Cuento / 1a. parte
Las maestras de mi infancia en la Escuela Primaria Lorenzo Rojas, la once, allá por Ayuntamiento esquina con Gómez Palacio, paralela a la Acequia Grande. No sé si mejores o peores, mis maestras, que las actuales, lo que sí sé: respetábamos a nuestras maestras como figura de autoridad, mentores y guías.
Eran nuestras segundas mamás. Les prodigábamos cariño. Maestras con la venia y aprobación para educarnos y corregirnos -si hacía falta-, de nuestros padres. No éramos chismosos ni intrigantes. Si nos llovía el borrador, el pellizco en las patillas o el reglazo en la mano, lo teníamos bien merecido. Lo que pasaba en la escuela se quedaba en la escuela. Nada de psicología barata y psicólogos con teorías vanguardistas.
Yo casi siempre con la fortuna de que mis maestras me apreciaran como nerd del salón. El típico sabelotodo. Morenito, tamaño compacto, chipil hasta la médula, fama de bien portado, cuando me veían; un hipócrita consumado.
En realidad soy un pequeño demonio. Hijo único, experto en más de cinco berrinches efectivos. Y salirme siempre con la mía.
Por ser consentido de las maestras, soy buleado con carilla por mis compañeros. Al ser gordinflón, color pinacate, pos con más razón: pelota con patas, negro tizón, cuervo, globo inflado y marrano con patas, no faltaban, al contrario, sobraban. Son carrillas dispersas, olvidadas al momento.
A la hora del recreo tan compas, y más compas al acercarse los exámenes o para préstales las tareas. Reconozco, en descargo de mis camaradas, ser un insoportable sabelotodo desde morro. Culpable de mi sabiondez, las pláticas con mi apá y su pequeña pero bien surtida biblioteca.
Reprobé kínder a mis seis años. Lo sé, nadie reprueba prescolar. Yo sí. Bueno no reprobé, me corrieron del kínder. No me soportaron por travieso. Hiperactivo, sería el diagnóstico médico de hoy, visitaría psicólogo, terapias y pastillitas para atarantarme.
En aquel entonces, somos simplemente muchachillos traviesos e insoportables. Para mi santa madrecita, soy un cabrón travieso y has de bajar hijodetalporcual, mientras me lloviznaba nutrida tormenta de chanclas, multitud de objetos, hacia el tapanco a donde me subía, huyendo de la furia maternal.
Me corrieron por mi manía de quitarles juguetes y dulces a los otros párvulos, por las buenas o por las malas. Sentarme encima de ellos. Imagínense a elefantino niño, piernas zambas, arqueadas, aparatos ortopédicos de fierro para enderezar la curvatura charra. Zapatos de gruesas plataforma, modelo Frankenstein 1971, para domeñar mi pie plano.
Todo ese pesado metal y mis kilos, encima de otro flacucho escuincle. Ya me saltaba la vena artística. Borroneaba las paredes con gusto Dalinesco. Sordo a los regaños de la maestra.
Al recogerme, un largo recuento de fechorías y desmanes. Yo con cara, de qué hablan mami, ¿me crees capaz de portarme mal? Mi mustiez no funcionaba ante la madre Gestapo.
Me regresan a casa. Me expulsan educadamente. Mi progenitora les dice hasta de lo que se van a morir. Regresaría hasta el primero de primaria. Me despedí, entre vítores por mi partida, de compañeros, conserjes y demás fauna escolar. Aliviados de prescindir de mi engendra presencia.
En casa, el corazón de mi progenitora se ablanda. Con paciencia de santa y dosis de coscorrones y pellizcos, me enseña las vocales, a leer, con ayuda de las canciones de Crí-Crí. Mi padre me compra el álbum de discos de Selecciones.
