Las noches del Tornados

...Yo ya no puedo excitarme si no me pagan... La Barby, chica taibolera

Cultura 14 de agosto de 2023 JESÚS MARÍN

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Noche de viernes en Duranghetto, vocablo compuesto por Durango y Ghetto: simulacro de cárcel chiquita, mundo atrapado en los muros de monotonía, del desencanto ¿A dónde ir? ¿Dónde olvidar la soledad para perderse en las sombras pretendiendo ser lo que no se es? Pretendiendo estar vivo.

Poca oferta de pecados y lujurias ofrece la ciudad alacranera. Cien por ciento mocha y católica. Mucha tradición y demasiado ocultamiento. Te dicen una cosa y piensan lo contrario. Gente que se viven en misa persignándose, tragando santos cagando diablos. Resignados a estar resignados. Capital mundial de la desidia.

Aquí todo resulta clandestino, hasta soñar, menos la muerte. Ventanas clandestinas ofreciendo el frescor cervecero. Ofreciendo el elixir embrutecedor de bendecidos olvidos. Simulacro del yo no vi nada y yo no sé nada. Del aquí no pasa nada.

Algunos antros de moda en aquellos años de Dios. Música estridente y luces multiformes disimulando rostros cansados, aquí todo es mero simulamiento.

Desesperados de fin de semana, desesperados borrando las angustias del vacío que los corroe. Marcándose sus paraísos artificiales. Dios hace mucho que está muerto y apesta dentro de ti. Un cristalito, religión para los que se han rendido o esa amada línea blanca sorbiéndonos el entendimiento, acelerando el viaje al nunca jamás ¡Cámara, compa, aquí nunca pasa nada!

Los ingenuos, buscando la oscuridad de un cine como respuesta a su ansiedad. Los otros, preguntándose dónde quedó la noche. Dónde quedó su jumentud. Y sus esperanzas de un futuro.

Rumores esparcidos por el viento. Cantinas disfrazadas de restaurantes. Mujeres que hace mucho dejaron de serlo, ahora ruinosos vestigios de marchita y decante, belleza.

Hombres buscando deshojar la traición. Desahogar esa rabia de siglos bajo este sol impío y este azul deslumbrante. El desierto en nosotros, nomás que mustios nos quedamos callados.

Esquina de Zarco: bellas mujeres en cuerpos equivocados, cuerpos de macho, pero sensibles hembras de corazón. Nada importante mientras se tenga dónde meter la desilusión. El amor no conoce de sexos. Hombres de voces roncas buscan lo que todos: no estar solo, no estar solo. Para todos hay, nomás es cuestión de saberle escarbar. O introducir.

La noche transcurre en agónica agonía. Se percibe el oloroso rumor del sexo, del prohibido, aquel que se dice quedito, al oído. Sitios que nadie quiere pronunciar pero que todos saben cómo llegar.

Oscuros territorios de mujeres hermosas, tristemente derrotadas por el destino, danzando sus desolaciones alrededor de un tubo, en la mesa de algún oscuro tugurio y las desafortunadas taloneando el tacón dorado por las calles, en una esquina. En una plaza.

Tristeza de vendimia carnal. Ofrecerse en un baile ante la lujuria de miradas y babeo carnívoro. Nirvanas envueltas en rolas cachondas. Puntillosamente melancólicas. Mujer semidesnuda de alma y ropas, girando en vueltas y vueltas en un tubo, Eva sin remilgos, Eva al alcance de las miradas, y del billete si le llegas al precio, mientras allá abajo, en el inframundo de lacónicas mesas, cerveza en mano y corazones desgarrados, gritos mudos de los clientes, anhelando un trozo de sus carnes, un aliento de sus vientres. La sangre hirviendo a punto de explotar. Y la desesperanza floreciendo entre sus pieles.

Miradas masculinas lamiendo curvas, olisqueando orificios. Ansían carne. Carne para acallar el hambre. Acallar las melancolías, desterrar al hastío. Un hambre de siglos nunca saciada. Desean morir entre la sonrisa vertical, sonrosada y húmeda. 

Bienvenidos al Tornados de noche. Tornados, edén de mujeres de la palabra no dicha. Esa que ofende. Que denigra a una mujer, pero tan fácil de pronunciar. Y de comprar. Tornados, invisible frontera de pecado. Tierra de extravíos y deseos.

