Cuento / 1a. parte
Uno de mis amores platónicos más intensos en mi vida estudiantil ocurrió en el Tecnológico de Durango. Estudiaba ingeniería eléctrica, sin otra cosa que langarear casi todo el semestre, tirando barra a más no poder. Estudiábamos a madres los últimos dos meses para salvar el semestre. Bajo presión, los ingenieros funcionamos mejor.
Durante cuatro meses, a langarear de lo lindo, comer tortas de frijol, salchicha, mirarles las nalgas a las camaradas técnicas. Ver cómo chingar al prójimo. Nadar en la alberca. Tirar veneno en Viborama, chismeando a placer. Y yo, entrenando con los Burros Blancos de fút americano.
Conocía al Bato desde el CBTIS 89. El Bato y yo fundamos un pasquín literario en el tecno. Le pusimos pomposamente “Enlace estudiantil”. Lo publicábamos cada vez que se podía.
Una vez empeñamos la máquina de escribir para la pagar la impresión. Todo en máquina de escribir y los dibujos a mano. El domy a la imprenta. Publicamos los chismes en Viborama place, horóscopos técnicos como: “querido Cáncer vas a valer madre en química”; mensajes de amor en la sección de doctora corazón: “niña de producción ¿quieres ser mi novia? Firma el anónimo de electrónica” (bien jotos siempre han sido); y nuestros pininos literarios, poemas cursis. Y cuentitos.
Creemos estar escribiendo las grandes obras de la literatura duranguense. Colaboran compañeros nuestros, como Juanito, amo y señor del pepino, una oscura darketa, Betti Díaz, Eleazar, el Bobato, entre otros, ya perdidos en la memoria.
Lo vendíamos en pasillos, sableábamos a los maestros. El “Enlace estudiantil” nos servía para conocer chicas, mínimo un tartamudo hola, al venderlo a cinco pesos. Con las ganancias nos vamos al gordeo.
El Bato se hizo novio de una chica, una morenaza, la Monis, con una amiga, la Leticia. Siempre andaban juntas. La Leticia es muchacha grandota. Me las presentó el Bato, cortésmente las saludo, y ya.
Son morritas de Informática. Sabes que son de Informática, por andar siempre bien arregladitas. Bien vestidas y elegantes. Se bañan todos los días, y creo que se perfuman. Son de otro planeta. Medio mamonas y pretenciosas. Ellas son la sucursal de la FCA en el Tecno. Muy diferentes a las del resto de las otras chavas de ingenierías, lagañosas, sin maquillaje, sin arreglarse, nada femeninas.
Así fue mi primer encuentro oficial con Leticia, sin pena ni gloria. Una de tantas morras que ya conocía por verla en el Tecno, pero que no te movía nada.
A los tres días me la topé en la biblioteca. Me metí a copiar un examen del semestre pasado. Una leve inclinación de cabeza como saludo. Me senté en una de las mesas, en afán hipócrita de estudiar. Enfrentito de ella.
Y ocurrió el shock. Dios haciéndose presente. Los sicilianos le llaman el rayo. Pocos hombres tenemos esa suerte. El rayo es ver a una mujer y ya no tendrás ojos para ninguna otra mujer que no sea ella.
Por ese instinto primitivo, heredado de nuestros ancestros, realizo un sutil escaneo a sus curvas, carnes y bultos.
Esa es mi perdición. La maldita perdición de los hombres son las benditas mujeres. Sentada enfrente, con vestido o falda. Mi vida se desquebraja. Mi sangre se acelera, se volcaniza. Vuelvo a renacer.
Leticia al cruzar y descruzar las piernas, me deja estupefacto, cuajado de asombro. En shock eréctil y lujurioso. Clavado ante el portentoso milagro. ¡Dios que estás en los cielos, ten piedad de mí!, babeante de su belleza piernil.
El par de piernas más chulas que he visto hasta la fecha. Muslos salvajes y asesinos. Muslos de jamón de primera clase. Muslos envueltos en jugosa y exquisita regia carne. Amor a primera pierna. Amor a lo salvaje. A lo bruto.
Miraba y me relamía, por aquel soberbio par de ancas yeguiles. ¡Santo Niño de Atocha!, ¡ampárame! No aullé porque Dios es grande. Con la garganta reseca del deseo.
Ella, al ratito se levanta. Se despide. Indiferente de la carnicería que han provocado sus extremidades inferiores, infinitamente superiores. Educadamente se despide.
Camina con ese donaire gitano de mujer andaluz que canta García Lorca. A paso de gladiador triunfal, partiendo plaza en el Coliseo. Mis miradas le lanzan pétalos de rosas desde el balcón de mis ojos. Entrechoca sus muslos, ¡Glorifica mi alma al Señor! Retiembla mis hormonas al sonar de su taconeo.
Camina por los pasillos, entre el reguero de trozos de mi corazón, manchando libros y mesas.
Horas después, mis compañeros de eléctrica me rescatan. ¡Oigan, hay un zombi de su especialidad en la biblio! Y ya apesta. Me revivieron a base de electrochoques. Yo repetía piernas, sus... No sé si es una muchacha con preciosas piernas o preciosas piernas con una muchacha de pilón.