En las escuelas, tocaban las canciones de don Gabilondo Soler, Crí-Crí, en los recreos. Crecimos con la tragedia de la Negrita Cucurumbé que no quería ser negra, quería ser blanca, como las blancas olas del mar. Con la canción erótica del chorrito, el que se hacía grandote, se hacía chiquito, porque la hormiga se levantaba las enaguas, ¿cómo para qué lo provocaba enseñándole los calzones? El machismo del marido de la patita, que de canasta y rebozo de bolita, iba al mercado para hacer corajes por lo caro del mandado. Y recomendaba a sus patitos comieran mosquitos.
Entré al primer año casi cumplidos los siete años. Leía y medio escribía. Me aburrí como chino en las clases. Nomás el recreo bien chido, chacotear con mis amigos, dando mate a las tortas de huevo con chorizo que mi sacro santa jefita me preparaba de lonche.
Al ser hijo único, me encantaba tener amigos. Lo más paike de la escuela, son los recreos y la hora de salida. Levantarse temprano, entre modorra y calientitas cobijas, una tortura despiadada. Qué enferma mente ideó clases a las ocho de la madrugada. No es de Dios.
II
Comprar la lista de útiles escolares, una aventura exótica y delirante, irse de compras al centro, al Arbolito, a la Conquistadora, ambas por la calle de 5 de Febrero.
Oler los cuadernos a nuevo. Libretas polito, rojas y azules, con las tablas de multiplicar atrás. En secundaria ya fueron libretas Scribe. El juego de geometría, el diccionario escolar. Colores de madera de La Brujita, lápices amarillos, sacapuntas de plástico, que al tercer uso, se descomponían y plumas Bic. Resistol en forma de pino de boliche, de diferentes colores en la tapa. La infaltable goma bicolor, por un lado roja, para borrar los trazos a lápiz, por el otro, azul tísico. Por años la creencia que borraba los errores de tinta. Primero rompías el papel que borrarlos. Tijeras para derechos, por ser zurdo batallaba un resto.
En una mochila de cuero café, con tirantes para colgarse en la espalda, acomodaba mis útiles escolares, nuevecitos para el ciclo escolar.
Me encanta el olor a nuevo de mis útiles escolares. A la semana, viejos y maltratados. Tienes manos de estómago me decía mi Atila madre. Así que cada año, una lista nueva.
III
Mi primera maestra es la Señorita Beatriz. Medio feíta, medio bigotona. De gruesos lentes de fondo de botella, enormes. Muy hermosa al sonreírnos. Es una señorita vieja, una niña anciana. Nunca se casó. Su prometido la abandonó en el altar, escuché en pláticas de mi madre.
Nosotros somos sus hijos. Muy paciente. Nunca nos grita. Son mis niños. Son traviesos porque están sanos. Se enferma de tristeza. Se marchita de melancolías. La jubilaron.
En tercero, una maestra viejita como la misma antigüedad. Añeja por donde se le mirara. Al caminar temblorosa y encorvada, parecía que de un momento a otro se desmoronaría en siglos de polvo. Polvo eres y en polvo te convertirás.
Se duerme en clases. Se duerme a todas horas. En cualquier lugar, nomás pegaba mentón al pecho, cual gorrioncito recién nacido y se quedaba jetona. Ni la escandalera infernal que armamos en las guerras de bolitas de papel, usando como cerbatana la pluma vacía, era capaz de despertarla. A veces la maestra del otro salón, entraba para apaciguarnos.
En el primer día con mi Matusalem mentora, ella, sobre su escritorio, tenía como diez borradores, raro pensé. Nomás hay un pizarrón pa’ qué tanto borrador. A los tres días supe el porqué. Al hartarla, agarraba borradores como ladrillos, a quien le atinara en la bola, culpable o no.
En cuarto año, el regreso de madre Atila, la destructora. Casi me peleo en el recreo, una guantada en el aire. Nos separan. Leonardo se llamaba mi rival. No recuerdo el motivo del pleito.
