrisas de mi madre.
La noche en que mi madre murió por estallarle el corazón, lo hizo en brazos de mi padre, su único amor. Rodeada de sus macetas. Acompañada de sus dos perras, la Candy y la Pachuca, con el canto triste de los gorriones y el azul del cielo que se desplomaba. Cuarenta años casada con mi padre.
Aún conservo una de sus muñecas, para de cierta forma conservar la presencia de mi Pollito, de mi madre María Cristina. Sus otras muñecas, mi papá y yo, las dimos en adopción a niñas que, como mi madre, son la inocencia misma. Te amo mamá.
Espacio Libre México
Las habladas de Trump son las rabietas de un perro rabioso
Con su elección, en México saldrán del closet los vende patrias y traidores
Contundente Sheinbaum a Trump
José Ramón Enríquez (ex priista, ex MC, ex panista, ex perredista) plagia periódico Regeneración para inflar su imagen
Pretende montarse en Morena para gobernar Durango capital
Gobierno prianista de Durango reprime por ejercer libertad de expresión
El valiente vive hasta que el cobarde quiere
Terminó la historia de un rectorado gris y corrupto