Desde ese día me convertí en su ferviente enamorado. En su admirador de sus morenas piernas. La espiaba en los matorrales, escondido. Maldecía si traía pantalones. Me hacía el encotradizo con ella por todas partes, en la cafetería, en el edificio E, en el gallinero, por Viborama, al baño de chicas no pude entrar.
Ella reía divertida, con esa ancestral sabiduría de mujer. De inmediato intuye mis sentimientos. Me dejaba ver por Informática. ¿Oiga, por aquí pasa el metro a Tacubaya?
La espiaba desde las gradas del estadio, a ojo de águila. Ella practicaba con la escolta del Tecno. En la escolta nomás aceptan pura muchacha alta. Piernudas. Elegantes. Investigué, mi Lety mide un metro setenta y cuatro, 1.50 mts de pura pierna y el resto de lo demás. Yo con mi 1.73 me acomplejo gacho. El día de nuestra boda tendría que pedirle que no se ponga zapatos de tacón. Conquistaría aquella cumbre del Everest.
Me hice adicto a los honores a la bandera. Bien patriota el morro. Cada evento de honores de la bandera, presente, entonando el himno nacional, en agosto, en el desfile del aniversario conmemorativo del Tecno, el primero en la fila, para verla pasar, orgullosa, piernuda, al frente del contingente técnico. Bien lángaro, para ver a mi Lety. Admirar a mis amadas piernas.
El día más orgásmico fue la primera vez que la vi enfundada en su uniforme de gala de la escolta. Uniforme guindiblanco, con falda estrecha, entallada, apretadita, arribita de las rodillas.
Odié ese pedazo de tela, opresor de su carne hermosa, aprisionando sus salvajes y brutales muslos. Pasa a centímetros de mis ojos y me sonríen sus muslos, como sonríen los muslos de las mujeres.
Es un instante, una fracción de eternidad, regalo de los dioses. Me desplomé en abismos de baba y azoro. Vi alejarse a mis muslos, y a ella. Y mi corazón correr tras ellos. Desde entonces vivo sin corazón.
Tres días dura mi estado cataléctico. En orgásmico misticismo. Sus piernas de chica alta, las imagino infinitas. Las imagino rodeando mi cuello, descansando sobre mis hombros. Esas piernas, las acaricias, las besas, las muerdes, un lunes para terminar de recorrerlas en toda su extensión, un sábado por la noche.
Mariquitas como soy, no me atrevo a declararle mis ardores caloríficos por sus muslos. Digo, por ella. Un alma caritativa, amiga en común, me da valiosos informes: no, no tiene novio. Cumple veinte años el primero de junio. Sí, sé dónde vive, ¿para qué quieres saber? Rogué, chillé, amenacé con suicidarme. La buena samaritana me da su dirección.
Estamos en mayo. Urdo mil planes de cómo festejar el cumpleaños de mi amada. Intenté robar rosas del jardín del Tecno. Ni madres, más vigilados que un campo de concentración. Traté de ahorrar lo de mis lonches de frijol salchicha para ver si completaba un anillo de diamante y de compromiso. E ir a pedir los muslos, diga la mano de mi amada. Recordé que no me dan dinero ni pa’ el camión. Vivo en la Hipódromo, me lo aviento a pie.
Hice lo que mejor sabía hacer. Dibujar una caricatura de un bebé dinosaurio como regalo de su veinteavo cumpleaños. Ella es mi Tiranosaurio Rex, por el tamaño.
Un tierno Dinosaurio saliendo del huevo. Se lo dibujé con un letrerito deseándole ¡Feliz cumpleaños Leticia! Y corazoncitos de rojo púrpura en derredor. Cumplía veinte años el ángel de mi vida. Mi Goliatcita.
Me armo de valor y enfilo rumbo a su casa, entre tronar de trompetas del fin del mundo. Las calles abriéndose por el centro. En el cielo, negros nubarrones me gritan, retrocede, ¡va de retro Satanás!
Frente a su casa me paralizo. Ningún músculo me obedece. Me trago mi lengua. Mis manos temblorosas aferran el dibujo. Pierdo toda noción de tiempo y realidad.
Por años no supe que pasó ese primero de junio. Lo que narro a continuación es gracias a que hoy, a casi treinta años del suceso, la propia Leticia me lo ha contado: “abrí la puerta, porque mi perro ladraba ferozmente. Te vi convertido en piedra volcánica, derritiéndote. Alcancé a coger el dibujo. Me cuenta divertida. ¡Ah, éstas adorables mujeres!, ríen mientras uno se desangra de amor por ellas!
Un aigrazo, un torbellino, te levantó. Y te perdiste en el horizonte. En realidad, no dije palabra, paralizado de miedo ante ella, le di el dibujo y salí cacareando a toda prisa. Ni el pinche correcaminos me vio el polvo. Nunca he dejado de ser una gallina profesional.
Ni siquiera intenté una postrera mirada a sus piernas. Leticia, tus piernas viven en mis fantasías desde entonces. Leticia de todas las piernas. Santa Leticia de todos los muslos. Benditos sean tus muslos.
Todavía los recuerdo como la primera vez que los vi. Que un viejo amor no se olvida ni se deja. Mucho menos esos suculentos muslos de mi Leticia. Que un viejo amor de nuestra alma sí se aleja, Pero nunca dice adiós… Un viejo amor…
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