El castigo es arrodillarnos a diez metros, cada uno, frente a frente, en el patio, a la una de la tarde, con el sol a plomo, hincados con las manos extendidas, con dos ladrillos en cada mano. Y si las bajas, casi la expulsión. Casi mandarte al cadalso. Nomás les faltaron cascaroletas bajo las rodillas.
No me pregunten cómo se entera mi madre. El mejor sistema de espionaje es el servicio de inteligencia maternal. No puedes mentirles. Nomás con mirarte lo saben todo.
Esta vez, es más civilizada que en primer año, en el infierno de mi zurdez. Nada de salvajes cachetadas guajoloteras. Desgreña a la maestra que me dictó el castigo. Orejas y rabo de premio, arrastre lento al ruedo. Crecer en las vecindades de Costa tiene sus ventajas. Salvajes, pero ventajas al fin.
Mi maestra más influyente en la primaria es la maestra Gabriela Guzmán (que en paz descanse). De quinto y sexto año. Al ser de los mayores nos mandaban a cuidar a los chicos en las juntas de maestros.
Al llegar el cinito trashumante, películas en blanco y negro, cubrían con cartoncillo negro las ventanas de un salón, convertido en sala cinematográfica. Colgaba una sábana blanca sobre el pizarrón como pantalla. Cobraba, creo veinte centavos, la mitad para el cinero y la otra, dizque para la escuela.
A mi grupo lo asignaban a cuidar el orden durante la función. Ese quinto año, deciden meter niñas a la escuela. El viejerío en pleno en el recreo. Al principio las veíamos rejegos, como bichos raros. Y vaya que si eran raras, olían bonito, bañadas, limpiecitas hasta de su conciencia.
Películas de Gastón Santos, de vaqueros y balazos, el Santo luchando contra cualquier ser monstruoso imaginado. En una del Gastón, algo de las ánimas del pantano, a mitad de la trama, surge el grito de Santooo, Santooo, gritería de la chamacada, nosotros nos desconcertamos. Prendimos la luz y a mitad de Salón, una niña, a horcajadas sobre el pescuezo de un morro, inmovilizado lo moqueteaba a placer y a dos manos, ante la algarabía y clamor de niñas y niños.
La maestra Gaby me inicia en la literatura. Escribí una obra de teatro, de títeres, “El león y la liebre”. Invita a un amigo suyo, estudiante de la escuela de pintura. Nos ayuda con los títeres. Cinco alumnos somos el grupo de actores. Yo, el león. Ricardo Navarrete, la liebre; Enrique Soto, el venado. Salvador de la Hoya, la ardilla y Manuel Contreras, el cazador, dirigida y coordinada por la maestra Gaby.
Ganamos el estatal. El nacional en el Distrito Federal. Doce largas horas de viaje. Docenas de kilos de ropa, enmaletadas por nuestras mamás, que por si hacía frio, que por si hacía calor, en caso de que temblara o se desatara la tercera guerra mundial.
Ganamos en escenografía y personajes. De premio nos mandan una semana de vacaciones a Mazatlán, en un centro vacacional del gobierno federal.
En el Distrito Federal, la esposa del gobernador Mayagoitia nos felicita. Nos da dinero para gastarlo en un centro comercial, maravilla para nuestros ojos de niño. Cincuenta pesos creo que nos dio para repartir entre todos. O cincuenta a cada uno.
En el concurso de teatro Guillot, nos dan de premio, una colección “Sepan cuantos”, de Porrúa, doce libros, para mí el mejor premio son los de Julio Verne y Emilio Salgari. A la escuela, una muestra de arte precolombino en esculturas.
Egresé de la escuela, tras una horrenda sesión fotográfica para tomarte la foto del certificado. Mi madre vierte toneles de jugo de limón en mi cabello para aplacarlo, y según ella, salir bonito. ¡Ah las madres Frankenstein aman a sus criaturitas!
Un certificado con calificación de excelente, puras E, la máxima nota en todas las materias. Nunca volví a ser tan perfecto como aquel último año en la primaria. Y nunca volví a conocer maestras tan inolvidables.
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