Cuento / 1a. parte
Por más de cien años se ve una triste figura vagan por la torre derecha de la majestuosa Catedral de Durango. Por más de cien años los duranguenses hemos sido testigos del roto corazón por amor. Corazón desfalleciente de una monja, esperando el regreso de su amado.
Es Beatriz asomándose cada noche, mirando las estrellas, preguntándose cuándo acaba su incertidumbre. Cuando volverá a estar en brazos de su hombre.
Te espero, amor mío. No hay noche en que no suba al campanario a observar por donde habrás de llegar, cargado de riquezas y honores, para pedir mi mano a mi Señor padre y consumar nuestro amor ante Dios todopoderoso y su Santa y purísima Madre, la Virgen María, Reina de los cielos, en esta Catedral, que hoy es mi prisión. Encerrada en una dulce y cruel espera.
Yo, Luisa Fernanda María de Beatriz, te he permanecido fiel. Fiel a la palabra de amarte más allá de la muerte. Fiel a la promesa de amor que ese domingo, en el paseo de las Alamedas, en un descuido de mi nana, pude jurártelo con mi mirada y con el latir de mi corazón, al dejar caer mi pañuelo con mis iniciales como prueba de amor eterno. ¿Todavía conservarás mis cartas?, ¿y el mechón de mi rubia cabellera? Tú has sido el único hombre y la única piel en mí. Te entregué mi doncellez y mis votos de fidelidad. Yo soy mujer de un solo hombre. Tu mujer.
José, sé qué donde estés, tu pensamiento es mi nombre y en la batalla contra el gringo invasor, mi recuerdo te dará fuerzas para no morir. Mi recuerdo te dará fuerzas para regresar y conocer a tu hijo que crece en mi vientre.
Y como aquella fría madrugada, frente a mi balcón, montado en tu caballo repinto, te despediste de mí, jurando con una lágrima que habrás de volver.
Vendrás a rescatarme del olvido. A darme tu nombre. A salvarme de la ignominia. A romper los portones de madera de este monasterio. Destruir las cadenas de hipocresía de este recinto elegido por mi padre para expiar los pecados de un amor prohibido y ocultar el deshonroso secreto que es infamia de los míos.
Confinada para que no enlodar la prosapia de mi apellido, con el origen humilde, pero honrado, de tu sangre. Nuestro hijo por nacer, llevará tu nombre y tendrá tus ojos. Llevar orgulloso el noble apellido de su padre.
Ven José, acaríciame con tus manos de campesino, enséñame el amor por la tierra. Enséñame a vivir bajo las estrellas y el lenguaje secreto de los pájaros. Si no vuelves, lo sabes bien, dulce amor, sabes lo que pasará. Esta Ciudad no perdona el pecado. Esta Ciudad no perdona la deshonra. Esta Ciudad y su gente, repudia a los hijos bastardos.
No sé cuantos meses pueda disimular mi condición, vistiendo ropajes de noviciado, por ello me he alejado de mis compañeras y paso la mayor parte del día en este campanario, mirando el sur, descubrir el camino por el que has de regresar. José, amor mío, aún después de muerta te estaré esperando.
Ya me lo dijo mi padre, primero muerta que deshonrar su nombre. Y si el séptimo mes no has regresado, desde esta torre me lanzare al abismo, que sea Dios testigo de mi sacrificio. Mi cuerpo habrá de morir , de convertirse en polvo al polvo, pero mi alma te seguirá esperando, no habrá descanso eterno hasta volver a estar juntos,
Preferible me entierren en tierra no santa, a ser la vergüenza de la familia. Mi Padre prefiere mi alma condenada, a saberse en boca de todos. A enlodar el abolengo de mis antepasados.
Aquí, en esta Catedral, será mi tumba y mi casa. Aquí desde esta torre derecha de la Catedral, he visto caer la noche y terminar el día, uno tras otro, sin descanso ni oración. Sin Dios ni esperanza.
He visto como mi amada Ciudad va muriendo de tristeza, al igual que yo. Muriendo de muerte agónica. De una angustia de siglos.
Yo, Luisa Fernanda María Beatriz, con mi hábito de novicia y mis ojos vacíos, te he de esperar José, desde esta torre, desde este campanario de nuestra Catedral, desde la eternidad del tiempo, a que retornes de los muertos. A consagrar nuestro amor. Y cada noche, mi alma se asomará a la noche, clamando por tu regreso.
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