Tornados, rumbo a la carretera México, casi casi en la geografía del olvido, ahí donde converge esperanza y desencanto. Lugar que no aparece en ningún mapa, como si nadie quisiera saber de su existencia. Adentro, el umbral de lo prohibido, humo denso, blanco, dando la absolución. Oscuridad en los rincones y en algunas almas: ...Vende caro tu amor... Amor de la calle...

Luces girando, hiriendo la oscuridad. Provocando el pecado. Pequeños destellos de rostros en penumbras. Mesas desparramadas alrededor del aquelarre. El viejo oficio del amor vendido, la vieja magia del ayuntamiento.

En el centro, bailando, contorsionándose, la mujer soñada y por tanto inalcanzable. Completamente desnuda de prejuicios, desnuda de amor y cariños, carne para descuartizar sin preguntar. Sonriendo con muecas, labios que probablemente -así lo imaginas- han de saber a extravío. A tierra de panteón.

Ella con el poder de la sanación entre sus muslos. Ella es el único remedio contra la desolación. Ella es el oasis en el desierto de tu vida. Los hombres llegan a postrarse a su altar, al Dios vientre, tarima de los cielos, vagina tabernáculo de carne y redención. Bendita reina de los orgasmos. Benditas sean tus piernas abiertas y tu corazón desfalleciente. Bailas cual serpiente primigenia, te enredas en jariosos tubos que se elevan al infinito. Hacia un cielo que suena a promesa incumplida.

Llegan los penitentes, solos o de tres en tres. Llegan pidiendo salvación por una noche. Buscan santidad carnal por unas horas. Hombres sin rostro ni pasado. Hombres sin esperanza y sin ambición. Con el rostro gacho, como si temiesen ser reconocidos y condenados. Con los bolsillos con la poca plata ganada en jales del infierno para comprarse un pedacito de amor. Con el alma a punto de sucumbir por escasez de cariños.

Llegan en trocas, algunas de negra noche, rines de plata. Vidrios polarizados. Descienden de humeantes vehículos. Fuego consumiéndolos. Fuego de avernos contenidos. Guaripa y bota de piel de tuano. Ojos inyectados de no sé que turbias desesperanzas. Lente oscuro en plena madrugada. Almas en vórtices de oscuridades.

En la entrada del Tornados, primera frontera del paraíso, la revisada: sólo es permitida cierta dosis de perversión, lo demás favor de vaciarlo en la inconsciencia. 

Segunda puerta: pagar por el derecho de contemplar ángeles. Ángeles caídos, pero ángeles al fin. Ángeles que saben a desmemorias. A ese sabor nunca hallado. Ángeles que se observan desde el cristal de lo no permitido. Ángeles alcanzables sólo para la pupila del ardor, del atrevimiento ojal.

Un estrecho y largo túnel. Y la luz, ¡oh la luz.! Luz negra donde arder unos instantes. Humareda de cigarros. Humaredas de ignotos placeres. Chocar de botellas de cerveza, destape de latas de aluminio, burbujeantes de cheve. Copas de alcohol para despertar la garganta y afinar el pecado. Olores mezclados de pescadinos aromas con sexos y sudores de quién sabe y mejor ni averiguar.

Cierras los ojos mientras te pasa el encandilamiento. ¿Mesa joven? un angelical mesero de blanco fosforescente te conduce a una. No dejas de wacharla, revolcándose en la tarima, enredándose en el tubo, escasa de ropa, escasa de alegrías, fatuas sonrisas enmascaradas de maquillaje, cansancio de noches al borde del abismo. Cuerpos femeninos, de serpientes primigenias, con el mínimo trapo para alentar la imaginación y tentar a la excitación.

Extasiado observas los giros de sus nalgas, que golosas saltan en risas de carne y culos, se distorsionan al compás de cánticos celestiales, femeninas formas semicultas, curvas revisitadas y hartamente deseables, visionadas por los repentinos relámpagos de flashazos de luz. Atisbas la cálida redondez de sus senos, redondez de gorriones pillando, cubiertos apenitas por pinceladas de opacidades. Sus abismos y montes te llaman en sus cánticos de sirenas.

Te obsesiona la triangulez de su bajo vientre. Triángulo limpio de velos y vellos, por fin lo contemplas a tu antojo y suculencias. Triángulo por el cual ha sufrido toda la vida. Por cual seguirás sufriendo e implorando. Y ahora, gracias a unos cuantos pesos te deleitas sin sacrificar tu orgullo.

