La Cristoforetti en Cupaderi

Este cuento fue generado por la Inteligencia Artificial en 12 segundos. La composición total se realizó en poco más de tres horas, conservando el tono y la disposición de la IA.

Cultura 20 de junio de 2023 NURIA METZLI MONTOYA SALINAS

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La primera mujer espacial en la Unión Europea, Samantha, la Cristoforetti, como se le suele llamar en el norte de Italia, se encontraba sola en misión en el equipaje de la Agencia Espacial Europea cuando una granizada se detectó en su radar en plena primavera del 2023. Esto hizo que su cohete perdiera altitud y desviara su trayectoria original. La comandante posee todos los instrumentos para superar cada falla, pero en este caso, la corriente levantada por las enormes bolas de lluvia congelada, sin remedio, hizo perder el equilibrio a la ISS, su nave espacial. Después de varias piruetas, Samantha se dio cuenta de que tendría que empezar a buscar el modo de dejar su cohete. Sin flotar, pero volando entre los compartimentos, los bruscos movimientos en los que era arrastrada la golpeaban con tazas, con deshebras de carne seca, con esmaltes para uñas, hasta los zapatos que su compañero había perdido en la misión anterior, salieron a flote. 

Con gran maestría se puso la escafandra, se deslizó y se introdujo en su pequeña nave. Sabiendo que contaba con poco combustible, debía bajar a modo de zenit sobre la tierra y llegar a un lugar seguro.

“Esta vista es maravillosa”, comentó exaltada.

Empezó a notar grandes montañas y ríos que brillaban a la luz de los astros, esperó poder encontrar formas de vida cercanas para pedir suministros. 

A medida que su nave se acercaba al suelo, experimentó una mezcla de emociones: preocupación, sorpresa y una pizca de miedo. Sabía que el aterrizaje iba a ser brusco y que tendría que enfrentarse a situaciones desconocidas. Sin embargo, la valentía que la había llevado al espacio le dio fuerzas para enfrentar esta nueva adversidad.

Cuando la nave finalmente tocó tierra, Samantha se sintió como una conquistadora, temerosa pero determinada a sobrevivir y disfrutar la naturaleza que la recibía. Al abrir la puerta salió con cautela, comprobando que estaba salva, cojeaba sólo por causa de un golpecillo en la rótula. Aunque la situación era desesperada, decidió que lo mejor era aceptar el desafío y ver las cosas como una oportunidad para explorar nuevos horizontes. Se encontró, efectivamente, rodeada por un paisaje montañoso. El silencio del lugar la llenó de tranquilidad.

Con su traje extravehícular puesto se sintió pesadísima, no tenía nada más qué ponerse, así que pudo sólo quitarse el casco hermético. Inmediatamente impregnó sus pulmones de un olor maravilloso de pino, aire puro y fresco. Parecía ser plena madrugada, los grillos se oían cantar. Samantha comenzó a caminar, admirando la belleza natural que la rodeaba bajo la luz de una luna de queso que iluminaba el paisaje claramente, signo de un cielo limpio. 

Después de un largo recorrido, llegó a un pequeño pueblo de madera. Dos o tres habitantes sentados en la oscuridad admiraban la luna en total silencio. Luego de verla y recorrerla con la vista de arriba a abajo, volvieron su vista de nuevo a la luna, perplejos. Le parecía todo como estar dentro de una película. Compartió su historia y les habló de lo importante que era para ella haber caído ahí, poder estar pisando tierra extranjera y admirar ese territorio con todas sus peculiaridades. Comentó que todo eso significaría un día tanto en Italia y quizás en el mundo cuando ella contara todas sus exploraciones. Incluso prometió invitarlos a visitar su estación espacial un día. Ellos la miraban, parecía que se divertían al escuchar su tono extranjero. La verdad era que no entendían ni una palabra y ante tal ausencia de comentarios, la comandante con señales les pidió agua. Le llevaron una jarra de plástico azul con hielos y un vaso también de plástico. Una señora le dio dos envueltitos en servilletas remendadas para que no pasara hambre. 

