El racismo en México, duele

Somos una nación racista y clasista

Nacional 02 de julio de 2023 JESÚS MARÍN

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México, el ombligo de la luna, cuna de los aztecas, tierra de mestizaje con la llegada de los barbudos españoles. Somos un país mestizo, con presencia de diez millones de indígenas, gente de weros o blanquitos y nosotros los morenos, prietitos.

Somos una nación racista y clasista. Nuestro despecho hacia una clase que suponemos “inferior” por su color de piel, nivel económico, su vestimenta o su forma de hablar es evidente nuestro racismo.

En mejor de los casos, somos condescendientes, el mejor ejemplo es la forma en que tratamos a nuestros indígenas, en marginada pobreza, a los que hemos condenado y hacernos de la vista gorda.

Al toparlos en una esquina, vendiendo sus artesanías, dulces y lo que pueden, los ignoramos y si les compramos, les regateamos, los estafamos, en la idea que son ignorantes. Lo que no nos afecta no nos interesa.

Si naces prietito y gordito, te medio chulean, nomás por compromiso, pero siempre con el pero, qué bonito niño, pero está muy prieto. Mira parece pinacatito, está curiosito el nene. 

En la escuela, es aquel gordito, el “morenito”. El wero color de llanta. Tu entorno familiar y amigos, te dicen el negro. Con el tiempo se te resbala y lo tomas con sentido del humor, cierta tolerancia y resignación.

El racismo duele y asusta, afecta tus derechos humanos e integridad. Una amiga psicóloga que trabajó en tienda de Sears, al realizar entrevistas de trabajo, tenía la orden de no contratar gente morena, gorda y fea.

En mi caso, he sufrido tres casos de racismo. El primero por el 2006, yendo en bicicleta por la calle Arista, vestido cholamente, camiseta larga de fut gabacho y bermudas anchas, tenis negros Converse. Dos policletos me cierran el paso hasta arrecholarme en un rincón: ‘cabrón, no eres de estos barrios, eres de la Zapata, qué vienes hacer por acá, a robar, ¿verdad?, tienes toda la pinta’. Uno pregunta violentamente, el otro esculca mi mochila y cangurera, saca mi credencial de prensa, se ríe, ¿a poco eres periodista?

Checan por radio mi nombre. Y oh sorpresa, se los confirman. Inmediatamente cambian, de pinche perro a usted disculpe señor, solo hacemos nuestro trabajo, bla, bla. Me dejan ir con mi dignidad humillada. Bien encabronado.

La segunda en el 2008, en un encuentro de escritores, venía yo platicando con la mujer de un poeta, mujer blanca, muy hermosa, maestra de ballet y danza, bajamos por la calle de Analco, la que da a la iglesia. 

Nosotros en la charla amena, aparece una patrulla a velocidad lenta y por medio de su megáfono, le pregunta sí todo está bien, señorita, que el sujeto (o sea yo) está molestándola, faltando al respeto.

Yo traté de explicarles. Ni madres, me ignoraron, como si fuera invisible. Mi amiga se acerca a la patrulla y sí, ella es escuchada y atendida. Les explica que mi aspecto de gorilita y prieto de rancho, es inofensivo y que soy en realidad un ser humano. La patrulla se va, no sin antes aventarme un plátano. Ya imaginarán que a las madres de esos polis les retumbaron los oídos.

La tercera, en 2010, en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México. Veníamos un grupo de escritores de un congreso de salas de lectura, cuatro días, en San Cristóbal de las Casas.

Everardo Ramírez, Blanco Tostado, Manuel Salas, wero de rancho, el guarus, moreno claro y Rolando Muñoz, colombiano adoptado, coordinador de ICED, y yo.

Yo bien revolucionario, en shorts de mezclilla, botas de zardo, tipo subcomandante Marcos, compradas en su tienda de suvenires. Una chamarra tejida con capuchón, tejida a mano por los indígenas que costó creo cien varos, barba de días. Mi cámara profesional, credenciales y gafete. Una olorosa mochila a café chiapaneco que esparció de aroma rico toda la sala del aeropuerto.

Mis amigos, los blanquitos pasaron la garita de seguridad sin contratiempos. A mí, el guardia, un tipo prieto y simiesco, como yo, me detiene: ¿a dónde vas, de dónde vienes?, ¿traes pasaporte, de qué parte de Centroamérica eres?, ¿estás ilegal?’.

Mis amigos, cagados de la risa y burlas. Sí, oficial es negro y contrabandista. Huela lo que trae. En mi mochila traía dos kilos de café chiapaneco, oloroso y retesabroso.

Oiga, soy de Durango, en mi mejor acento norteño. Ya mis camaradas viendo que el apañe iba en serio. 

Sí es de Durango, viene con nosotros. De nada valió la tardía defensa. El gorillas me ordena ponerme de espaldas. Manos sobre la mesa, abre las piernas. Muévete. Y me mete la agasajada de mi vida. A lo bruto, sin palabras tiernas, ni una chelita, mínimo una rosa roja No queda parte de mi otrora virginal cuerpecito sin revisar ni acariciar. Y así en seco, sin invitarme un jaibol ni preguntarme mi nombre. 

Ya todo manoseado, el muy canijo ni su número de celular me da. Salimos del aeropuerto. Del puro coraje, me invitaron las cheves y la comida. A veces despierto a las tres de la mañana. Y extraño a mi policía gorilón. Mi corazón se quedó en el aeropuerto.

Dará risa pero es una chinga nacer prieto, negro, mestizo e indígena en un país como el nuestro...

 

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