Al menos por esta noche no sentirás el peso de la puta soledad. Ni la ausencia de la pérfida traidora, ella, la que te abandonó apenas vio tu oficio de soñador incontinente, tu profesión de pobretón. ¿Dónde está el amor?  Lo repites, renuente al sacrificio ¿Dónde está el amor? ¿Dónde puede estár...? Amor… amor… Tan pequeño como el...

Ya dentro del tugurio, a soltar las hienas de la concupiscencia reprimida, circulación libre de los billetes que vuelan de mano en mano, de mano a nalgas. Cerveza que sabe a meritita gloria, a precio de oro. Licores para embrutecer la razón. Luego lueguito, nomás aclimatándose, el agandalle pleno. Oiga, ¿y esa muchacha vendría a mi mesa a platicar conmigo? Esa de ojos de almendra, de mirar de gacela. Sólo quiero decirle que estoy muriendo por tocarle el alma. Brillas el billete y en menos que te lo cuento, la tienes cerquita, toda tuya, de tus miradas y tus babas. Esnifeas su esencia de espíritu celestial.

Ella sonríe, con esa sonrisa artificial de noche tras noche, sonrisa de fastidio, pero, ay, de algo hay que trabajar, ¿no? Sí, las pendejas lo hacen gratis, yo no soy de esas.

Quién sabe que dolores viejos esconderá esa carne tierna. A ti no te importa sus tragedias ni sus derrumbamientos infernales, mientras la tengas tan próxima a tu calentura. Mientras percibas el olor de sus desnudeces. ¿Y cuánto por un privado, reinita? Baile privado, dónde aíslas ruidos y monopolizas el cuerpo. Privado para dejar libres los lengüetazos de la salacidad. Doscientos pesos por unos cuantos minutos de palpamientos y palpitaciones. Hundirse en su piel e imaginar, al menos por unos segundos, que no estás solo. Solo en tu isla, solitario observando en la lontananza el hundirse los barcos, mirando caer los cuervos.

Por esta noche, hermano, estás a salvo, renuncia al miedo y las amarguras. Esta mujer no te va a abandonar como lo han hecho todas. No mientras te dure el varo. Esta mujer es totalmente tuya por exactamente quince efímeros minutos. Doscientos pesos que te han costado horas de esfuerzos, diluidos en minutos. Gustoso pagas por ese momento que te llena de vida. Ella vale la pena hasta el último centavo.

Sales sudoroso del cortinaje. Fin del privado, más que ayudarte te encendió hasta las cenizas. La quieres toda, qué importa que después empeñes hasta las nalgas. Cierto, es una lanita, lo ahorrado para la televisión de pantalla plana.

Mil quinientos pesotes por treinta minutos. Treinta minutos donde será todo tuyo ese cuerpo hermoso. Tuyo ese vientre soñado. Lamerás su sonrisa vertical, volverás a ser un crío de pecho, mamador de sus pezones adolescentes. A tu disposición una mujer completamente despojada de voluntad. Despojada de retenes y prohibiciones. Ahora sí realizaras esas fantasías que sueñas desde que te salió la primera espinilla. Treinta minutos donde descubrirás que por fin tú también eres hijo de Dios. Aaaaah, ¿luego? Luego ya veremos.

La escoges, después vendrá la cogida. Seleccionadita. Desde que entraste le echaste el ojo. Chaparrita, de piel blanca. Mariany hermosa. Mariany ojos de gacela y felizmente rasurada. Piel de leche. Piel que huele a infancia recién terminada. 

A las tres de la madrugada se acaba la magia. Se cierran paraísos y muslos. Se clausuran nalgas y culos. El Tornados se retira. El Tornados se diluye a la luz del día y de las decencias. Algunos ángeles duermen de día. Ya habrá otra noche. Ya vendrán otros tornados a levantar el alma, entre otras cosas a levantar.

El sabor de Mariany en tus labios, en tu mente, en tu sexo. Su piel tatuada en tus dedos. Te queda el hueco bien hondo y demasiado profundo.

Bien lo sabes, ya más nunca lo podrás llenar, a menos que reúnas de nuevo mil quinientos pesos. El precio del amor nunca estuvo tan inalcanzable para ti.

Cierto, a veces Dios es más Dios que nunca. Y ocurren milagros milagrosos, y te quedas con la boca reseca, extasiado ante el prodigio de la nostalgia por la Mariany. Ya sabes cómo se llama tu muerte y tu paraíso.

Nostalgia que te servirá para sobrevivir otra semana en esta tierra nombrada Duranghetto.

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