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No sé de otros pueblos ni de otras tribus. Yo pertenezco a un pueblo, a una tribu, que prefiere sumergirse en una añorada nostalgia. Cerrar los ojos a su realidad. A nuestra triste realidad como duranguenses.
Los duranguenses somos prófugos del presente y ausentes de todo futuro. Los duranguenses preferimos sumergirnos en las antiguas fotografías de nuestra ciudad, en admirar y suspirar las señoriales casonas vascas y edificios coloniales, de tiempos cuando Vasconcelos nos llamó la Ciudad de los Palacios allá por los años veinte, cuando un envidioso general Gavira fue mandamás en Durango y celoso que fuese más colonial que su natal Guanajuato ordenó en aras de un progreso, destruir decenas de edificios para ampliar la calle, la avenida hoy 20 de Noviembre.
Hoy Durango es considerado patrimonio de la humanidad, bueno lo que queda, las piedras que aún los gobiernos aberrantes que padecemos no han destruido. Somos vestigios de un rico pasado minero y de un élite de hacendados y criollos de sangre azul. El resto de los duranguenses, los otros, la chusma, la bola, sobrevivimos como los cactus, aguantamos sequias, calorones, sed, hemos soportados saqueos, desfalcos, robos descarados. Y una impunidad pavorosa, cuando estamos a punto de sucumbir, emergemos con brotes nuevos. Gobernadores millonarios ante un pueblo duranguense cada vez más jodido.
Preferimos nuestro orgullo pelón de los fuimos, de herencias españolas y vascas, de leyendas trasmitidas de generación en generación, de familia en familia, de barrio en barrio, en voz de nuestros antepasados.
Preferimos cerrar nuestros ojos y vivir en el pasado, en el glorioso pasado mitificado por la nostalgia y por el rumor. Lo preferimos a mirar los que somos, una pobre ciudad naufragante. Una ciudad sin progreso ni esperanza. Un Durango de pueblos fantasmas, habitado por los viejos.
Una sierra deforestada, plagada de amapola y mariguana. De metralleta en mano, brillantes cuervos de chivo y lente oscuro, con cadenas de oro relucientes. Duranguenses secuestrados y obligados a trabajar en la siega de la droga.
Durango querido. Durango de rodillas y sumisión. Durango callado y destruido. Durango saqueado e impune. Nuestra oración cotidiana es “todo tiempo pasado fue mejor.
Nos aferramos a nuestras leyendas. A nuestras costumbres, en afán de protegernos de la hostilidad de vivir en una ciudad olvidada de la mano de Dios. Y se inflaman de orgullo al cantar el corrido de Durango. Al gritar ¡Viva Villa Cabrones!
Se nos hincha el pecho de amor por el terruño. Ah qué hermosos recuerdos, qué tiempos aquellos. No les importa o no quieren darse cuenta, del Durango de hoy, empobrecido, saqueado, donde siguen destruyendo nuestra historia a capricho y codicia de nuestros gobernantes.
Cuando pasen los años, y alguien suba una fotografía del puente Francisco Villa, el capricho de Elvira o fotografías del túnel de Salum, ¿suspirarán también? Y de seguro exclamaran: ...Ah qué bellos recuerdos... duranguenses al fin...
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