Siguió su camino por la calle polvorosa unas cuantas cuadras a través de un saloon, una shop, un bank, una iglesia y varias casitas, hasta que llegó a un hotel. Ahí podría cambiar su escafandra por unos vestidos, para estar más cómoda. Cuando le abrió la puerta una viejita, Samantha empezó a hablarle en inglés pero la señora le cerró la puerta en la cara, entonces empezó a gritarle: ¡gasoline, gasoline, please! La puerta se abrió de nuevo y sólo una mano temblorosa, desde el profundo, oscuro se asomó indicando con un índice de uña negra una dirección. Samantha la siguió. Se veía ya el final del pueblo. Al fin atravesó un portal y leyó: Chupaderos. No podía entender el significado. Ahí mismo bajo el letrero estaba una camioneta ocultando algo bajo una lona. Alumbrando con la luz de su casco, reconoció dentro tanques con olor penetrante. Poco importaba si no era queroseno, sabía lo difícil que sería encontrarlo a esas horas de la madrugada, que, por cierto, no tenía idea de cuales fueran.

Con una fuerza tremenda, que sólo una astronauta italiana bien entrenada podría tener y eso que tenía meses viviendo a cero gravedad, tomó dos tanques en cada mano de los mas grandes y se los llevó arrastrando lentamente por toda el corredor principal, hasta llegar a su nave. 

Cuando la Cristoforetti terminó de versar la gasolina en el foro de la nave, habían pasado horas, se veía ya un cerúleo claro en lo alto. Ella había estado mucho tiempo observando los cactus que crecían autóctonos en esa tierra. Había tenido que alejar las víboras que se le acercaban, hasta le tocó ver una que se devoró dos ratones a la vez. La rondaron varios zorros, coyotes y escuchó ruidos de animales que nunca identificó, que se ahuyentaban con el vuelo de varias águilas madrugadoras.

Al salir los primeros rayos del sol, la valiente joven abordó su vehículo, no sin antes abrir el primer envueltito que celaba una rica torta de nopalitos con huevo y guacamole que disfrutó hambrienta, sin reconocer nunca la penca verde, pero aludiendo que extrañamente esa salsa verde marcaba los colores de su bandera italiana. Era una señal de que llegaría con bien hasta su destino final. Bebió de su dispenser espacial y se restableció. Se despidió de ese paisaje visto con una dulce luz, aspiró ese olor a, quizás, encino, que quiso hacer penetrar en su nave. Cerró la esclusa y arrancó. Todos los monitores estaban al corriente, decidió en vez de subir a buscar su ISS, regresar a Milano como el guacamole se lo había sugerido, así que dirigió el comando automático hasta lo alto de la botita y corrió a buscar su diario de viaje para escribir sus experiencias en la ciudad Cupaderi, como la llamó desde su lengua madre, misma de la que jamás volvería a saber, por más que la buscara. 

Al empezar a escribir, abrió el segundo envueltito que contenía un menjurje extraño, blanco con cuadritos de colores. Parecía ser pan remojado y frutas. A juzgar por su sabor era una verdadera maravilla. De reojo vio una manchita oscura que caminaba por su escritorio. Era un alacrán güero que la veía con sus tenazas abiertas. Samantha lo metió dentro de un frasco y lo llevó de muestra hasta Italia. Creyó que era un alacrán común, como los de su país, hasta que soltándolo entre las piedras, picó a un tejón que salió al ataque y murió a los pocos minutos. 

Aunque su misión había tenido un fin inesperado, se sentía agradecida por todo lo que había experimentado. Ahora, tenía una historia única que contar y un mensaje de resiliencia y valentía para compartir con el mundo acerca de un pueblito de gente muda, muy servicial y con cocina exótica en la gran Arizona. 

Y así, Samantha Cristoforetti dejó atrás el Cerro del Mercado, la Zona del Silencio, la Sierra Madre y el Trópico de Cáncer, sin ni siquiera imaginárselo. El alacrán la distrajo justo cuando se apreciaba aun el corazón con un cuerno del estado de Durango en el radar, así que no la pudo identificar. Unos momentos después, se asomó a la escotilla y sus ojos se engancharon en la frontera sur de Estados Unidos, “Río Grande, mojados, western, el malo, el feo”, gritó.

Sin duda, su llegada a Italia fue festejadísima, esta aventura alzó la popularidad de la astronauta, abriendo una entusiasmante incógnita nacional en la que el pueblo italiano sugería lugares dónde ella hubiera podido estar:

En las afueras de Río Rico u orillas de Elfrida, decían unos; en el sur de Casa Grande o periferia de Sierra Vista, opinaban otros. Alguien equiparó su aventura con el spaghetti western de Ennio Morricone. Nunca se llegó a una certeza, dejando cualquier probabilidad abierta.

Muchos años después, una chica mexicana con la que cruzó palabra, le comentó de la posibilidad de haber estado en la ciudad de Durango, pero Samantha, sin siquiera escuchar esa verosimilitud, negó rotundamente, convencida de haber vivido su propio sueño en el enigmático desierto americano.

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